– Yo saqué a Inés de la huerta del Príncipe Pío. ¡Ay!, si no te salvaste también tú, fue porque no pude, que bien lo intenté; te juro que lo intenté. Inés se desmayó, y no pudiendo traerla aquí, por ser esto muy lejos, Lobo me indujo a llevarla a casa de unas que él llamaba honradísimas señoras, donde permanecería hasta tanto que fuera posible traerla aquí para casarme con ella… ¡Oh, infame legista, miserable enredador, tramposo y falsario! Inés me abofeteó, Gabriel, al verse en aquella casa, y me clavó en las mejillas sus deditos. No puedes formarte idea de las palabras tiernas que le dije para que se calmara, pero nada podía consolarla de que no os hubierais salvado también tú y el buen sacerdote. En vano le dije que sería mi mujer; en vano le dije que la adoraba con profundísimo amor; también le mostré mi dinero, prometiéndole gastar una buena parte en huir para siempre de Madrid y de España si así lo deseaba. ¡Infeliz de mí!, a estas irrecusables pruebas de mi cariño, sólo contestaba llamándome bestia y ordenándome que se le quitara de delante… A cada instante te llamaba, y luego se deshacía en lágrimas, y quería después arrojarse fuera de la casa para volver a la Montaña. A pesar de esto yo era feliz, porque la tenía en mis brazos, apartábale de la frente los desordenados cabellos, y con mi pañuelo limpiaba sus lágrimas divinas, con las cuales se refrescarían, si las bebieran, los condenados del infierno… El pérfido Lobo no se apartaba de allí, y desde luego me parecieron sospechosos el esmero y solicitud con que la atendía. Inés no cesaba un momento de gemir, y tanto a mi compañero como a mí nos mostraba mucha repugnancia, ordenándonos que la dejáramos sola, porque no quería vernos, y que la matáramos, porque no quería vivir. Su desesperación llegó a tal punto que no la podíamos contener, y se nos escapaba de entre los brazos, diciendo que pues no le era posible salvaros la vida, quería ir a daros a entrambos sepultura. Por último, a fuerza de ruegos logramos calmarla un poco, prometiéndole yo acudir al lugar del suplicio a cumplir tan triste obligación. Cuando esto le dije, me miró con tanta ternura, y después me lo ordenó de un modo tan persuasivo, tan elocuente, que no vacilé un instante en hacer lo prometido y salí dejándola al cuidado de Lobo. ¡Nunca tal hiciera y maldito sea el instante en que me separé de aquel tesoro de mi vida, de aquel imán de mi espíritu! Gabriel, corrí a la Moncloa, me acerqué a los grupos en que eran reconocidos los cadáveres, y anduve de un lado para otro esperando encontrarte entre aquellos que, abandonados hasta en tan triste ocasión, no tenían quien formara a su alrededor concierto de llantos y exclamaciones… Al fin encontré al sacerdote; pero tú no estabas a su lado, pues unas mujeres compasivas, habiendo notado que vivías, te habían llevado a un paraje próximo para prodigarte algunos cuidados. Grande fue mi alegría cuando te vi abrir los ojos, cuando te oí pronunciar algunas frases oscuras, y observé que tus heridas no parecían de mucha gravedad; así es que en cuanto dimos sepultura a tu buen amigo, me ocupé de los medios de traerte a mi casa. Rogué a aquellas mujeres que te cuidaran un momento más, mientras yo volvía con una camilla, y al salir de la huerta, me regocijaba con la idea de participar a Inés que estabas vivo. «¡Cuánto se va a alegrar la pobrecita!» decía para mí, y yo me alegraba también, porque había comprendido por sus palabras que aquella flor de Jericó te apreciaba bastante ¿no es verdad? ¡Ay!, Gabriel, tú hubieras sido nuestro criado, tú nos hubieras servido fielmente, ¿no es verdad?… Pues bien, hijo, como te iba diciendo, corrí desalado a comunicarle la feliz nueva de tu salvación, y cuando entré en la casa donde la había dejado, Inés ya no estaba allí. Aquellas señoras desconocidas dijéronme que Lobo se había llevado a la muchacha, y como yo les manifestara mi extrañeza e indignación, llamáronme estúpido y me arrojaron de su casa. Volé a la de ese miserable ladrón; mas no le pude ver ni en todo aquel día ni en los siguientes. Figúrate mi desesperación, mi agonía, mi locura; yo no sé cómo no entregué el alma a Dios en aquellos días, porque además de mi gran pena, me consumía una fuerte calentura, a consecuencia de la herida de esta mano, pues bien viste que perdí dedo y medio en la calle de San José… ¿Crees que me curaba? Ni por pienso. Después que el boticario de la Palma Alta me vendó la mano, no volví a acordarme de tal cosa, y no digo yo dedo y medio, ¡sino los cinco de cada mano me hubiera yo arrancado con los dientes, con tal de hallar a mi idolatrada Inés, a aquella rosa temprana, a aquel jazmín de Alejandría! Durante este tiempo no me olvidé de ti, pues el mismo día 3 te hice conducir a esta casa, que es la mía, en la cual has permanecido hasta hoy, y donde, gracias a los cuidados de tan buena gente, has recobrado la salud.
– ¿Pero Lobo ha desaparecido también? – pregunté con afanoso interés. – Si no ha desaparecido, ¿no puede obligársele a decir qué ha hecho de Inés?
– Al cabo de diez días lo encontré al fin en su casa. ¿Sabes tú lo que me dijo el muy embustero? Pues verás. Después de reírse de mí, llamándome bobo y mentecato, me dijo que no pensara en volver a ver a Inés, porque la había entregado a sus padres. «¿Pues acaso Inés tiene padres?» le dije. Y él me contestó: «Sí, y son personas de las principales de España, por lo cual he creído de mi deber entregarles la infeliz muchacha, desde tanto tiempo condenada a vivir fuera de su rango y entre personas de inferior condición». Me quedé atónito; pero al punto comprendí que esto era invención de aquel inicuo tramposo embaucador, y en mi cólera le dije las más atroces insolencias que han salido de estos labios… ¿No crees tú como yo que lo de entregarla a sus desconocidos padres es pura fábula de Lobo, para ocultar así su crimen? Gabriel, ¿no te estremeces de espanto como yo? ¿Dónde estará Inés? ¿Dónde la tendrá ese monstruo? ¿Qué habrá hecho de ella? ¡Ay! Yo la he buscado sin cesar por todo Madrid, he pasado noches enteras junto a la casa de la calle de la Sal examinando quién entraba y quién salía; he dado dinero a los criados, aguadores, lavanderas, a los escribientes del licenciado, a cuantas personas visitaban la casa; pero nadie me ha sabido dar razón: nadie, nadie. ¿Es esto para desesperarse? ¿Es esto para morirse de pena? ¡Trabajar tanto, cavilar tanto para sacarla del poder de sus tíos, cometer grandes pecados, y exponer uno su alma a las horribles penas del infierno, para ver desvanecida como el humo aquella esperanza encantadora, aquella soñada dicha y suprema felicidad!… ¿Será castigo de Dios por mis culpas, Gabriel? ¿Lo crees tú así? ¿Apruebas lo que estoy haciendo ahora, que es rezar mucho y pedir a Dios que me perdone, o que me devuelva a Inés, aunque no me perdone? ¿Crees tú que concurriendo a la bóveda de San Ginés con gran constancia y devoción, podré alcanzar de Dios alguna misericordia? ¡Ay! Si las lágrimas que he derramado hubiesen caído todas en el corazón de ese infame Lobo, habríanle atravesado de parte a parte haciendo el efecto de un puñal. ¿Dónde está Inés? ¿Qué es de ella? ¿Vive o muere? Gabriel, tú tienes ingenio, y Dios ha querido que recobres tu preciosa vida para que desbarates los inicuos planes de ese monstruo, y devuelvas a Inés su libertad, así como a mí la paz del alma que he perdido quizás para siempre.
Así habló el afligido hortera, y oyéndole no pude menos de compadecerle por los tormentos de su alma tan apasionada como inocente. No se cansó de hablar hasta muy avanzada la noche, siempre sobre el mismo tema y con iguales demostraciones dolorosas. Al fin, su voz se perdió para mí en el vacío de un silencio profundo, porque me quedé dormido, cediendo mi atención y curiosidad a la fatiga y flaqueza de ánimo que me consumían aún.
III
A la mañana siguiente la primera persona que vieron mis ojos fue doña Gregoria, a quien ya había empezado a tomar cariño, pues tan propio de la caridad es inspirarlo en poco tiempo. La mujer del Gran Capitán limpiaba la sala, procurando mover los trastos lentamente para no hacer ruido, cuando desperté, y al punto lo dejó todo para correr a mi lado.
– Esa cara está respirando salud – me dijo. – Veremos lo que dice hoy D. Pedro Nolasco cuando te vea.
– ¿Y quién es ese D. Pedro Nolasco? – pregunté sospechando fuera el citado varón algún médico afamado de la vecindad.
– ¿Quién ha de ser, hijo? El albéitar, que vive en el cuarto número 14. Aquí no gastamos médico, porque es bocado de príncipes. Y cuando Fernández padece del reuma, le ve D. Pedro Nolasco, que es un gran doctor. A él debes la vida, chiquillo, y él te sacó del costado la bala; que si no, a estas horas estarías en el otro mundo.
Oído esto, le hice varias