Cuando bajaban la escalera, D. Patricio y su hijo salieron a ver la tristísima comitiva, y Fermina Monsalud quiso que Soledad entrase desde luego en su casa. Detuviéronla todos, procurando consolarla; pero ella insistió en bajar, y luchando con todas sus fuerzas, que no eran muchas, procuraba desasirse de los brazos de Sarmiento y Doña Fermina.
– Le soltarán pronto… No llore usted, niña – le decía el preceptor. – Este Gobierno es como Dios lo ha hecho… no persigue más que a los liberales… ¿Con que el señor Gil de la Cuadra era la mano derecha de Don Matías Vinuesa?…
Soledad bajó rápidamente, y tras ella Sarmiento. En la calle arrojose otra vez la joven en brazos de su padre, manifestando inquebrantable resolución de seguirle; pero las fuertes manos de los corchetes la separaron. Gil de la Cuadra, negándose a dar un paso en compañía de la soez cuadrilla, dejose caer en el suelo, y otra vez el egregio polizonte tiró de la soga.
– Tengo sed – dijo el anciano, respirando con ansia.
Delante de él estaba D. Patricio, con las manos a la espalda, fijando en el reo una mirada maliciosa y nada compasiva.
– Tengo sed – repitió Gil de la Cuadra.
– Sr. Sarmiento – dijo Monsalud vivamente, – en la escuela de usted hay una alcarraza con agua…
– Mire usted qué demonches de casualidad – repuso Sarmiento, sin moverse del sitio en que al anciano contemplaba; – se me ha olvidado dónde puse esta tarde la dichosa alcarraza.
– Subiré yo – dijo Soledad procurando sobreponerse a su pena.
– Subiré yo – dijo Monsalud tomándole la delantera con rapidez suma. – Aguarde usted abajo y procure calmar al pobre viejo.
Pocos instantes después, Salvador daba de beber a su amigo.
– La noche está fría – manifestó imperturbable y sin dejar su sonrisa picaresca el gran Sarmiento, – y cuando la noche está fría… y el tiempo fresco… pues no se tiene sed.
Los polizontes tiraron de la soga, acompañando su movimiento de ese chasquido de lengua que tan bien entienden los animales.
– Ánimo, amigo – le dijo Monsalud. – No olvide usted mi promesa.
Pareció que el infeliz colega de Vinuesa recibía ánimo y vida al oír estas palabras.
– ¡Pobre hija mía! – exclamó, bebiéndose las lágrimas que copiosamente corrían por sus mejillas.
– Solita es mi hermana – dijo Salvador, abrazándola. – Vamos: esto debe acabarse. Se reúne gente.
Cuadra se levantó con dificultad. En su espíritu había seguramente poderoso anhelo de colocarse a la altura de su situación, sofocando la ruin pusilanimidad que le abatía.
– ¡Mi hija!… ¡Mi pobre hija! – gritó, clavando los tristes ojos en el semblante de su joven vecino.
Con aquella mirada, su afligido corazón de padre dijo cuanto las circunstancias exigían que dijera.
Solita perdió el conocimiento. Sarmiento, que estaba a dos pasos de ella, la sostuvo en sus brazos.
– ¿En dónde pongo esto? – murmuró festivamente.
– Subiré a Soledad a mi casa – dijo Salvador tomando en brazos a la joven como si fuese un niño, – y después, Sr. Gil, le acompañaré a usted a la prisión.
Como lo dijo lo hizo, y poco después de medianoche todo estaba terminado.
VI
Todavía no se había descubierto el templo. No era aún la hora de la tenida, y los Hijos de la Viuda, descansando de las fatigas políticas en sus casas o en los cafés, esperaban que la luz astral de la noche marcase la hora propia para los trabajos del Arte Real. Los Maestros Sublimes Perfectos, los Valientes Príncipes del Líbano o de Jerusalén, los Caballeros Kadossch, los que antaño se llamaban Gerográmatas, los Hierorices, los Epivames, los Dadouques, los Rosa-Cruz de hogaño, los hermanos todos, desde el Terrible hasta el Sirviente; los aprendices, compañeros y maestros, desde los de mallete hasta los de cuchara, estaban ocupados en el ágape doméstico, o bien conversando con sus mopsses, jugando con sus lovatones o matando el tiempo en las reuniones profanas, lejos de la verdadera luz. Las estrellas no se habían encendido todavía, ni el mirto elusiaco exhalaba su aroma. Imperaba la rosa, emblema del silencio, y la imponente exclamación Ossé no había resonado aún bajo las bóvedas orientales. En una palabra (y hablando con claridad para inteligencia de los ignorantes), la sesión de la logia no había empezado todavía.
En la Caverna del Mithra, o sea el Universo, hay un punto que se llama Mantua, o Madrid, en cuyo punto es evidente la existencia de una calle llamada de las Tres Cruces. En esa calle, cualquier curioso, aunque no tenga sus oídos abiertos a la verdadera luz, podrá ver una tienda de sastre, y si penetra en ella para que el supremo arquitecto de las levitas le tome medida de una; si durante esta fastidiosa operación alza los ojos a la bóveda del firmamento, vulgo cielo raso, verá sin duda que por aquellos descoloridos y descascarados yesos se pasean soles, lunas, rayos que fueron de oro, cordones, triángulos, estrellas pitagóricas y otros signos. Al ver esto, sentirá en su alma profundísima emoción de respeto, y dirá: «Aquí estuvo el gran templo masónico en los tres llamados años, del 20 al 23».
Siguiendo nuestra relación (y dejando que pasen algunos días después de las escenas últimamente referidas, lo cual nos lleva a los últimos de Febrero de 1821), nos dirigimos allá. Es temprano: es la hora en que hierven los clubs, la hora en que Lorencini, La Cruz de Malta y La Fontana son otras tantas ollas donde burbujean con rumoroso y mareante zumbido las pasiones políticas, entre el chisporroteo de las envidias y el resoplido de las ambiciones. Todavía es temprano, porque los trabajos masónicos se abren (este tecnicismo obliga frecuentemente a no hablar en castellano) a hora más avanzada.
Aún está a oscuras el edificio de la calle de las Tres Cruces. Reconocemos el vestíbulo, la sala de Pasos perdidos, donde campean los Cuadros lógicos, y no hallamos persona viva. Óyense tan sólo los pasos de un hermano sirviente que va y viene, poniendo en su sitio las lámparas de aceite que bien pronto se han de llamar estrellas polares, astros o nebulosas. Por último, vemos que entra un hombre con ademán resuelto, como persona muy hecha a semejantes lugares, y observando que adelanta sin recelo alguno, nos apresuramos a seguirle, tomándole por guía en el laberinto de galerías y salas. El desconocido se acerca al sirviente, y después de saludarle con signos que no nos es posible determinar, pronunciando una especie de santo y seña, le hace esta pregunta:
– ¿Está el Sr. Canencia?
– En la Cámara de Meditaciones le hallará usted, Sr. Monsalud.
Le seguimos denodadamente, aunque el nombre de Cámara de Meditaciones nos da cierta comezoncilla de miedo, por haber oído que es un recinto pavoroso que hace enflaquecer el ánimo más esforzado. A pesar de esto, penetramos detrás del gallardo joven, y desde el mismo instante sentimos temblores y escalofríos al ver una habitación toda colgada de negro, no puede decirse que alumbrada, sino entristecida por macilenta luz. Damos diente con diente y el cabello se nos eriza al observar que en diversas partes de la triste estancia cuelgan, cual objetos en testero de tienda, cantidad de huesos y calaveras, y que medio esqueleto se apoya contra la pared, mirando con desconsuelo al otro medio, o sea los fémures y tibias que fueron de su pertenencia y ora yacen en el suelo.
En la sepulcral pieza hay una mesa, y junto a esta mesa se ocupa en burilar una plancha, o sea extender un acta (hablando a lo cristiano), un viejo de cabellos blancos. No atendemos a las demostraciones amistosas que hace a nuestro introductor ni a las palabras de éste; por ahora, atentos sólo al conocimiento del local, fijamos los atónitos ojos en algunos letreros que entre hueco y hueco adornan las paredes, y leemos: «Si vienes impulsado por una mera curiosidad o por otro móvil aún peor, retírate; no trates de descubrirla, porque penetraremos tus intenciones». Volvemos la cabeza, y nos sale al encuentro otro parrafillo: «Si tu conciencia está tranquila, ¿por qué sientes disgusto ante estos despojos que te recuerdan el