– Bueno, bueno – dijo Chaperón disgustado de aquel asunto. – También Romo me ha recomendado a ese Cordero.
Romo no dijo una palabra, ni abandonó aquella seriedad que era en él como su mismo rostro.
– Por última vez, señores, adiós – chilló Bragas, – ahora sí que me voy de veras.
– Abur.
Dirigiéronse a la puerta de la cárcel por la calle del Salvador; pero les fue preciso detenerse porque en aquel momento entraba una cuerda de presos. Iban atados como criminales que recogiera en los caminos la antigua Hermandad de Cuadrilleros, y por su traje, ademanes, y más aún por el modo de expresar su pena, debían de pertenecer a distintas clases sociales. Los unos iban serenos y con la frente erguida, los otros abatidos y llorosos. Eran veinte y dos entre varones y hembras, a saber: tres patriotas de los antiguos clubs, dos ancianos que habían desempeñado durante el régimen caído el cargo de vocales del Supremo Tribunal de Justicia, un eclesiástico, dos toreros, cuatro cómicos, un chico de siete años, descalzo y roto, tres militares, un indefinido, como no se clasificara entre los pordioseros, una señora anciana que apenas podía andar, dos de buena edad y noble continente, que pertenecían a clase acomodada, y dos mujeres públicas.
Chaperón echó sobre aquella infeliz gente una mirada que bien podía llamarse amorosa pues era semejante a las del artista contemplando su obra, y cuando el último preso (que era una de las damas de equívoca conducta) se perdió en el oscuro zaguán de la prisión, rompió por entre la multitud curiosa y entró también con sus amigos.
V
Lo más cruel y repugnante que existe después de la pena de muerte es el ceremonial que la precede y la lúgubre antesala del cadalso con sus cuarenta y ocho mortales horas de capilla. Casi es más horrendo que la horca misma aquella larga espera y agonía entre la vida y la muerte, durante la cual la víctima es expuesta a la compasión pública como son expuestos a la pública curiosidad los animales raros. La ley, que hasta entonces se ha mostrado severa, muéstrase ahora ferozmente burlona, permitiendole la compañía de parientes y amigos y dándole de comer a qué quieres boca. Algún condenado de clase humilde prueba en esos dos días platos y delicadas confituras, cuyo sabor no conocía. Señores, sacerdotes y altos personajes le dan la mano, le dirigen vulgares palabrillas de consuelo, y todos se empeñan en hacerle creer que es el hombre más feliz de la creación, que no debe envidiar a los que incurren en la tontería de seguir viviendo, y que estar en capilla con el implacable verdugo a la puerta es una delicia. Sin embargo, a nadie se le ha ocurrido solicitar expresamente tanta felicidad, ni contar a Nerón, Luis XI, D. Pedro de Castilla, Felipe II, Robespierre y Fernando VII entre los bienhechores de la humanidad.
Desde el 5 de Noviembre a las diez de la mañana gustaba D. Rafael del Riego las dulzuras de la capilla. Aquel hombre famoso, el más pequeño de los que aparecen injeridos sin saber cómo en las filas de los grandes, mediano militar y pésimo político, prueba viva de las locuras de la fama y usurpador de una celebridad que habría cuadrado mejor a otros caracteres y nombres condenados hoy al olvido, acabó su breve carrera sin decoro ni grandeza. Un noble martirio habría dado a su figura el realce heroico que no pudo alcanzar en tres años de impaciente agitación y bullanga; pero tan desgraciada era la libertad en nuestro país, que ni al morir bajo las soeces uñas del absolutismo, pudo alcanzar aquel hombre la dignidad y el prestigio de la idea que se avalora sucumbiendo. Pereció como la pobre alimaña que expira chillando entre los dientes del gato.
La causa del revolucionario más célebre de su tiempo fue un tejido de iniquidades y de absurdos jurídicos. Lo que importaba era condenarle emborronando poco papel, y así fue. Desde que le leyeron la sentencia el preso cayó en un abatimiento lúgubre, hijo según algunos, de sus dolencias físicas. Creeríase que confiaba hasta entonces en la clemencia de los llamados jueces o del Rey, que es todo el caudal de inocencia que puede caber en espíritu de hombre nacido. A diferencia de otros que en horas tan tremendas se atracan de los ricos manjares con que engorda el verdugo a sus víctimas, no quiso comer o comió muy poco. Ningún amigo pudo visitarle porque la visita hubiera sido quizás el primer paso para compañía perpetua hasta la eternidad; pero le vieron muchos individuos particulares de categoría, deseosos de hartar sus ojos con la vista de aquel hombre que conmovió con su nombre a toda España; sacerdotes que solícitamente se prestaban a encaminarle al cielo; hermanos de diversas hermandades; personas varias, en fin, compungidas las unas, indiferentes otras, curiosas las más: pero en tal número que no dejaban al preso un momento de descanso.
Estaba frío, caduco, con los ojos fijos en el suelo, amarillo como las velas que ardían junto al Crucifijo del altar. A ratos suspiraba, parecía vagar en sus labios la palabra perdón, acometíanle desmayos y hacía preguntas triviales. Ni mostró apego a las ideas políticas que le habían dado tanto nombre, ni dio alas a su espíritu con la unción religiosa, sino que se abatía más y más a cada instante, apareciendo quieto sin estoicismo, humilde su resignación. Chaperón y otros de igual talla gozaban viendo llorar como un alumno castigado al general de la Libertad, al pastor que con la magia de su nombre arrastraba tras sí rebaño de los pueblos. En el delirio de su triunfo no habían ellos soñado con una caída semejante que les desembarazara no sólo de su enemigo mayor, sino del prestigio de todos los demás.
La retractación del héroe de las Cabezas fue una de las más ruidosas victorias del bando absolutista. ¡Qué mayor triunfo que mostrar a los pueblos un papel en que de su puño y letra había escrito el hombre diminuto estas palabras: «Asimismo publico el sentimiento que me asiste por la parte que he tenido en el Sistema llamado constitucional, en la revolución y en sus fatales consecuencias, por todo lo cual pido perdón a Dios de mis crímenes…». Han quedado en el misterio las circunstancias que acompañaron a este arrepentimiento escrito, y aunque el carácter de Riego y su pusilanimidad en las tremendas horas justifican hasta cierto punto aquella genuflexión de su espíritu, puede asegurarse que no hubo completa espontaneidad en ella. El fraile que le asistía, Chaperón y el escribano Huerta sabrían acerca de este suceso cosas dignas de pasar a la posteridad, porque a ellos debieron los absolutistas el envilecimiento del personaje más culminante, si no el más valioso de la segunda época constitucional. Ahora, cuando ha pasado tanto tiempo y la losa del sepulcro los guarda a todos, ahorcadores y ahorcados, no podemos menos de deplorar que los que acompañaron en la capilla a D. Rafael del Riego en la noche del 6 al 7 de Noviembre no hubieran hecho públicos después los argumentos empleados para arrancar una abdicación tan humillante.
El 7 a las diez de la mañana le condujeron al suplicio. De seguro no ha brillado en toda nuestra historia un día más ignominioso. Es tal que ni aun parece digno de ser conocido, y el narrador se siente inclinado a volver, sin leerla, esa página sombría, y a correr tras de una ficción verosímil que embellezca la descarnada verdad histórica. Una víctima sin nobleza, arrastrada al suplicio por verdugos sin entrañas es el espectáculo más triste que pueden ofrecer las miserias humanas; es el mal puro sin porción ninguna de bien, de ese bien moral que aparece más o menos claro aun en los más horrendos excesos del furor político y en los suplicios a que es sometida la inocencia. Una víctima cobarde parece que enaltece al verdugo, y al hablar de cobardía no es que echemos de menos la arrogancia fanfarrona con que algunos desgraciados han querido dar realce teatral a su postrer instante, sino la dignidad personal que unida a la resignación religiosa rodean al mártir jurídico de una brillante aureola de simpatías y compasión. Ninguna de aquellas especies de valor tuvo en su desastroso fin el general Riego, y creeríase al verle que víctima y jueces se habían confabulado para cubrir de vilipendio el último día de la libertad y hacer más negro y triste su crepúsculo. La grosería patibularia y el refinamiento en las fórmulas de degradación empleadas por los unos, parece que guardaban repugnante armonía con la abjuración del otro.
Sacáronle de la cárcel por el callejón del Verdugo, y condujéronle por la calle de la Concepción Jerónima, que era la carrera oficial. Como si montarle en borrico hubiera sido signo de nobleza, llevábanle en un serón que arrastraba el mismo animal. Los hermanos de la Paz y Caridad le sostuvieron durante todo el