Salvador prestando escasa atención a las palabras del maestro, escribió despacio y con largos descansos lo siguiente:
«Dispensad, H.·. y M.·. Q.·. H.·. la libertad con que os manifiesto mi pensamiento después de saludaros con los s.·. y b.·. c.·. en este Or.·. de Madrid.
«Faltaría a los más altos deberes si no me negara a aceptar vuestros ofrecimientos y la misión que me encomendasteis, porque estando convencido de que ese Or… es un centro de libertinaje y de anarquía, y tal como está organizado produce efectos contrarios a los verdaderos principios liberales, deseo que se me considere como H.·. D.·. y se aparte mi humilde persona de todos los trabajos de la O.·. Quizás sea mío el error y no de los de V.·. H.·. pero…».
Al llegar a este punto se detuvo, recorrió con la vista lo escrito, hizo un gesto de disgusto, y, rompiendo el papel, empezó a escribir otro.
– ¿No sale, no sale la cartita? – dijo D. Patricio, sonriendo. – Se conoce que es de amores. No a todos los mortales es dado manifestar elegantemente sus pensamientos en forma literaria. ¿Quiere usted que vea si puedo yo sacarle del paso?
– Gracias; no es preciso… ¿Con que decía usted, Sr. D. Patricio, que el Rey…?
– No aprende nunca. Veremos qué tal efecto produce la amonestación de esta tarde. Observe puntualmente la Constitución; sea amigo del pueblo; ame la libertad como la amamos todos, y entonces no habrá más que aclamaciones y flores… Pero ¿estuvo usted anoche en Malta?
– Yo no voy a ese manicomio.
Y en La Fontana? Dicen que van a cerrar los cafés patrióticos.
– Harán bien.
– Bien sé que usted al hablar de este modo, lo hace por espíritu de oposición, y que dice lo contrario de lo que piensa. Es particular que le parezcan a usted detestables esas sociedades tan propias de un pueblo libre, y que se le antojen majaderos y charlatanes los hombres eminentes que en ella derraman el fructífero rocío de la palabra constitucional. Si no conociese el gran entendimiento de usted…
El joven siguió escribiendo sin atender a las palabras del dómine. Pasó un rato, durante el cual uno y otro callaron. Después, Monsalud rompió por segunda vez el papel escrito y empezó otro.
– Vamos, que está durilla esa oración primera de activa. Ya van dos pliegos rotos.
– Antes me dejaré matar – dijo Monsalud en un arranque espontáneo – que contribuir a este desorden y figurar en una sociedad que es un hormiguero de intrigantes, una agencia de destinos, un centro de corrupción e infames compadrazgos, una hermandad de pedigüeños…
– ¡Ah, ya veo, ya comprendo de quién habla usted! – exclamó Sarmiento, soltando rápidamente la escoba y sentándose frente a su amigo. – Esos intrigantes, esos compadres, esos pedigüeños, esos hermanos son los masones. Bien, muy bien dicho; todas esas picardías las he dicho yo antes que usted y las repito a quien quiera oírlas. El Grande Oriente perderá a España, perderá a la libertad, por su poco democratismo, sus transacciones con la Corte, su repugnancia a las reformas violentas y prontas, su templanza ridícula, su orgullo, su justo medio, su doceañismo fanático, su estancamiento en las pestíferas lagunas de lo pasado, su repulsión a todo lo que sea marchar hacia adelante, siempre adelante, por la senda constitucional. O hay progreso o no lo hay. Si lo hay, si se admite, fuerza es que demos un paso cada día, que a cada hora desbaratemos una antigualla para construir una novedad, que a cada instante discurramos el modo de dar al pueblo una nueva dosis de principios, y que no se aparte de nuestra mente la idea de que hoy hemos de ser más liberales que ayer y mañana más que hoy… Pero ¿se ríe usted?
– No, no me río. Oigo al Sr. D. Patricio con muchísimo gusto.
– Adelante, siempre adelante – añadió Sarmiento con calor. – En virtud de este criterio, yo y todos los verdaderos patriotas hemos dado de lado a la masonería para fundar la grande y altísima y por mil títulos eminente y siempre española sociedad de Los Comuneros.
– He estado mucho tiempo fuera de Madrid – dijo Salvador, – y al regresar he oído hablar mucho de esa nueva hermandad. Por lo visto, el Sr. Sarmiento pertenece a ella. Sírvase usted explicarme en qué consiste.
– ¡Explicar! ¿A qué vienen esas explicaciones? ¿Por qué no ha de conocer usted de visu lo que difícilmente podrá comprender ex audita? Véngase usted conmigo. Le presentaremos en la sociedad, le haremos caballero de Padilla, y para mí será tan grande honor presentarle como para la Confederación recibirle.
– ¡Confederación! ¡Padilla! ¿Qué ensalada es ésa?
– En el primer artículo de los estatutos se dice que nos reunimos y nos esparcimos por el territorio de las Españas con el propósito de imitar las virtudes de los héroes que, como Padilla y Lanuza, perdieron sus vidas por las libertades patrias.
– ¿Y la Confederación se divide en talleres?
– ¿Qué talleres? Eso es cosa de artesanos. Aquí todos somos caballeros. Llámase nuestro jefe el Gran Castellano; la Confederación se divide en Comunidades, éstas, en Merindades; éstas, en Torres, y las Torres en Casas Fuertes. Todo es caballeresco, romancesco, altisonante. Si la masonería tiene por objeto auxiliarse mutuamente en las pequeñeces de la vida, nosotros nos reunimos y nos esparcimos, asimismo se dice… para sostener a toda costa los derechos y libertades del pueblo español, según están consignados en la Constitución política, reconociendo por base inalterable su artículo 3.º Nada de empeñitos; nada de lloriqueo de destinos ni de asidero de faldones. El artículo 17 del capítulo 2.º, dice que ningún caballero interesará el favor de la Confederación para pretender empleos del Gobierno. ¿Qué tal? Esto se llama catonismo. ¡Hombres incorruptibles! ¡Pléyade ilustre! Tenemos Código penal, alcaides, tesoreros, secretarios. Nuestras logias se llaman Fortalezas, a las cuales se entra por puente levadizo nada menos. La admisión es peliaguda. Está mandado que al iniciar a alguno no se revele nada del objetivo y modo de la Confederación; pero yo le digo a usted todo, todito, porque confío en su discreción y prudencia.
– ¿Y se puede ver eso? ¿Se puede ir allá? – dijo Salvador, demostrando curiosidad. – Supongo que habrá juramentos y pruebas…
– Le presentaré, Sr. D. Salvador. Nuestra Confederación se honrará mucho con que usted entre en ella.
– No; preguntaba si se puede ir a las Fortalezas como se va al teatro, para ver, para reírse un rato.
– Amigo mío – dijo Sarmiento con gravedad, – no es cosa de risa una sociedad donde se jura morir defendiendo a la patria y donde se cumple lo que se jura.
– Eso es lo que no se ha probado todavía.
– Yo se lo probaré a usted, se lo probaré – exclamó vivamente Don Patricio, apoyándose en la escoba como un centinela en el fusil.
– Si usted me hiciera el favor… – indicó sonriendo Monsalud.
– ¿De probárselo?
– No; de callarse. Un momento nada más, queridísimo amigo mío.
– Si no digo una palabra… Escriba usted – indicó el maestro, recomenzando su interrumpida tarea. – Voy a purificar mi escuela, a barrer, digámoslo así, mientras usted escribe la carta. ¿Quiere usted que se la dicte?
– No,