– ¡Que no quiere venir! – exclamó Requejo con asombro. – Con que nuestra sobrina no nos quiere… ¡Jesús! ¡Mayor desgracia!
– Sí… les quiere a Vds. – añadió el cura tratando de conciliar la repugnancia que notaba en el semblante de Inés con el deseo de los Requejos.
– Hermano, no sabes lo que te dices – afirmó Restituta. – Nuestra sobrina es un dechado de modestia, de ingenuidad y de sencillez. Quieres que se ponga ahora a hacer aspavientos en medio de la sala, saltando y brincando de gusto porque nos la llevamos. Eso no estaría bien. Por el contrario – prosiguió la hermana de D. Mauro- se está muy calladita, y como muchacha honesta y bien criada… ¡ya se ve!, como hija de aquella santa mujer… disimula su alborozo y se está así mano sobre mano, bendiciendo mentalmente a Dios por la suerte que le depara.
– Entonces, Sr. D. Celestino – dijo Requejo, – nosotros nos vamos ahora a ver esas tierras de Ontígola que están ahí hacia la parte de Titulcia, y por la tarde cuando volvamos, Inés estará preparada para venirse con nosotros a Madrid.
– No tengo inconveniente, si ella está conforme – repuso el clérigo, mirando a su sobrina.
Mas no dieron tiempo a que esta expresara su opinión sobre aquel viaje, porque los Requejos se levantaron para marcharse, diciendo que un coche de dos mulas les esperaba en el paradero del Rincón. Abrazaron por turno dos o tres veces a su sobrina, hicieron ridículas cortesías a D. Celestino, y sin dignarse mirarme, lo cual me honró mucho, salieron, dejando al clérigo muy complacido, a Inés absorta, y a mí furioso.
V
Al punto se trató de resolver en consejo de familia lo que debía hacerse; pero deseando yo conferenciar con el buen cura para decirle lo que Inés no debía oír, rogué a esta que nos dejase solos y hablamos así:
– ¿Será Vd. capaz, Sr. D. Celestino, de consentir que Inés vaya a vivir con ese ganso de D. Mauro, y la lechuza de su hermana?
– Hijo – me contestó, – Requejo es muy rico, Requejo puede dar a Inesilla las comodidades que yo no tengo, Requejo puede hacerla su heredera cuando estire la zanca.
– ¿Y Vd. lo cree? Parece mentira que tenga Vd. más de sesenta años. Pues yo digo y repito que ese endiablado D. Mauro me parece un farsante hipocritón. Yo en lugar de Vd., les mandaría a paseo.
– Yo soy pobre, hijo mío; ellos son ricos, Inés se irá con ellos. En caso de que la traten mal la recogeremos otra vez.
– No la tratarán mal, no – dije muy sofocado. – Lo que yo temo es otra cosa, y eso no lo he de consentir.
– A ver, muchacho.
– Usted sabe como yo lo que hay sobre el particular; Vd. sabe que Inés no es hija de doña Juana; Vd. sabe que Inés nació del vientre de una gran señora de la corte, cuyo nombre no conocemos, Vd. sabe todo esto, y ¿cómo sabiéndolo no comprende la intención de los Requejos?
– ¿Qué intención?
– Los Requejos despreciaron siempre a doña Juana; los Requejos no le dieron nunca ni tanto así; los Requejos ni siquiera la visitaron en su enfermedad, y ahora, Sr. D. Celestino de mi alma, los Requejos lloran recordando a la difunta, los Requejos echan la baba mirando a su sobrinita, y no puede ser otra cosa sino que los Requejos han descubierto quiénes son los padres de Inés, los Requejos han comprendido que la muchacha es un tesoro, y ¡ay!, no me queda duda de que el Requejo mayor, ese poste vestido trae entre ceja y ceja el proyecto de casarse con Inés, obligándola a ello en cuanto la pille en su casa.
– Sosiégate, muchacho, y óyeme. Puede muy bien suceder que la intención de los Requejos sea la que dices, y puede muy bien que sea la que ellos han manifestado. Como yo me inclino siempre a creer lo bueno, no dudo de la sinceridad de D. Mauro, hasta que los hechos me prueben lo contrario. ¿Qué sabes tú si de la mañana a la noche verás a Inés hecha una damisela, con carroza y pajes, llena de diamantes como avellanas, y viviendo en uno de esos caserones que hay en Madrid más grandes que conventos?
– ¡Bah, bah! Eso es como cuando yo quería ser príncipe, generalísimo y secretario del despacho. A los diez y seis años se pueden decir tales cosas; pero no a los sesenta.
– Viviendo conmigo, Inés ha de estar condenada a perpetua estrechez. ¿No vale más que se la lleven los parientes de su madre, que parecen personas muy caritativas? En todo caso, Gabriel, si la muchacha no estuviera contenta allí, tiempo tenemos de recogerla, porque a mí, como tío carnal, me corresponde la tutela.
– ¿Y por qué la deja Vd. marchar?
– Porque los Requejos son ricos… ¿lo comprenderás al fin?… porque Inés en casa de esa gente puede estar como una princesa, y casarse al fin con un comerciante muy rico de la calle de Postas o Platerías.
– Alto allá, señor mío – exclamé muy amostazado, – ¿qué es eso de casarse Inés? Inés, Dios mediante, no se casará más que conmigo. Sí ¡vaya Vd. a hablarle de comerciantes y de usías!
– Es verdad, no me acordaba, hijito – dijo el cura con algo de mofa. – ¡Casarse a los diez y seis años! ¿El matrimonio es algún juego? Y además: hazme el favor de decirme qué ganas tú en la imprenta donde trabajas.
– Sobre tres reales diarios.
– Es decir, noventa y tres reales los meses de treinta y uno. Algo es, pero no basta, chiquillo. Ya ves tú: cuando Inés esté en su sala con cortinas verdes de ramos amarillos y se siente en aquellas mesas donde hay siete pavos por Navidad, y todas las noches cena de perdiz por barba… ya ves tú, no sé cómo podrá arrimarse a ella un pretendiente con noventa y tres reales al mes, en los que traen treinta y uno.
– Eso ella es quien lo ha de decir – repuse con la mayor zozobra; – y si ella me quiere así, veremos si todos los Requejos del mundo lo pueden impedir. En resumidas cuentas, Sr. D. Celestino, ¿Vd. está decidido a que Inés se vaya esta tarde con don Mauro!
– Decidido, hijo, es para mí un caso de conciencia.
– ¿Y quién le dice a Vd. que con noventa y tres reales al mes no se puede mantener una familia? Pues a mí me da la gana de casarme, sí señor.
– ¡Casarse a los diez y seis años! Uno y otro debéis esperar a tener los treinta y cinco cumplidos. La vida se pasa pronto: no te apures. Para entonces podréis casaros. Sois a propósito el uno para el otro. Casar y compadrar, cada uno con su igual. Veremos si de aquí allá te luce más el oficio.
– ¿Y no puedo yo buscar un destinillo?
– Eso es como cuando se te puso en la cabeza que te iba a caer un principado o un ducado.
– No: un destinillo de estos que se dan a cualquier pelón, en la contaduría de acá o en la de allá.
– ¿Pero crees tú que un empleo es cosa fácil de conseguir?
– ¿Por qué no? – respondí enfáticamente. – ¿Pues para qué son los destinos sino para darlos a todos los españoles que necesitan de ellos?
– Hijo, las antesalas están llenas de pretendientes. Ya recordarás que a pesar de ser paisano y amigo del príncipe de la Paz, estuve catorce años haciendo memoriales.
– Y al fin… pero hoy visita Vd. a S. A. y le trata; de modo que si le pidiera para mí una placita no creo que se la negara.
– ¡Ah! – exclamó D. Celestino con satisfacción. – El día que visité a S. A. fue para mí el más lisonjero de mi vida, porque oí de sus augustos labios las palabras más cariñosas. Si vieras con cuánto agasajo me trató; ¡y qué amabilidad, qué dulzura, qué llaneza sin dejar por eso de ser príncipe en todos sus gestos y palabras! Cuando entré, yo estaba todo turbado y confuso, y la lengua se me quedó pegada al paladar. Mandome S. A. que me sentara, y me preguntó si yo era de Villanueva de la Serena. ¿Ves qué bondad? Contestele que había nacido en los Santos de Maimona, villa que está en el camino real como vamos de Badajoz a Fuente de Cantos. Luego me preguntó