– No saben lo que se pescan, hijo – me dijo el cura. – Pero o yo me engaño mucho o los partidarios del príncipe de Asturias andan metiendo cizaña por ahí. Ello es que en Aranjuez hay mucha gente extraña y… quiera Dios. Ya me dijo esta mañana Santurrias que su mayor gusto será tocar las campanas a vuelo si el pueblo se amotina para pedir alguna cosa; pero ya le he dicho – y al hablar así D. Celestino se paró, y con su dedo índice hacía demostraciones de la mayor energía- ya le he dicho que si toca las campanas de la Iglesia sin mi permiso, lo pondré en conocimiento del señor Patriarca para lo que este tenga a bien resolver.
Con esta conversación llegó la hora, y nosotros al palacio de S. A. Atravesamos por entre varios guardias que custodiaban la puerta, porque ha de saberse que el generalísimo tenía su guardia de a pie y de a caballo, lo mismo que el rey, y mejor equipada, según observaban los curiosos. Nadie nos puso obstáculo en el portal ni en la escalera; pero al llegar a un gran vestíbulo en cuyo pavimento taconeaban con estrépito las botas de otra porción de guardias, uno de estos nos detuvo, preguntando a D. Celestino con cierta impertinencia que a dónde íbamos.
– Su Alteza – dijo el clérigo muy turbado- tuvo el honor de señalarme… digo… yo tuve el honor de que él señalara el día de hoy y la presente hora para recibirme.
– Su Alteza está en palacio. Ignoramos cuándo vendrá – dijo el guardia dando media vuelta.
D. Celestino me consultó con sus ojos y también iba a consultarme con sus autorizados labios, cuando se sintió ruido en el portal.
– ¡Ahí está! Su Alteza ha llegado – dijeron los guardias, tomando apresuradamente sus armas y sombreros para hacer los honores.
Pero el Príncipe subió a sus habitaciones particulares por la escalera excusada, que al efecto existía en su palacio.
– Quizás Su Alteza no reciba hoy – dijo a don Celestino el guardia, que poco antes nos había detenido. – Sin embargo, pueden Vds. esperar si gustan, y él avisará si da audiencia o no.
Dicho esto, nos hizo pasar a una habitación contigua y muy grande donde vimos a otras muchas personas, que desde por la mañana habían acudido en solicitud del favor de una entrevista con S. A. Entre aquella gente había algunas damas muy distinguidas, militares, señores a la antigua, vestidos con históricas casacas y cubiertos con antiquísimas pelucas, y también algunas personas humildes.
Los pretendientes allí reunidos se miraban con recelo y mal humor, porque a todo el que hace antesala molesta mucho el verse acompañado, considerando sin duda que si el tiempo y la benevolencia del ministro se reparten entre muchos, no puede tocarles gran cosa. Un ujier se acercó a nosotros y preguntó a D. Celestino quiénes éramos, a lo cual repuso el buen eclesiástico:
– Nosotros somos curas de la parroquia de… quiero decir, soy cura de la parroquia y este joven… este joven gana noventa y tres reales en los meses de treinta y uno; y venimos a… pero yo no pienso pedirle nada al señor Príncipe, porque este picarón (señalando a mí) no se morderá la lengua para decirle lo que desea.
Cuando el ujier se alejó, dije a mi acompañante que tuviera cuidado de no equivocarse tan a menudo: que no anunciara anticipadamente nuestra comisión pedigüeña, y que no había necesidad de ir pregonando lo que yo ganaba, a lo que me respondió que él como persona nueva en antesalas y palacios, se turbaba a la primera ocasión, diciendo mil desatinos. Uno de los señores que aguardaban se nos acercó, y reconociendo al cura, se saludaron ambos muy cortésmente, diciendo el desconocido:
– Sr. D. Celestino, ¿qué bueno por aquí?
– Vengo a visitar a S. A. Ya sabe Vd. que somos paisanos y amigos. Mi padre y su abuelo hicieron un viaje juntos desde Trujillo a la Vera de Plasencia, y un tío de mi madre tenía en Miajadas una dehesa donde los Godoyes iban a cazar alguna vez. Somos amigos, y le estoy muy reconocido, porque a la munificencia de S. A. debo el beneficio que disfruto, el cual me fue concedido en cuanto S. A. tuvo conocimiento de mi necesidad; así es que desde mi primer memorial hasta el día en que tomé posesión, sólo transcurrieron catorce años.
– Se conoce que el Príncipe quiso servirle a usted – dijo nuestro interlocutor. – No a todos se les despacha tan pronto. Hace veintidós años que yo pretendí que se me repusiera en mi antigua plaza de la colecturía del Noveno y del Excusado, y esta es la hora, Sr. D. Celestino. A pesar de todo, yo no me desanimo, y menos ahora, porque tengo por seguro que la semana que viene…
– No todos son tan afortunados como yo – dijo el optimista D. Celestino. – Verdad es que como paisano y amigo de S. A. estoy en situación muy favorable. De mi pueblo a Badajoz, cuna de D. Manuel Godoy, no hay más que trece leguas y media por buen camino, y estoy cansado de ver la casa en que nació este faro de las Españas. Así es que en cuanto supo mi necesidad…
– Pero diga Vd. – preguntó bajando la voz el señor de la semana que viene; – ¿tenemos viaje de los reyes a Andalucía o no tenemos viaje?
– ¿Pero Vd. cree tales paparruchas? – dijo don Celestino. – Esa voz la ha corrido Santurrias, el sacristán de mi iglesia. Ya le dicho que si tocaba las campanas sin mi permiso…
– Todo el mundo lo asegura. Ya sabe Vd. que ha venido mucha tropa de Madrid, y por las calles del pueblo se ve gente de malos modos.
– ¿Pero qué objeto puede tener ese viaje?
– Amigo: ya Napoleón tiene en España la friolera de cien mil hombres. Ha nombrado general en jefe a Murat, el cual dicen que salió ya de Aranda para Somosierra. Y a todas estas ¿hay alguien que sepa a qué viene esa gente? ¿Vienen a echar a toda la familia real? ¿Vienen simplemente de paso para Portugal?
– ¿Quién se asusta de semejante cosa? – dijo D. Celestino. – Pongamos por caso que vengan con mala intención. ¿Qué son cien mil hombres? Con dos o tres regimientos de los nuestros se podrá dar buena cuenta de ellos, y ahí nos las den todas. Como Su Alteza se calce las espuelas… Eso del viaje es pura invención de los desocupados y de los enemigos de Su Alteza, que le insultan porque no les ha dado destinos. Como si los destinos se pudieran dar a todo el que los pretende.
No siguió esta conversación, porque el ujier se acercó a nosotros, haciéndonos señas de que le siguiéramos. Su Alteza nos mandaba pasar. Cuando los demás pretendientes vieron que se daba la preferencia a los que habían llegado los últimos, un murmullo de descontento resonó en la sala. Nosotros la atravesamos muy orgullosos de aquella predilección y mientras D. Celestino saludaba a un lado y otro con su bondad de costumbre, yo dirigí a los más cercanos una mirada de desprecio, que equivalía al convencimiento de mi próximo ingreso en la administración de ambos mundos.
Pasamos de aquella sala a otras, todas ricamente alhajadas. ¡Qué bellos tapices, qué lindos cuadros, qué hermosas estatuas de mármol y bronce, qué vasos tan elegantes, qué candelabros tan vistosos, qué muebles tan finos, qué cortinajes tan espléndidos, qué alfombras tan muelles! No pude detenerme en la contemplación de tan bonitos objetos porque el ujier nos llevaba a toda prisa, y yo me sentía atacado de una cortedad tal, que se disipó mi anterior envalentonamiento, y empecé a comprender que me faltarían ideas y saliva para expresar ante el príncipe mi pensamiento. Por fin llegamos al despacho de Godoy, y al entrar vi a este en pie, inclinado junto a una mesa y revisando algunos papeles. Aguardamos un buen rato a que se dignase mirarnos y al fin nos miró.
Godoy no era un hombre hermoso, como generalmente se cree; pero sí extremadamente simpático. Lo primero en que se fijaba el observador era en su nariz, la cual, un poco grande y respingada, le daba cierta expresión de franqueza y comunicatividad. Aparentaba tener sobre cuarenta años: su cabeza rectamente conformada y airosa, sus ojos vivos, sus finos modales, y la gallardía de su cuerpo, que más bien era pequeño que grande, le hacían agradable a la vista. Tenía sin duda la figura de un señor noble y generoso; tal vez su corazón se inclinaba también a lo grande; pero en su cabeza estaba el desvanecimiento, la torpeza, los extravíos y falsas ideas