– Sé lo que es el Consejo – respondí breve y sentenciosamente; – sé lo que son las oficinas; todo lo conozco y aprecio en su justo valor, menos las influencias que imperan hoy, las cuales son de tal naturaleza, que no sabe uno a qué atenerse.
Me levanté para marcharme. En el mismo instante un portero anunció a D. Ignacio Martínez de Villela, que no tardó en entrar. Me quedé.
Este venerable señor, uno de los que más trabajaron en 1814 cuando la persecución de los diputados, era entonces muy influyente en Palacio. Él y Lozano de Torres y otros que no menciono, formaban a la sazón la pequeña corte del Monarca, sustituyendo a la antigua, que con gran trabajo desbancaron y de la cual tuve la gloria de formar parte. Era Villela, además de corpulento como un elefante, hombre muy vividor, y en la apariencia grave y respetable, con grandes humos de probo y justiciero. Oyéndole, parecía que por su boca hablaba el derecho público y privado. Poseía bastantes conocimientos jurídicos, lo cual le daba respetabilidad, poniéndole en situación muy favorable; porque desde 1816 y desde la venida de la Reina (que coincidió con el eclipse de nuestra camarilla), comenzaron a estar en alza los llamados sabios, los jovellanistas, y los de la escuela de Garay, verificándose un descenso rápido en el influjo de toda la gente lega y romancista.
Pero la mayor notoriedad del magistrado en cuestión no era su sabiduría, sino su negra, una tal Doña Inés, ama de llaves y gobernadora de la casa, de cuya intervención en los negocios públicos se habló durante mucho tiempo. Habíase captado de tal modo la voluntad de su dueño, que teniendo este la clave de muchos nombramientos, túvola ella también. Especialmente las mitras, que se concedían siempre a propuesta del Consejo, fueron de tal modo monopolizadas por Doña Inés, que esta no abría la mano sin que saliera de ella un obispo. Había previo convenio y eclesiástico arreglo antes de que una mitra fuese provista, y era cosa sabida: ni el más pintado, aunque fuera el mismo San Pedro, empuñaba el báculo, si antes no se ponía a bien con la tal negra, impetrando y consiguiendo su soberana gracia. Con este motivo ocurrió más adelante un suceso curioso que no quiero callar.
Vacó la diócesis de Astorga, y siguiendo los trámites ordinarios, fue presentado para la silla un sujeto, cuyo nombre no hace al caso. Llevose el decreto al Rey para que lo firmara, y Fernando, que tenía felicísimas salidas de aticismo cómico, leyó detenidamente el pliego, sonriendo con la socarronería que le era habitual. Estaba verdaderamente cargado, como ahora se dice, de aquella ambición desmedida de la negra de su amigo, y decidiendo emplear su iniciativa y usar sus prerrogativas con tanta insolencia usurpadas, no colérico, sino con mucha calma y gravedad, tomó la pluma y al margen de la propuesta puso estas sencillas palabras, que constan en un archivo: «Será obispo de Astorga D. X… X.... y perdone por esta vez Doña Inés».
Pues bien, aquel que acababa de entrar en el despacho del venerable Magistrado era el venerable magistrado, el celoso Juez de 1814, el Consejero de la Sala de Justicia del Consejo Real, con honores del de la de Cámara; era el amo de su negra, en fin.
VII
– Señores – dijo sin responder a nuestro saludo. – Ocurre una cosa muy importante. El Sr. Requena acaba de morir de un ataque de apoplejía fulminante. ¡Pobre señor, pobre amigo mío! ¡Nos queríamos tanto!… Pero, en fin, puesto que Dios ha querido llamarle a su seno… ello es que con esta muerte hay ya otra vacante en el Consejo.
Yo di un salto en mi sillón.
– ¡Una vacante en el Consejo! – repitieron el marqués de M*** y Lozano de Torres.
– Sí, señores – añadió Villela sentándose; – una vacante en la Sala de Provincia.
– No podía venir más a propósito – dijo Lozano de Torres mirándome.
– Ahí tienes, Pipaón, ahí tienes… – dijo el marqués de M***. – La Providencia no abandona jamás a quien confía en ella. He aquí que cae del cielo una vacante y te toca en la punta de la nariz.
– Poco a poco, señores – dijo el Sr. Villela de muy mal talante, mirándome por encima de sus gafas verdes. – No me toquen a esa vacante, que es para mi primo.
Toda la hiel de mi cuerpo vino a mis labios al oír esto, y era tanto lo que se me ocurría decir, que no dije nada.
– Tengo promesa de Su Majestad para la primera vacante – añadió Villela, – y además, amigo Lozano, ¿no hablamos de esto la otra noche?
– Sí, es cierto… – repuso con turbación el ministro; – pero a la verdad, no sé cómo contentar a todos. Pasan ya de media docena las personas a quienes Su Majestad ha prometido la primera vacante. Creo que lo mejor será echar suertes.
– ¡Bah! – exclamó Villela con su impaciencia habitual y mirándome de hito en hito; – ¿lo dice usted por Pipaón, que nos está oyendo? Amiguito, usted es joven aún y puede esperar. En mis tiempos no se entraba en el Consejo antes de los sesenta años. En los que vivo no he visto un mozo más favorecido por la fortuna que usted… Cuando mucho se sube, más peligrosa puede ser la caída. Usted se ha encaramado con excesiva prontitud, y me temo que si no se detiene un tantico, vamos a ver pronto el batacazo… Un polvito, señor marqués; un polvito, Sr. Lozano; amigo Pipaón, un polvito.
Describió un lento semicírculo con su caja de rapé, en la cual iban entrando sucesivamente los dedos de los amigos.
– Sr. D. Ignacio – repuse yo, aspirando con placer el oloroso polvo, – admito los consejos de una persona tan autorizada como usted… pero debo hacer una indicación. Jamás pretendí la plaza de Consejero; pero como se me ha ofrecido repetidas veces y se ha hecho pública mi pronta entrada en la insigne corporación, sostengo el cuasi derecho que me da la real promesa.
– ¡Oh!… usted puede sostener lo que quiera – repuso Villela, volviendo risueño el rostro y elevando la mano, cuyos dedos sostenían aún el polvo. – Cada uno es dueño de tener las ilusiones que quiera. Por eso no hemos de reñir.
– Con perdón del Sr. Villela – dije yo, inclinándome y poniendo un freno a mi cólera, – seguiré esperando, que Su Majestad no me ha de dejar en ridículo.
– Tantas veces han puesto en ridículo a Su Majestad personas que yo conozco… – indicó el Consejero de la Sala de Justicia, llevándose a la nariz los dedos y aspirando el tabaco con cierto adormecimiento voluptuoso en sus ojos ratoniles.
– ¡No lo dirá usted por mí! – repuse colérico.
Villela se puso muy encendido.
– Por todos – murmuró.
– Señores, señores, basta de tonterías – dijo el ministro, conociendo que la cuestión se agriaba un poco. – Basta de pullas. Se procurará contentar a todos. Esto se acabó.
– Por mi parte, concluido – dijo Villela estirando el cuerpo, arqueando las cejas, sacudiendo los dedos y tirando de la punta del monumental pañuelo; para sacarlo del bolsillo.
– Por mi parte, ni empezado siquiera – indiqué yo.
– Háblese de otra cosa – dijo el marqués de M***.
– Hablarán ustedes, porque yo me voy al Consejo – dijo Villela, después de sonarse con estrépito.
– ¿Tan pronto?
– Pero no sin hacer al señor ministro una recomendación. A eso he venido.
Diciendo esto Villela sacó un papelito.
– Veamos qué es ello.
– Lo primero que pido al Sr. Lozano de Torres, confiado en que lo hará – añadió Villela, – es una obra de justicia, es que ponga término a una iniquidad horrenda, a un atropello impropio de los tiempos que corren.
– ¿Qué?
– En las cárceles de la Inquisición de Logroño – continuó Villela, – está una pobre mujer anciana, llamada Fermina