Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: MENDIZÁBAL
I
Al anochecer de aquel día, el no sé cuántos de Septiembre del año 35 (siglo XIX), llegó puntual al parador de no sé qué, calle de Alcalá, entre la Academia y las Monjas Vallecas, la diligencia, galerón o quebrantahuesos ordinario de Zaragoza, que traía los viajeros de Francia por la vía de Olorón y Canfranc, único portillo que dejaban libre en aquellos tristes días los porteros del Pirineo, vulgo facciosos.
No bien pararon las ruedas del polvoriento armatoste, fue cercado de gentes diversas: por una parte, familia o amigos de los pasajeros; por otra, intrusos, ganchos o buscones enviados por fondas y posadas. Con este contingente y los viajeros que iban bajando perezosos, según les permitían sus remos entumecidos, se formó al instante un apelmazado y bullicioso grupo. Produjéronse rumores diferentes: aquí salutaciones cariñosas; allí el restallido del besuqueo y los palmetazos del abrazarse; acullá ofertas importunas de pupilajes cómodos y baratos. Entre tantos viajeros, sólo uno no tenía quien le esperase: nadie se cuidaba de él ni le decía por ahí te pudras, como no fueran los moscones de las casas de huéspedes. Era el tal un joven de facciones finas y aristocráticas, ojos garzos, bigotillo nuevo, melena rizosa y negra, que sería bonita cuando en ella entrara el peine y se limpiara del polvo del camino. Su talle sería sin duda airoso cuando cambiara el anticuado y sucio vestidito de mahón por otro limpio, de mejor corte. En lo más claro del grupo quedose como atontado palomino, contemplando el bullanguero tropel de gente descuidada y ociosa que por la calle a tales horas discurría. ¡Pobrecillo! Solo y sin maestro ni amigo a quien arrimarse, se lanzaba en aquel confuso laberinto; sin duda entraba gozoso y valiente, con la generosa ansiedad del mozuelo de veinte años a quien ha quitado el sueño y las ganas de comer, en las aburridas soledades de la aldea, la visión de la Corte y de sus placeres y grandezas, tal y como las aprecian desde lejos los que empiezan a vivir, los que se hallan en pleno retoñar de ideas tempranas, producto fresco de las primeras lecturas, de las primeras pasiones, de la ambición primera, que tanto se parece a la tontería.
Embobado, como digo, estaba el hombre, contemplando el ir y venir de vagos bien vestidos, cuando le hizo volver en sí una voz bronca y desapacible que en el corro gritaba: «¡D. Fernando Calpena! ¿Quién es Don Fernando Calpena?».
– No vocee usted tanto, que soy yo – dijo el mancebo, un tanto asustadico. – ¿Qué se le ofrece?
– Véngase conmigo, señor – replicó el otro, como sin ganas de entrar en explicaciones. – Tengo el encargo de llevar a usted a una casa de huéspedes.
– ¿Encargo?, ¿de quién?… ¿Se puede saber?
– Del Sr. D. Manuel, el segundo jefe de la Superintendencia.
– ¿D. Manuel?… A fe que no le conozco.
Recordando haber oído ponderar lo que abundan en Madrid los ladrones, pícaros y toda la caterva de gente perdida y maleante, tuvo Fernandito algo de miedo, y miró con recelo al que parecía, si no protector, mensajero de desconocidas influencias tutelares; y en verdad que el pelaje, la carátula y el vocerrón de aquel sujeto no eran para infundir tranquilidad. El desconocido distinguiríase entre mil por la pátina de su cara sudosa, afeitada de ocho días; por los ojos ribeteados de bermellón; por la boca desmedida y los labios con hemorroides; por los ojos de carnero moribundo; por la ropa, que habría sido decente en otro cuerpo y en remotas edades; por el sombrero de copa, que su oficio le obligaba a usar, y era de catorce modas atrasado. Rasgo final: usaba bastón de nudos con gruesa cachiporra.
«¿Y el equipaje del señor?…».
– Ya lo han bajado… Vea usted aquel baúl largo, forrado de cabra… así, con poco pelo… No podremos llevarlo hasta que no me lo despachen los de la Aduana.
– ¡Los de la Aduana! – exclamó con visible desdén el de la cachiporra. – ¡Pues no faltaría más sino que abrieran el cofre del señor!… Traigo bula para que den paso franco a todo.
Y al punto se metió por lo más apretado del grupo, repartiendo codazos a un lado y otro; llegándose al de la Aduana, le dijo no sé qué frasecillas enigmáticas, y no fue preciso más para que el equipaje del Sr. De Calpena quedase libre y exento de toda impertinencia fiscal. Un momento después Don Fernando y su acompañante, precedidos de un mozo de cuerda con el baúl a cuestas, se alejaban del parador calle abajo.
«Estamos a cuatro pasos del domicilio, señor. Esta calle por donde ahora entramos es la Angosta de Peligros… Aquella de enfrente es Ancha de lo mismo, a saber: de los peligros. Váyase enterando si, como parece, es esta la primera vez que viene a los Madriles».
– Es la primera vez… Por más que rebusco en mi memoria – dijo el D. Fernando caviloso y otra vez inquieto, – no caigo en quién pueda ser ese D. Manuel que ha dado a usted el encargo de recibirme y alojarme.
– D. Manuel de Azara.
– ¿De Azara?… Ese apellido me suena, sí, me suena… pero… vamos, que no le conozco ni le he visto en mi vida, así Dios me la conserve. Y usted… ¿tendría la bondad de decirme su gracia?
– Mi gracia, como quien dice, mi nombre, es Filiberto Muñoz. Aunque nací en Consuegra, soy orundio de Extremadura, y…
– O me equivoco mucho, o es usted de la policía.
– En ella serví durante los tres años; pero en la ominosa década, como decimos por acá, quedé cesante, y tuve que arrimarme a los teatros y a la compañía de Luna para poder vivir malamente. El 33, no quería reconocer el Gobierno la tropelía que se había hecho conmigo; pero fui repuesto, gracias a que me agarré a los faldones de mi paisano D. Manuel José Quintana, de cuyos padres el mío… mi padre quiero decir… era muy amigo… o más claro, que le castraba los cochinos, con perdón de usía… Ea, ya entramos en la calle de Caballero de Gracia, donde está su alojamiento. Por aquí, señor. Es aquella casa donde está el reverbero… dos puertas más allá del quitamanchas. Ya estamos. El portal es antiguo; pero muy decente, y en él no está permitido hacer aguas, porque en el principal vive el dueño, que es un señor consejero, pariente del señor subdelegado, ya sabe… Olózaga.
Subieron al segundo piso y penetraron en la casa, que era de las llamadas de huéspedes, decentísima, lo mejor del ramo, pues en ella no se entraba más que por recomendación, y rara vez pasaba de cuatro el número de los favorecidos. Recibioles afablemente el dueño, que ya esperaba al señor de Calpena, y le llevó derechamente a la habitación que preparada para él tenía. Hallose el joven en un gabinete muy lindo, en aquellos tiempos casi lujoso, con alcoba estucada, buenos muebles… Vamos, que creía ser víctima de un error; que le habían tomado por otro; que aquel hospedaje y el servicio del polizonte y todo lo que le ocurría, no era por él ni para él. Pero mientras el error durara, juzgaba práctico aprovecharse. Adelante, pues, con la aventura: siguiera el quid pro quo, que tiempo habría de que el acaso o la realidad lo deshicieran.
Mostrole el patrón todas las partes del aposento, diciéndole: «Tengo mi casa montada a la inglesa, conforme a los últimos adelantos. Vea usted… cordón para tirar de la campanilla; lavabo con su cubo, jofaina y demás; alfombrita delante de la cama; percha con su cortina para resguardar del polvo la ropa… en fin, progreso, finura. Y como punto céntrico, no hallará usted nada mejor que esta casa. Aquí está usted cerca de todo. Dos pasos más arriba, la Red de San Luis, con tanto comercio. En la calle de atrás, la fonda de Genieys; más abajo el Carmen Descalzo, donde tiene usted misa a todas horas. En la calle de Alcalá, que es a dos pasos, las Señoras Calatravas, las Señoras Vallecas, la Embajada inglesa… En fin, cerca tenemos también las Niñas de Leganés… la casa de las Siete chimeneas, que por mi cuenta son ocho, y cuanto bueno hay en Madrid… Para que nada falte, en esta misma calle tiene usted la casa de baños de Monier, que es, según dicen, de las mejores de Europa, como que en ella, por seis reales, puede un cristiano lavarse… de cuerpo entero».
Encantado de su vivienda y de su barrio estaba el buen D. Fernando, y aunque ignoraba de dónde y de quién le venían tantas dichas, iba muy a gusto en el machito, y no pensaba más que en arrear en él mientras durase la ganga. Por de pronto, urgía pagar al mozo; y en cuanto al desconocido que salió a encontrarle, no parecía hombre que desdeñara una gratificación si delicadamente se le ofrecía. De ambas cosas habló D. Fernando a su hospedero, el cual, con aires de gran señor, le contestó que todo