– Precisamente heroísmo no, Sr. D. Patricio – dijo Pujitos con embarazo. – Yo le contaré a usted… Lucas…
– Heroísmo ha habido: no me lo niegues, porque yo conozco muy bien la raza de leones de que viene mi hijo, yo sé qué casta de bromas gastamos los Sarmientos con el enemigo en un campo de batalla. Si por modestia callas las acciones homéricas en que tú has tomado parte, haces mal, que al fin y al cabo todo se ha de saber, y si no ahí están los historiadores que en un abrir cerrar de ojos desentrañarán lo más escondido.
– Si no ha habido acciones heroicas ni cosa que lo valga, hombre de Dios – objetó Pujitos con pena. – Nosotros estábamos en Málaga con el general Zayas, cuando este representó a las Cortes al tenor de lo que dijo Ballesteros al capitular; ¿usted me entiende? Vino entonces Riego mandado por las Cortes, tomó el mando y nos llevó contra Ballesteros; ¿usted me entiende?
– Y entonces se trabaron esas crueles batallas que yo imagino.
– No hubo más sino que el general llevaba el encargo de inflamarnos… Sí señor, de inflamarnos, porque todos estábamos muy abatidos y sin ganas de guerra, porque la veíamos muy negra.
– ¿Y os inflamó?
¿Cómo se puede inflamar la nieve? Fuimos en busca de Ballesteros y le hallamos en Priego. Allí se armó una…
– ¡Corrieron mares de sangre!
– No señor. Todo era ¡Viva Ballesteros! por un lado, y por otro ¡Viva Riego! Nos abrazamos y los generales conferenciaron. Como no se pudieron avenir, Riego arrestó a Ballesteros.
– Bien hecho, muy bien… ¿Y Lucas?
– Lucas tan bueno y tan sano… Era aquella la mejor vida del mundo, porque como no había balas sino conferencias… Pero un día se presentó delante de nosotros Balanzat y tiros van tiros vienen… Desde entonces perdió la salud el pobre Lucas, porque le entró como un súpito y se quedó frío y yerto, temblando y quejándose de que le dolía esto y lo otro.
– ¡Desgraciado hijo mío! Su principal pena consistiría en no poder batirse en primera fila.
– Puede que así fuera. Lo cierto es que empezó a decaer, a decaer, y la calentura seguía en aumento, y deliraba con los tiros. Riego abandonó el campo; nos fuimos con él y el pobre Lucas parecía que recobraba la vida según nos íbamos alejando de las tropas de Balanzat. El general fue perdiendo su gente porque oficiales y soldados desertaban a cada hora. ¡Qué tristeza, Sr. D. Patricio! Pero el pobre Lucas se alegraba y decía: «Amigo Pujos, esto parece que acabará pronto». Había mejorado bastante, y estaba limpio de calentura… Pero de repente cuando íbamos cerca de Jaén, aparecen los franceses…
– ¡Oh! ¡Me tiemblan las carnes al oírte! ¡Cómo correría la sangre en ese glorioso cuanto infausto día!
– Más corrieron los pies, Sr. Sarmiento. Yo, la verdad sea dicha, no fuí de los que más corrieron, porque no podía abandonar al pobre Lucas, que se descompuso todo, y se quedó en un hilo. Arrojamos los fusiles que nos pesaban mucho y nos refugiamos en una casa de labor. ¡Ay, pobre amigo mío! Le entró tal calenturón que su cuerpo parecía un volcán, perdió el conocimiento, y a las treinta horas…
– No sigas que se me parte el corazón – dijo D. Patricio con voz entrecortada por los sollozos. – ¡Cuánto padecería al ver que su mísero estado corporal no le permitía batirse! ¡Qué lucha tan horrenda la de aquella alma de león, al sentirse sin cuerpo que la ayudara!
– El pobrecito en su delirio nombraba a los franceses y se metía debajo del jergón. Serían las doce y media de la noche cuando entregó su alma al Señor…
– ¡Ay, parece que me arrancan las entrañas! Calla ya.
– Yo caí prisionero, fuí herido de un bayonetazo, y después de tenerme algunos días en un calabozo de la Carolina me metieron en este carro. Por el camino se nos unió el general preso y herido también, y juntos hemos llegado aquí. Dicen que nos van a ahorcar a todos.
– Eso es indudable – contestó Sarmiento en tono que más era de satisfacción y orgullo que de lástima. – ¡Fin lamentable, pero glorioso! ¿Qué mayor honra que morir por la libertad y ser mártires de tan sublime idea?
Pujitos, que sin duda no había dado hospedaje en su pecho a tan elevados sentimientos, suspiró acongojadamente.
– Bendice tu muerte, hijo mío – añadió Sarmiento, extendiendo hacia él sus venerables manos, en la actitud de un sacerdote antiguo, – bendice tus nobles heridas, pregoneras de tu indomable valor en los combates. Has sido atravesado de un bayonetazo, y además tienes heridos la cabeza y el brazo.
– Esto que tengo en el arca del estómago es fechoría de un francés a quien vea yo comido de perros. Lo de la cabeza es una pedrada, y lo del brazo un mordisco. En los pueblos por donde hemos pasado nos han recibido lindamente, señor. Como los curas salían diciendo que estábamos todos condenados y que ya nos tenían hecha la cama de rescoldo en el infierno, no había para nosotros más que palos, amenazas y pedradas. En Santa Cruz de Mudela nos dieron una rociada buena. El general y yo salimos descalabrados, y gracias a que los carros echaron a andar; que si no, allí nos quedamos como San Esteban. En Tembleque nos quisieron matar, y si la tropa no nos defiende a culatazos, allí perecemos todos. Hombres y mujeres salían al camino aullando como lobos. Uno que debía de ser pariente de caníbales, después de molerme a coces y puñadas me clavó los dientes en este brazo y me partió las carnes… ¿Qué ganará el Rey absoluto con esto? Mala peste le dé Dios… Pero dicen que todo esto es por obra y gracia de los condenados frailes… ¿Es verdad, Sr. D. Patricio?
– Hijo mío, mucho me temo que esos bribones se venguen ahora de lo que les hicimos con razón. Y no serán como nosotros, generosos y templados en el condenar, sino fieros, vengativos y sanguinarios cual líbicas hienas… Hemos de ver lo que nadie ha visto, ¡por vida de la ch…!
No pudo seguir su frase el buen preceptor, porque un voluntario realista se acercó al carro y brutalmente gritó:
– Atrás, D. Camello, o le parto… ¡fuera de aquí, estantigua!
Sarmiento corrió dando zancajos hacia el parador. Con su gran levitón, cuyos faldones se agitaban en la carrera, parecía una colosal ave flaca que volaba rastreando el suelo. Después de recoger del fango su sombrero que había perdido en la huida, confundiose entre la multitud para estar más seguro. Entonces oyó al coronel Garrote dar esta orden al capitán Romo.
– Siga adelante el convoy. Custódielo usted con su media compañía. Tengo orden de que no entre en las calles de Madrid. Pase el río; tome la ronda a la izquierda hacia la Virgen del Puerto; adelante siempre, y subiendo por la cuesta de Areneros, diríjase al Seminario de Nobles, donde esperan a los presos. En marcha, pues. Guárdense los curiosos de seguir al convoy porque haré fuego sobre ellos. Marche cada cual a su casa y buenas noches.
El convoy se puso en movimiento, carro tras carro, oyéndose de nuevo el rechinar áspero y melancólico de los ejes, que aun desde muy lejos se percibía clarísimo en el tétrico silencio de la noche. Los farolillos recogíanse poco a poco en el cuerpo de guardia como luciérnagas que corren a sus agujeros; se apagaron las hachas y se extinguieron los graznidos, cayendo todo en una especie de letargo, precursor del profundo sueño en que termina la embriaguez.
Sarmiento se alejó de allí, y antes de tomar el camino de los Ocho Hilos para subir a la puerta de Toledo, parose para ver los carros que ya a mediana distancia iban por el paseo Imperial. Bien pronto dejó de verlos, a causa de la oscuridad, mas conocía su situación por el farolillo que el vehículo delantero llevaba. Con voz sorda habló así el viejo patriota:
– ¡Oh!