– ¿Le observó usted bien?
– Está más moreno, mucho más moreno que antes. Sus ojos queman; su boca, al sonreírse con ironía, no sé si sanguinaria o hambrienta, muestra unos dientes más blancos que el marfil; su aspecto infunde miedo y dolor. Viste de un modo extraño, anda de prisa, pasa y mira.
– ¿Pero le ha visto usted una sola vez? – pregunté, asombrado de tantos detalles.
Jenara estuvo un rato sin contestar. Luego, mirando al suelo, dijo:
– Una sola vez. Yo corrí para salir de la iglesia. Desde la puerta miré hacia dentro, y vi que un fraile se le acercó.
– ¡Un fraile!… – murmuró sordamente Baraona. – ¡Buenos están también!
– ¿Y dice usted que desde ese día no ha vuelto a verle? – pregunté a Jenara.
Después de vacilar, me contestó:
– No… no puedo asegurar que le haya vuelto a ver… ni tampoco que no le haya visto…
– ¿Cómo es eso?
– Quiero decir que la impresión que en mí produjo aquel encuentro ha sido tan duradera, que a veces se reproduce ella misma, sin causa real… La imaginación…
– Diga usted los nervios. Cuidado con creer en duendes y apariciones – afirmé riendo.
Después callamos todos, contemplando las menudas ascuas de la copa de bronce, que mezclándose con la blanca ceniza, lanzaban su último brillo; existencias que próximas a expirar, dirigían a los vivos su postrer mirada.
Baraona, Jenara y yo, mirábamos en silencio la moribunda lumbre. Todo callaba en derredor nuestro. Era la hora en que los espíritus pusilánimes y los niños suelen tener miedo, y al ir a acostarse atraviesan corriendo y cantando para ahuyentarlo, los largos pasillos y las oscuras piezas. Era la hora en que las puertas de algún ventanejo alto y lejano suelen dar porrazos, estremeciendo la casa y el corazón de sus habitantes. Era la hora en que el gato trasnochador suele lanzar lastimeros ayes, que parecen llanto de criaturas o algazara de voladoras brujas que van por los aires a sus repugnantes asambleas. Era la hora en que el viento suele ponerse en la boca el tubo de la chimenea, como un gigante que sopla su bocina, y cantar o decir o refunfuñar alguna horripilante estrofa, que hiela la sangre en las venas del inquieto durmiente… Los tres nos hallábamos profundamente pensativos, cuando sonó de improviso en lo interior de la casa inusitado estrépito, una puerta que se cerró, un mueble que vino al suelo, un golpe, un tiro, qué sé yo… una nada, una tontería, un fútil accidente; pero que sin duda a causa de la hora y de cierta predisposición de espíritu, nos estremeció a todos.
– ¿Qué es eso? – exclamamos a una vez.
Miré a Jenara. Estaba blanca como el papel, y sus dientes chocaban.
– Es la puerta de mi cuarto que ha dado un golpe. Quedó abierta la ventana de la calle… – dije yo, tranquilizándome por completo.
Al cabo de un instante me sentaba de nuevo junto al brasero, después de cerciorarme de la insignificante causa de nuestro pueril miedo. Jenara seguía temblando; yo me reí, y ella, arropándose en su mantón, dijo:
– Tengo frío.
– Vamos a acostarnos – dijo Baraona levantándose.
Les acompañé a sus habitaciones. Al pasar por la larga galería que las separaba de las mías y del comedor, observé que Jenara dirigía miradas inquietas a un lado y otro. La sombra de nuestros cuerpos sobre la pared atraía sus miradas con más fijeza de lo que una vana sombra merece. Yo iba tras ellos. Cuando les despedí en la puerta, Jenara me dijo: «Entre usted». Seguía temblando, y como yo le interpelase sobre aquella injustificada desazón, no contestaba sino:
– Tengo frío.
Obligome a que registrase su habitación, a que asegurase las puertas, las cerraduras de las ventanas, y cuando me retiré al fin después de tranquilizarla respecto a lo innecesario de tales precauciones, echó llaves y cerrojos por dentro, quedándose acompañada de su criada.
Dirigime a mis habitaciones, sin dar importancia a las voluntariedades de mi hermosa huéspeda; pero al llegar a mi alcoba y lecho, y cuando me disponía a acostarme, recibí una sorpresa, una impresión tan fuerte, que mis carnes temblaron, dieron unos contra otros mis dientes, y me quedé frío, absorto, mudo, petrificado. Sobre mi lecho y en la misma vuelta de las sábanas, había un papel escrito. Con trémula mano lo tomé; recorriéronlo mis ojos en un instante; decía así:
«Infame Bragas: Tú que eres amigo y compinche del Tigre y del Zorro, podrás conseguir que manden poner en libertad a Fermina Monsalud, presa y atormentada en la Inquisición de Logroño por supuesto delito de infidencia. El Elefante trabaja en pro de la mujer inocente. Ha asegurado que la Culebra, es decir, tú, podrás ayudarle con éxito seguro.
«Infame Bragas: Si dentro de quince días está libre mi madre, no te pesará; si no lo estuviere, te acordarás de
SALVADOR MONSALUD».
IV
Juzgad ¡oh amigos!, de mi asombro, de mi anonadamiento. Largo rato estuve con el papel en las manos sin saber qué partido tomar, sin poder concretar mis ideas, sin resolverme a dar un paso, ni poder formar un juicio claro sobre aquel hecho. En mi cerebro bullía el caos. Ocupaba mi espíritu un miedo horroroso, un miedo cual nunca lo he tenido.
Pasé algún tiempo en dolorosa incertidumbre. Como si tuviera la conciencia de que mi cuerpo era una masa de apretada aunque suelta arena, que se iba a desmoronar al menor movimiento; no me atrevía a dar un paso ni a menear un dedo. Poco a poco fuime recobrando, empecé a discurrir; me esforcé en atenuar la gravedad del caso, y la curiosidad se abrió paso en mi espíritu. ¿Quién había traído aquella hoja amenazadora? El hombre que me escribía, mi camarada antaño, ¿por qué había ideado tan singular modo de comunicarse conmigo? ¿Era él realmente o algún chusco desocupado? Y quien quiera que fuese, ¿de qué medios se había valido para dirigirme tan atroz apercibimiento?
Mi casa no era casa de duendes, aunque muy antigua y grande, propia por lo tanto para que se pasearan por ella los invisibles habitantes de la sombra, si el miedo les permitía la entrada. Felizmente yo no creía en brujerías, ni en chuscadas de duendes, ni en fabulosas correrías de almas en penas. Ni por un instante pensé en tales puerilidades. Pero al mismo tiempo yo tenía la seguridad, gracias a un reconocimiento prolijo que a poco de mi mudanza hice, de que mi casa, con ser de dos puertas, no tenía comunicaciones novelescas, ni sótanos, ni compuertas, ni armarios maravillosos, ni escotillones, ni ninguna tramoya de esas que en el teatro y en los libros dan materia para un sorprendente enredo. No teniendo, pues, mi casa secreto alguno, era evidente que alguno de los criados había sido mensajero del extraño mensaje.
Eran tres: el primero, que tenía por nombre Farrancho, servíame de mandadero, ayuda de cámara y también de amanuense en casos de mucha urgencia, y era hombre de honradísimos antecedentes, por su cacumen casi incapaz de Sacramento, pues discurría como una acémila, por su carácter moral apreciabilísimo al parecer. Jamás le cogí en mentira, ni en hurto, ni en falta alguna.
La segunda persona de mi servidumbre era una mujer, una venerable matrona bastante vieja y fea para no incurrir en deslices amorosos, bastante joven y aseada para servir bien y guisar mejor; Marta por lo diligente y entendida en cosas domésticas, Magdalena por lo piadosa. Había servido a monjas durante veinte años, con lo cual dicho se está que era la prudencia misma, la santidad personificada, la honradez en efigie. Jamás se ocupó de chismes domésticos, y parecía carecer del uso