– ¡Esos países no tienen vergüenza! – exclamó con furor D. Santiago Fernández, levantándose otra vez de su asiento. – En Austria y Prusia habrá lo que Vd. quiera; pero no hay un Valdesogo de Abajo, ni un Navalagamella.
Discretísimo lector: no te rías de esta presuntuosa afirmación del Gran Capitán, porque bajo su aparente simpleza encierra una profunda verdad histórica.
Santorcaz soltó de nuevo la risa al ver el acaloramiento de su amigo, cuyas patrióticas opiniones apoyó de nuevo su esposa, hablando así:
– Aquí somos de otra manera, Sr. de Santorcaz. Usted viviendo por allá tanto tiempo, se ha hecho ya muy extranjero y no comprende cómo se toman aquí las cosas.
– Por lo mismo que he estado fuera tanto tiempo, tengo motivos para saber lo que digo. He servido algunos años en el ejército francés; conozco lo que es Napoleón para la guerra, y lo que son capaces de hacer sus soldados y sus generales. Cien mil de aquellos han entrado en España al mando de los jefes más queridos del Emperador. ¿Saben Vds. quién es Lefebvre? Pues es el vencedor de Dantzig. ¿Saben Vds. quién es Pedro Dupont de l’Etang? Pues es el héroe de Friedland. ¿Conocen Vds. al duque de Istria? Pues es quien principalmente decidió la victoria de Rívoli. ¿Y qué me dicen de Joaquín Murat? Pues es el gran soldado de las Pirámides, y el que mandó la caballería en Marengo…
– No, no le nombre Vd. – dijo doña Gregoria-, porque si todos los demás son como ese de las melenas, buena gavilla de perdidos ha metido Napoleón en España.
– Sr. de Santorcaz – añadió con grave comedimiento el Gran Capitán-, ya sabe Vd. que un hombre como yo, testigo de cien combates, no se traga ruedas de molino, y todas esas heroicidades del general Pitos y del general Flautas las vamos a ver de manifiesto ahora, sí señor. Y supongo que Vd. habrá venido para ponerse de parte de ellos, pues quien tanto les alaba y admira, es natural que les ayude.
– No – repuso Santorcaz-; yo he vuelto a España para un asunto de intereses, y dentro de unos días partiré para Andalucía. Cuando arregle mi negocio, me volveré a Francia.
– ¡Qué mal hombre es Vd.! – exclamó doña Gregoria. – Y su pobre padre, y toda la familia llorando su ausencia, y muertos de pena sin poder traer al buen camino a este calaverilla que durante quince años y desde aquella famosa aventura… Pero chitón – añadió volviendo la cara hacia mí-; me parece que el chico se ha despertado y nos está oyendo.
II
Los tres me miraron y yo observé claramente cuanto me rodeaba, pudiendo apreciarlo todo sin mezcla de vagas imágenes, ni mentirosas visiones. Hallábame en una cama, de cuyo durísimo colchón daban fe las mortificaciones de mis huesos y la instintiva tendencia de mi cuerpo a arrojarse fuera de ella, mientras uno de mis brazos, fuertemente vendado se negaba a prestarme apoyo, tan inmóvil y rígido como si no me perteneciera. Asimismo rodeaba mi cabeza complicado turbante de trapos que olían a ungüentos y vinagre, y mi débil y extenuado cuerpo sentía por aquí y por allí terribles picazones. El lecho en que yacía tan incómodamente ocupaba el rincón del cuarto, el cual era de ordinarias dimensiones, con blancos muros y suelo de ladrillos, mal cubiertos por una vieja y acribillada estera de esparto. Algunas láminas de santos, a quienes el artista grabador había dado nuevo martirio en sus impíos troqueles, adornaban la desnuda pared, en uno de cuyos testeros ostentaba su temerosa longitud la lanza del Gran Capitán. En el centro de la pieza hallábase la mesa, que sostenía un candil de cuatro mecheros, y junto a ella sentados en sendas sillas de cuero, que lastimosamente gemían al menor movimiento, estaban los tres personajes cuya conversación hirió mis oídos cuando volví de un largo paroxismo.
Todos fijaron en mí la atención, y doña Gregoria, acercándose maternalmente a mi cama, me habló así:
– ¿Estás despierto, niño? ¿Ves y entiendes? ¿Puedes hablar? Pobrecito: ya se te ha quitado la terrible calentura, y el Santo Ángel de tu Guarda ha conseguido del Padre Eterno que te otorgue el seguir viviendo. ¿Cómo estás? ¿Nos ves a los que estamos aquí? ¿Nos conoces? ¿Entiendes lo que decimos? Debes de estar bien, porque ya no dices desatinos, ni quieres echarte de la cama, ni nos insultas, ni dices que nos vas a matar, ni llamas a D. Celestino ni a la doña Inés, que te traían trastornado el juicio. Estás bien, ya estás fuera de peligro, y vivirás, pobre niño; pero ¿has perdido la razón, o Dios quiere que te veamos en tu ser natural, sano y completo y cuerdo, tal y como estabas, antes de que aquellos caribes…?
– Y en verdad, no sé cómo ha escapado el infeliz – dijo Fernández a Santorcaz. – Tres balazos tenía en su cuerpecito: uno en la cabeza el cual no es más que una rozadura, otro en el brazo izquierdo, que no le dejará manco, y el tercero en un costado, y en parte sensible, tanto que si no le hubieran sacado la bala, no le veríamos ahora tan despiertillo.
Aquellas bondadosas personas me instaron para que hablase, mostrándoles que mi razón, como mi cuerpo, se había repuesto de la tremenda crisis a que estuviera sujeta. También acudió con cariñosa solicitud a darme alimento la ejemplar doña Gregoria, y tomado aquel ávidamente por mí, me sentí muy bien. ¿Había resucitado o había nacido en aquella noche?
– Ahora, chiquillo, estate tranquilo – continuó doña Gregoria sentándose a mi lado. – ¡Cuánto se va a alegrar el Sr. Juan de Dios cuando te vea!
– ¡Cómo! – exclamé con la mayor sorpresa. – ¿Juan de Dios vive aquí? ¿Pues en dónde estoy? ¿Y ustedes quiénes son? ¿Qué ha sido de Inés?
– ¡Otra vez Inés! Este joven no está todavía bueno. Dejémonos de Ineses y a descansar.
Santorcaz se llegó a mí, y mostrándome algún interés, me dijo:
– ¡Pobrecito!, ¡con que te fusilaron! El gran duque de Berg es hombre terrible y sabe sentar la mano. Dicen que mataste más de veinte franceses. Ya me contarás tus hazañas, picarón. Y di, ¿tienes ánimos de volver a hacer de las tuyas? Me parece que no… porque habrás visto que esa gente gasta unas bromas un poco pesadas.
Dicho esto, Santorcaz, tomando su capa, se marchó.
La sensación que yo experimentaba al verme allí, tornado nuevamente y de improviso, según mi entender, a la vida; en presencia de personas desconocidas y volviendo sin cesar al pasado mi pensamiento recién salido de una sombra profunda; las impresiones de mi alma, a quien el repentino despertar después de un largo entumecimiento había dado cierta actividad ansiosa, fueron causa de que no pudiera estar tranquilo como me rogaban el Gran Capitán y su mujer. Hacíales mil preguntas diversas, con la curiosidad del que volviendo al mundo después de un siglo de muerte real, deseara conocer en un instante cuanto ha pasado en el planeta durante su ausencia. A todo contestaban que me estuviese quieto y sin cuidarme de nada, para que no me repitiesen los accesos de fiebre; pero no pude conseguir este objeto, y si descansé un poco, procurando poner a un lado mis terribles recuerdos y apartar de la vista las siniestras figuras que se habían hecho compañeras inseparables de mi espíritu, poco después, cuando, ya avanzada la noche, llegó Juan de Dios, me sentí tan vivamente inquieto al verle, que a no impedírmelo mi debilidad, habría saltado del lecho para correr hacia él, arrastrado por un odio terrible y una curiosidad más fuerte aún que el odio. El antiguo mancebo de D. Mauro Requejo estaba tan demacrado, tan excesivamente amarillo y mustio, que parecía haber vivido diez años de penas en el trascurso de algunos días. Sus ojos encendidos conservaban huellas de recientes lágrimas, y su desmadejado cuerpo se movía con pesadez, como si le fatigara su propio peso. Arrojose en una silla junto a mi cama, cuando los dos ancianos se retiraban a su aposento, y me habló así:
– Gabriel, ¿ya estás bueno? ¿Has recobrado el juicio? ¿Entiendes lo que se te dice?
– ¿Dónde está Inés? – le pregunté con ansiedad.
– ¡Oh, desgraciado de mí! – exclamó ocultando el rostro entre las manos. – Tú estás enfermo todavía, y si te doy la noticia… ¿Que dónde está Inés? Espántate, Gabriel, porque no lo sé. Yo estoy loco, yo estoy imbécil. Llevo quince días de dolores que a nada