– Vivo regularmente; no como ustedes, los hombres mimados de la situación, que están hechos unos bajás.
– ¿Lo dices por mí? ¡pobre Aristogitón! – exclamó Canencia con filosófica humildad. – Yo no disfruto otras delicias de Capúa que las emanadas de un miserable destino en Correos. Pero estoy contento, contentísimo. Ya sabes que no soy ambicioso, que me precio de filósofo en la verdadera acepción de la palabra… Hijo mío, un pedazo de pan, un vaso de agua clara, un buen libro, un tiesto de flores: he aquí mis tesoros, he aquí mis necesidades, he aquí mi sibaritismo. Recordarás lo que dice el gran Juan Jacobo acerca de…
– Yo no recuerdo nada.
– Pues el filósofo de los filósofos dice que no hay verdadera felicidad sin sabiduría… ¡Oh!, ¿de qué sirven las grandezas humanas? Hasta el heroísmo es cosa que no tiene simpatías, porque, como dice el Ginebrino, «la continuidad de pequeños deberes bien cumplidos no exige menos fuerza moral que las acciones heroicas». Mira tú cómo un hombre humilde, que no va más que de su casa a la de Correos y de la casa de Correos a la suya o a la logia, y carece de esposa y de prole, puede ser un grande hombre, es decir, un sabio, o si lo quieres más claro, un hombre feliz… Que suban los comuneros, que bajen o suban o se estén quedos los masones… es cuestión que no me importa mucho. El zoquete de pan, la cántara de agua, el tiesto de flores y el buen libro no han de faltar. Convéncete, ¡oh joven inexperto!, de que la ambición no ocasiona más que disgustos y enfermedades en el hépate… en el hígado, para hablar claramente… Se me figura que tú estás carcomido por la ambición, ¿eh? Tú traes algo entre manos. Dime – añadió poniéndole la mano en el hombro con patriarcal cariño, – ¿por qué has escrito aquella carta a Campos, diciéndole que te retiras de la masonería y poniéndonos de oro y azul?… ¿Tratas de pasarte a los comuneros? Ahí tienes una apostasía que me parece tonta. Pareces un chiquillo. El creer que esto es una casa de locos no es motivo para querer salir de ella, señorito Aristogitón. Quédate aquí, quédate sin perjuicio de que, in foro conscientiae, te rías un poquillo de la parte externa, ¿entiendes? Yo también, si he de decirte la verdad, me río algunas veces.
– Pues si usted se ríe, amigo D. Bartolo – dijo Monsalud siguiendo el consejo del anciano, – es un hipócrita, porque usted es el hermano secretario y orador de la sociedad; usted es el erudito, el que explica las leyes de la masonería, el consultor general, el que lo sabe todo dentro de esta casa, el que ordena los ritos, el que explica lo que los demás no entienden; usted es el sacerdote, el mago, el patriarca, el senescal, el archimandrita, el santón, el hierofante o no sé qué nombre darle, porque no sé todavía qué especie de religión, secta o jerigonza es ésta. Usted es el que predica cosas enrevesadas y enigmáticas que no entendemos; usted es el que dibuja garabatos en los diplomas; usted, asistido de su ayudante, el señor Regato, fue quien puso aquí esos huesos y esas calaveras que están abriendo la boca para decir que las vuelvan a la tierra; usted escribió estos tarjetoncillos y puso las granadas abiertas, las columnas, los triángulos y la soga, y lo que llaman el Delta, el Sol, la Luna, el dosel, la J y la B, el cirio y demás signos y majaderías. Si después de hacer esto se ríe usted de los masones… vamos, se comprende en qué consiste el ser sabio y filósofo.
Durante el discursillo, el anciano Canencia sonreía socarronamente, acariciándose la barba. Cuando le tocó hablar volvió a poner su mano en el hombro del amigo, y bondadosamente le dijo:
– Tú no sabes que al pueblo, al vulgo, al común de las gentes, o como quiera llamarse a esa turbamulta ignorante e impresionable, es preciso meterle las ideas por los ojos? Ya es un gran adelanto que hayamos desterrado los símbolos y fórmulas absurdas de las religiones. Para inculcar en esas cabezas de estuco el culto y veneración del Ser Supremo hay que proceder con paciencia. ¿Hemos de decirles que lo mejor es adorar a Dios bajo la bóveda de los cielos? No, mil veces no; mientras haya hombres es preciso que haya simbolismos, y mientras haya simbolismo es preciso que haya imágenes, o a falta de imágenes, garabatos, cositas raras y de difícil inteligencia… Vaya, amiguito, no repitas la vulgaridad de que soy un farsante. Equivaldría esta calumniosa especie a llamar farsantes al Papa y demás gigantones del catolicismo, y no lo son: dentro de su esfera, bajo su punto de vista, no lo son… Lo que yo siento es que la gente va perdiendo el respeto al ritual, y llegará día en que miren todo esto como miran los curas dentro de la sacristía los objetos de su oficio. ¡Pícara humanidad! Verdaderamente es una bestia. No se la puede tratar sino a palos. Acá para entre los dos, Aristogitoncillo de mil demonios, desde que se planteó aquí la libertad, voy creyendo que Atila, Omar, Felipe II y Bonaparte han tratado a los hombres como se merecen. ¡Mientras todo no vuelva al estado primitivo!… Pero tú no entiendes de esto, ¿no es verdad? ¡El estado primitivo! ¡Ah! ¡Imagínate el estado anterior a este funesto pacto que hemos hecho para destrozarnos los unos a los otros y hacernos todo el daño posible!… No hay nada comparable al pacto. La verdadera sabiduría debe dirigirse a ese fin; un fin, muchacho, que consiste en volver al principio. Mas no puede formar idea de esto quien está devorado por la ambición y tiene lleno el espíritu de ansiedades mundanas, en vez de conformarse a vivir modesta y primitivamente con un pedazo de pan y un vaso de agua cristalina, un tiesto de flores y un buen libro…
Monsalud no podía tener la risa. Durante un rato, Canencia, poniéndose las antiparras, siguió burilando, o sea escribiendo la plancha, o mejor, el acta.
– Tú te ríes – dijo en el momento en que echaba polvos para volver la hoja – porque crees que ganarse la vida de esta manera no cuesta trabajo. Niño mimado de la fortuna, yo quisiera saber qué sería de ti sin la prebenda que tienes en casa del duque del Parque.
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