– Mi primo no ha dicho que no vendrá.
– No lo ha dicho; pero ello es que no viene. Quiere romper su compromiso de una manera evasiva. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última carta?
– No lo recuerdo bien – dijo Sola, demostrando que no dedicaba sus ocios a llevar la cuenta de las cartas que escribía el desnaturalizado primo.
– Pues yo sí lo recuerdo. Hace cinco meses y tres días… ¿Qué quiere decir este silencio?
– Que no tiene ganas de escribir, o que está preparando su viaje.
– No te hagas ilusiones; repito que no te hagas ilusiones. En la realidad no puede haber, no hay fantasmagorías. La cuestión es la siguiente…
– Sí, ya lo sé – dijo Soledad riendo.
– Mi pobre hermana, que murió hace cinco años, me dijo en los últimos días de su vida: «deseo ardientemente que mi hijo se case con tu hija…».
– Y usted le contestó: «Yo también deseo que mi niña se case con tu niño…». Sí, ya sé; no es la primera vez que oigo ese cuento.
– Mi hermana y yo tratamos del asunto largamente. Hallábamos las cualidades más apreciables en uno y otro. Ella te creía un ángel del Cielo. Yo veía en su hijo un enviado de Dios. ¡Admirable plan, que ha dado alientos por mucho tiempo a mi cansada vida! He soñado con ese matrimonio, como sueña el mozalbete con la mujer que adora. Después de muerta su madre, Anatolio confirmó con una promesa solemne aquel sagrado testamento moral de la difunta Paula. Yo tuve que marchar a Francia, después fui a La Bañeza, después vine aquí, y en todas partes recibía cartas de mi sobrino, sin que en ninguna de ellas faltase la palabreja o el parrafillo dedicados a ti y al dulce proyecto. Incitábale yo a que viniese, pero él me contestaba que el servicio militar le retenía en Asturias y que se holgaba de ello para poder estar al cuidado de su hacienda en estos tiempos tan revueltos.
– Pero no por eso dejaba de escribirnos y de hablar de la boda… ya, ya sé.
– Después de la época tristísima de mi desgracia, de mi prisión, de nuestra deshonra y pobreza, querida hija mía, he sabido que Anatolio, sirviendo lealmente en el ejército, pasó a la Coruña, después a Santander y Santoña; pero se ha olvidado de nosotros, de su promesa, del deseo de aquella santa mujer su honrada madre. ¿Y sabes tú lo que es esto?
– Esto no es nada, padre – dijo Soledad tratando de calmar la agitación nerviosa del desgraciado D. Urbano, – esto no es más sino que el servicio no le deja tiempo para tomar la pluma.
– No, no, no – exclamó el anciano con ardor. – Te repito que no te forjes ilusiones. En la realidad no hay fantasmagorías.
– En la realidad hay mil cosas que no se comprenden.
– Lo cierto es que hace cerca de un año que no nos escribe. Desde que regresamos a Madrid no hemos visto su letra. Lo que te he dicho… Nuestra pobreza, nuestro decaimiento son la causa de su desvío. ¡Perro mundo y perra humanidad! No existe, no, una sola alma generosa.
– Sí existe, padre.
– Te digo que no existe. Tú no conoces la espantosa realidad de este mundo; tú no conoces este lodazal en que yacemos. ¡Ay! Cuando se escribió el libro de Job se trazó la pintura del mundo. Anatolio ha visto nuestro muladar y nos desprecia. Quizás si nos viera, me echaría en cara culpas que no he cometido, o que si han sido cometidas deben ser perdonadas.
– Pues si se avergüenza de nosotros, no debemos pensar más en él… y se acabó.
– Tonta, ilusa, ¿qué estás diciendo? ¿Tú has pensado lo que va a ser de ti luego que yo me muera?… ¿Tú sabes que el abuelo de Anatolio ha fallecido hace cuatro meses?
– Sí, y que mi primo ha heredado una hacienda regular.
– ¿Una hacienda regular? Una hacienda con la cual hubieras vivido como una reina – exclamó Cuadra oprimiéndose el cráneo con ambas manos. – Porque esa hacienda debía ser para ti, porque Anatolio debía casarse contigo como lo mandó su madre.
¿Y si le ha gustado más otra?
– ¡Horror! ¡Qué despropósito dices! ¡Conque ese miserable será capaz de entregar a otra su mano, su corazón, su casa, su hacienda… que debían ser para ti, sí, para ti, lo repito mil veces!
– Eso sí que es vivir de ilusiones, eso sí que es vivir de fantasmagorías. ¿A eso llama usted realidad?
– No… yo he soñado, he soñado como un insensato, como un niño, como un rapaz enamorado – dijo D. Urbano secando las lágrimas que corrían por sus flacas mejillas. – Yo he soñado durante algún tiempo que tú ibas a ser señora de una hermosa casa, que ibas a tener criados, magníficas praderas, vacas, mieses, bosques. Pero ese joven nos ha hecho traición… porque es una traición, una alevosía.
– Si ese joven se ha creído dueño de su propio destino, padre, ¿qué le vamos a hacer? ¿Hemos de irritamos por eso? ¿Por qué hemos de dudar de Dios? Yo le juro a usted que renuncio de buena gana a los prados, a la hermosa casa y a las vacas de leche. Todo lo doy con gusto en cambio de la tranquilidad de nuestro espíritu que es la hacienda mejor de todas.
– ¡Desgraciada! Tú no sabes lo que es la orfandad, la soledad; tú has olvidado que muerto yo, no tendrás amparo alguno en el mundo.
– Pues yo estoy segura de que lo tengo; y de que lo tendré.
– ¿Tú?… estás loca. No conoces el mundo.
– Lo conozco.
– ¿En qué esperas?
– En Dios.
– Las calles están llenas de mendigos, de niños abandonados, de infelices muchachas que se han prostituido. ¿Dónde está Dios que no les ampara?
– ¿Qué sabe usted si les ampara o no?
– Sé lo que es el mundo… ¡Dios de los cielos! ¿Qué faltas he cometido yo para tan inmenso castigo? ¡Tener horror a la vida por mi miseria, por mi desgracia, por mi infamia… y al mismo tiempo tener horror a la muerte porque muriendo, dejo a mi pobre hija en la miseria, sola y sin arrimo! ¡No poder vivir… ni morir!
El anciano rompió a llorar. Solita no dijo nada, porque lo que podía decir no hubiera convencido al taciturno, y lo que le habría convencido no podía ser dicho. Abrazó a su padre y se confundieron las lágrimas de uno y otro.
Un ruido extemporáneo en lo interior de la casa les sacó de la sombría contemplación de su desgracia.
VI
Oíase la voz de Naranjo que era áspera y chillona. Oíase otra voz bronca y hueca que tenía las sonoras y retumbantes inflexiones de la elocuencia.
– Como lo cortés no quita a lo valiente – decía Naranjo, – bien venido a mi casa sea el Sr. D. Patricio. Dígame en qué puedo servirle.
– Todo Madrid, Sr. Naranjo, todo Madrid – decía Sarmiento, – sabe que no somos amigos. Cada cual tiene sus ideas, y como en las ideas no se transige… Pero una cosa es la política y otra la cortesía.
– Siéntese el buen Sarmiento.
– Gracias, Sr. de Naranjo.
En la habitación que a este servía de sala de recibo estaba Sarmiento vestido con uniforme de miliciano nacional, gran casaca azul de botón de plata, con las iniciales M. N. en el cuello; descomunal morrión en forma muy semejante a la boca de una pieza de artillería y adornado de flamantes cordones; correaje blanco cruzado en el pecho, sable y cartuchera. Con tales arreos la enhiesta figura del maestro de escuela parecía agrandarse, extenderse, crecer, tocar las nubes, y en