Vaciló el digno Sr. Salvato un momento, sin saber si admitir o rechazar la oferta, estando, por razón de su perplejidad, un buen rato con el acero levantado, como aparecen en las estatuas conmemorativas de heroicos hechos los grandes capitanes y conquistadores; pero al fin decidiose por la admisión, y poniendo el sable sobre la mesa, pronunció estas palabras: «Las Cortes admiten con singular aprecio este acero, fasto vivo del pronunciamiento de la libertad y trofeo del héroe predilecto de ella».
Más tarde el Congreso se avergonzó de su debilidad; comprendió la ridiculez de la escena que había consentido, y no sabiendo qué hacer del malhadado sable, devolviolo a su dueño para que defendiese con él la amenazada Constitución.
¡De esta manera querían establecer en España lo más serio, lo más imponente que existe, la libertad! ¡De esta manera querían infundir la dignidad de los hombres libres a un pueblo que conservaba la forma del absolutismo, como conserva el amasado yeso la figura del molde de que acaba de salir!
El Gobierno, concluido el acto, cayó en la cuenta de la mucha ridiculez de este. Era preciso borrarlo de la memoria de todos; era preciso echarle tierra encima, es decir, discursos, para que con las agitaciones de un debate fuese puesto en olvido. Abriose la discusión sobre el tema puesto a la orden del día, y Su Excelencia el duque del Parque se puso pálido. Mirando a la tribuna, vio a su fiel secretario y amigo, cuya presencia y animado semblante servíanle de consuelo. Evocó su serenidad; razonó consigo mismo durante breves minutos, considerando cuán bien y con cuánto despejo suelen hablar algunos tontos; hizo memoria de todos los consejos y recetas que su secretario le había dado, y midiendo con atrevida mirada ese abismo inmenso e imponente que separa el mutismo de la palabra, el silencio del discurso, arrojose resueltamente a la otra orilla. Empezó muy bien y era escuchado con atención.
El secretario a su vez, aunque no empezaba ningún discurso, sentía emociones muy vivas, no ciertamente por la ceremonia que acababa de presenciar. Esta no había concluido, cuando Monsalud vio en la tribuna de enfrente a una persona cuya presencia embargó de súbito sus facultades, dejándole atónito y confuso. Estupor más grande no lo tuvo en su vida. Fijó bien la atención, creyendo equivocarse; pero una observación prolija le convenció de la realidad de la imagen percibida. A un tiempo mismo llenaban su espíritu secreto alborozo y una especie de terror instintivo, al cual podía hallar de pronto justificación cumplida. Miraba a la persona y sus ojos sorprendieron la furtiva mirada de ella. Trató de sobreponerse a un dominio que era de su agrado, y a sentimientos que con pasmosa rapidez principiaban a subyugarle; pero a la medida de sus esfuerzos crecían su debilidad y la esclavitud de su ánimo. Esto y lo que pasa a los peces cuando tiran del anzuelo para librarse de él, es una misma cosa.
Y en tanto el Duque navegaba por el piélago inmenso de su discurso. Había afrontado impávido y sereno, los escollos del exordio y entrado en la exposición que le ofrecía su ancho campo cerúleo, despejado, claro y llano como un mar sin olas; pero de pronto, ¡oh perversidad de los hados que protegen la oratoria! ¡oh picardía de la maligna Palas! el Duque tropezó, equivocando una oración por otra y enredándose en una palabra. Mascó durante breve rato, tratando de salir del paso por medio de un esfuerzo de ingenio; mas para esto era necesario improvisar, y Su Excelencia no era fuerte en la improvisación. ¡Qué lástima, equivocarse precisamente cuando iba a examinar con crítica aguda la conducta del Ministerio; equivocarse cuando Alcalá Galiano e Isturiz estaban mudos de asombro ante aquel ignoto prodigio de elocuencia que tan inesperadamente aparecía!
El del Parque sintió que su frente se cubría de sudor; trató de recordar, llamó la memoria; pero el discurso había desaparecido ante los ojos de su entendimiento; se había borrado por completo y en su lugar una inmensidad negra, horrendo caos sin una línea, sin una idea, sin un rasgo se extendía ante el atribulado espíritu del orador.
Al verse perdido, miró a la tribuna, esperando que la presencia de su amigo, devolviéndole la serenidad, le devolviese el evaporado discurso, pero entonces su angustia fue más grande. El amigo, el secretario, el confidente había desaparecido.
Entonces el Duque sintió un mareo espantoso; en su garganta formose un nudo; miró al Presidente con desesperación, con angustia, como un náufrago que pide socorro.
Los diputados todos le observaban, aguardando a ver en qué pararía aquello. Su Excelencia tartamudeó excusas que nadie pudo comprender, y al fin exclamó con voz clara:
– Señores diputados, señor presidente… He dicho.
V
Después de arrastrar miserable vida durante todo el año 21 en un lugar del camino de Francia, D. Urbano Gil de la Cuadra pudo volver a la corte tolerado, si no perdonado por la policía. Amparole para esto un generoso desconocido a quien él creía compatriota suyo, y que, interesándose por él, le pudo conseguir lo más parecido a un indulto, o sea la negligencia del Gobierno. Favorecidos por aquella negligencia que tan caritativa era en el asunto de Gil de la Cuadra, mil y mil pillos conspiraban por el triunfo de todas las banderas conocidas.
Favoreció también a nuestro desgraciado reo un individuo a quien pronto conoceremos y que se hacía pasar por amigo de D. Víctor Sáez, confesor de Su Majestad. Llamábase Naranjo y era, como D. Patricio Sarmiento, maestro de primeras letras, existiendo entre los dos, con la igualdad de profesión o industria, una rivalidad tan fuerte y, aunque disimulada, tan rabiosa, que para hallarla semejante sería preciso revolver los antiguos odios corsos o el antagonismo clásico de griegos y troyanos en los tiempos oscuros.
Naranjo fue generoso con Gil, pues, además de trabajar en su reducida esfera, para que pudiese volver a la corte, arrancándole de los miserables pueblos del Norte de Madrid, le dio asilo en su misma casa y calle de las Veneras, a ochenta y tres escalones más arriba del local de la escuela y en un departamento estrecho pero independiente del propio domicilio del dómine. De tres o cuatro piezas tan sólo disponía Gil; mas el buen orden de su hija había hecho de ellas un recinto casi decente y casi cómodo, utilizando los pobres trastos que conservara de su antigua casa y algo que allegó con el favor de una providencia desconocida de todos los vecinos, aunque no de nosotros.
El desgraciado D. Urbano no salía de su casa a ninguna hora del día ni de la noche, y rara vez ponía los pies fuera de la pieza que escogió para su albergue, y que era triste y oscura como una mala noticia. Había adaptado su organismo a un sillón que le servía de concha, y en él la cabeza calva, el rostro pálido y extenuado, los cansados ojos, las manos flacas, los brazos negros, permanecían largo rato en inmovilidad casi absoluta, en medio de un silencio semejante al de cualquier alcoba mortuoria.
De pronto movía la cabeza, miraba hacia afuera y el patio lóbrego y sucio al cual daba su ventana, ofrecíale el grandioso paisaje de dos o tres cocinas medianeras. Allá arriba se veía, sí, un recorte irregular y azul lleno de luz y de belleza: era el cielo. Gil de la Cuadra lo miraba hasta que el dolor del torcido pescuezo obligábale a sumergir su contemplativa mirada en el fondo del patio. Allí todo era lobreguez, horror, vapores infectos, un detestable olor a almíbar. Hervía el azúcar en las cazuelas y un negro cíclope del dulce labraba yemas y azucarillos en aquella caverna húmeda y acaramelada. Las coplas obscenas que cantaba y el vaho de tal industria se unían en conjunto muy desagradable.
El anciano leía a ratos. No escribía nada. Sus libros eran las novelas de la época, entre ellas el Werther y La nueva Eloísa; también Las noches. Aquel espíritu fatigado se rebelaba contra las lecturas serias, entregándose con deleite a un pasatiempo que le producía fuertes excitaciones de la sensibilidad y de la fantasía. El aplanamiento de la vida y la rápida decadencia habían determinado en hombre tan infeliz el retroceso senil, que consiste en una especie de renovación enfermiza de la niñez. En aquella edad y circunstancias, en tal estado de cuerpo y alma, Gil de la Cuadra soñaba, mejor dicho, idealizaba.
Cuando su hija estaba en la casa, que era lo más común, solía dialogar con ella, aunque no mucho, a pesar de los esfuerzos de Sola por entablar conversaciones sobre temas lisonjeros; pero ya en los días a que alcanza nuestra descripción, que son los