– Basta de bromas, basta, repito – vociferó Sarmiento tomando el aire y tono tragi-cómicos que empleaba al reprender a los alumnos. – Yo soy un hombre formal… De mí no se ríe nadie y menos una chiquilla loca… Ea, niña sin juicio, abra usted si no quiere saber quién es Patricio Sarmiento.
– Un loco, un majadero, un vagabundo de las calles, a quien es preciso recoger por caridad y encerrar por fuerza, para que no se degrade en las calles como un pordiosero, haciendo el saltimbanquis y muriéndose de miseria, ya que por el estado de su cabeza no puede morirse de vergüenza.
Esto le dijo la muchacha con tanta seriedad y entereza, que por breve rato estuvo el patriota aturdido y confuso.
– Aquí hay algo, aquí hay algún designio oculto que no puedo comprender – afirmó el anciano, – pero que tiene por objeto, sí, tiene por objeto impedir una resolución demasiado ruidosa y que quizás perjudicaría al absolutismo.
Otra vez se echó a reír Sola de tan buena gana, que Sarmiento se enfureció más.
– Por vida de la Chilindraina – gritó agitando sus brazos, – que si usted no me da la llave, la tomaré yo donde quiera que se encuentre.
– Atrévase usted – dijo Soledad con festiva afectación de valor, incorporándose en su asiento. – Mujer y sin fuerzas no temo a un fantasmón como usted… Quieto ahí, y cuidado con apurarme la paciencia.
– Señora, no puedo creer sino que usted se ha vuelto loca – gruñó Sarmiento con sarcasmo. – ¡Querer detener a un hombre como yo! No sabe usted las bromas que gasto. Repito que aquí hay una conjuración infame… ¡Oh! si es usted hija del conspirador más grande que han abortado los despóticos infiernos… ¡Ah, taimada muchachuela! ahora me explico a qué venían los chocolatitos, la ropita blanca, el buen cocido y mejor sopa… ¡Quite usted allá! ¿Cree usted que con eso se ablanda este bronce? ¿Cree usted que así se abate esta montaña? ¿Soy yo de mantequillas? Aunque fuera preciso derribar a puñetazos estas paredes y arrancar con los dientes esos cerrojos del despotismo, yo lo haría, yo… porque he de ir a donde me llama mi hado feliz, y mi hado, fatum que decían los antiguos, se ha de cumplir, y la víctima preciosa inscrita en el eterno libro no puede faltar, ni la sangre redentora puede dejar de derramarse, ni la libertad ha de quedarse sin la víctima que necesita. De modo que saldré, pese a quien pese, aunque tenga que emplear la fuerza contra miserables mujeres, lo que es impropio de la nobleza de mi carácter.
– ¿Se atreverá usted?
– Sí; deme usted la llave de esa puerta nefanda – contestó Sarmiento con énfasis petulante que no tenía nada de temible, – o se arrepentirá de su crimen… porque esto es un crimen, sí señora… ¡La llave, la llave!
– Ahora lo veremos.
Corriendo afuera, prontamente volvió Sola con un palo de escoba, y enarbolándole frente a D. Patricio, le hizo retroceder algunos pasos.
– Aquí están mis llaves, pícaro, vagabundo. O renuncia usted a salir, o le rompo la cabeza.
– Señora – exclamó D. Patricio acorralado en un ángulo de la sala, – no abuse usted de mi delicadeza… de mi dignidad, que me impide poner la férrea mano sobre una hembra… ¡Esto es un ardid, pero qué ardid!… una trama verdaderamente absolutista.
– Siéntese usted – gritó Soledad conteniendo la risa y sin dejar el argumento de caña. – Fuera el sombrero.
– Vaya, me siento y me descubro – repuso Sarmiento con la sumisión del esclavo. – ¿Qué más?
– ¿Se compromete usted a no salir en quince días?
– Jamás, jamás, jamás. Antes la muerte – murmuró cerrando los ojos. – Pegue usted.
– Esto es una broma – dijo Soledad arrojando el palo, sentándose junto al anciano y poniéndole la mano amorosamente sobre el hombro. – ¿Cómo había yo de castigar al pobre viejecito demente y miserable que se pasa la vida por las calles divirtiendo a los muchachos? Si no hay en el mundo ser alguno más digno de lástima… ¡Pobre viejecillo! Me he propuesto hacer una buena obra de caridad y lo he de conseguir. Yo he de traer a este infeliz a la razón. ¿Y cómo? Asistiéndole, cuidándole, dándole de comer cositas buenas y sabrosas, arreglándole su ropa para que esté decente y no tenga frío, proporcionándole todo lo necesario para que no carezca de nada y tenga una vejez alegre y pacífica.
Estas palabras debieron de hacer ligera impresión en el espíritu del viejo, porque moviendo la cabeza, se dejó acariciar y no dijo nada.
– Jesucristo nos manda hacer el bien a los pobres, cuidar a los enfermos y aliviar a los menesterosos – añadió Sola acercando su gracioso rostro a la rugosa efigie del vagabundo. – Y cuando esto se hace con enemigos, el mérito es mayor, mucho mayor, y el placer de hacerlo también aumenta. Recordando que este pobre iluso y fanático negó un vaso de agua a mi padre en un trance terrible, más me alegro de hacerle beneficios, sí, porque además yo sé que este desgraciado vejete loco no es malo en realidad, ni carece de buen corazón, sino que por causa del condenado fanatismo hizo aquella y otras maldades… Por consiguiente, papá Sarmiento, aquí estarás encerradito, comiendo bien y cenando mejor, libre de chicos, de insultos, de atropellos, de hambre y desnudez; aquí vivirás tranquilo, haciéndome compañía, porque yo soy sola como mi nombre, y estaré sola por mucho tiempo, quizás toda la vida… ¿Quedamos en eso? Ya ves que te tuteo en señal de parentesco y familiaridad.
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