Así, antiguamente —a partir del propio Aristóteles— ya se diferenciaba, dentro de los géneros básicos (a), entre (a.1) las falacias debidas al modo de expresión y (a.2) las falacias debidas a otros motivos de error extralingüísticos. Dentro del subgénero (a.1) se encontraban, por ejemplo, las falacias inducidas por el uso equívoco de un término o una expresión; dentro de (a.2), se hallaban en cambio las que toman por causa lo que no es causa, dan por sentado lo que habrían de probar, ignoran el punto en discusión o infieren atribuciones infundadas. Entre las muestras convencionales figuraban argumentos tan extravagantes como: “esa constelación es Can; pero un can es un perro, luego esa constelación es un perro”, un caso debido a la equivocidad del término ‘can’ e incluido, por tanto, en el subgénero (a.1); o “este perro es padre; pero este perro es tuyo, luego este perro es tu padre”, un caso de atribución indebida del tipo (a.2). Modernamente, —pongamos desde los Elements of logic del arzobispo Whately (1826), vid. más adelante Parte II, texto 7—, se han hecho populares otros géneros: (a.1*) las falacias formales, que adolecen de una forma lógica inválida, y (a.2*) las falacias informales, que pecan por fallos o defectos materiales de contenido, de pertinencia, etc. Entre las especies famosas de (a.1*) descuellan las falacias de negar el antecedente o afirmar el consecuente en los argumentos que descansan en una relación de consecuencia, y entre las especies de (a.2*) figuran las de generalización precipitada o ilegítima, o las de insuficiencia de prueba o, en fin, la vasta familia de las apelaciones ad (ad baculum, ad hominem, ad verecundiam, etc.). Por ejemplo, el argumento “si Filón es ateniense, Filón es inteligente; ahora bien, Filón no es ateniense, luego Filón no es inteligente”, incurriría en la falacia de negar el consecuente a partir de la negación del antecedente, de acuerdo con un patrón del tipo (a.1*); mientras que “conozco a un comerciante de Siracusa, por eso sé que todos los sicilianos son taimados y ninguno es de fiar”, sería un ejemplo de generalización ilegítima correspondiente al tipo (a.2*).
En suma, para empezar, nos encontramos con dos sistemas de clasificación tradicionales que, en parte —solo en parte—, se solapan: uno más antiguo, de origen aristotélico, y otro más moderno, todavía empleado en clases de lógica.
a/ Una base de clasificación al modo antiguo:
a*/ Una base de clasificación al modo moderno:
[1.1* Falacias cuasiformales: Falacias metodológicas: violan o no se atienen a los patrones o condiciones de la inferencia inductiva, abductiva, probabilística, estadística, etc., aunque parecen hacerlo.]
Por lo que se refiere a las informales, cabe destacar las siguientes:
2.1* Falacias debidas a usos equívocos de términos, abusos de imprecisión, deslices discursivos —entre las que se incluirían las falacias de presuposición o las que introducen premisas de contrabando, así como las pendientes resbaladizas—.
2.2* Falacias debidas a fallos o violaciones del procedimiento discursivo en el marco dado —e. g. en el contexto de una deliberación, una discusión crítica, etc.—; en particular intervenciones que desplazan indebidamente la carga de la prueba.
2.3* Falacias debidas a la falta de pertinencia: argumentaciones que ignoran o que desvían la cuestión —e. g. apelaciones a consideraciones o autoridades que no tienen que ver con el asunto discutido o con el curso de la discusión y, en general, la prolífica familia de las apelaciones falaces ad—.
2.4* Falacias debidas a la carencia de una justificación adecuada de la conclusión: por no acreditar de modo suficiente las premisas o por partir de premisas o supuestos falsos; por descansar en una petición de principio o envolver una argumentación circular; por abuso de la contraposición.
Por otro lado, los casos aducidos como ilustración suelen ser muestras cabales y transparentes del tipo y de la especie que corresponda, pero casos artificiales y ad hoc donde el propósito ejemplarizante prevalece sobre la realidad discursiva de modo que no suelen pasar de remedos de argumentos —así son los ejemplos de cada subgénero que he traído a colación: solo tienen interés en una clase de Lógica y a efectos didácticos—. No faltan incluso muestras de perversión taxonómica en que los argumentos se hacen para rellenar las casillas, en vez de armarse estas para identificarlos. Más adelante, a través de los textos históricos, tendremos ocasión de familiarizarnos con diversas tentativas de poner puertas al campo y clasificar falacias. Si alguien se impacienta y no es capaz de contener su curiosidad, acuda si quiere a alguna publicación escolar o a los diversos listados de falacias disponibles en Internet4. También puede pasar, como recién he sugerido, a los textos históricos de la sección 2 de la parte II donde tiene a su disposición propuestas taxonómicas diversas.
Pero no estaría de más que los curiosos, además de divertirse con las clases y los ejemplos convencionales de falacias como entomólogos aficionados, repararan en algún otro aspecto sorprendente de su estudio tradicional. Sin ir más lejos en éste: el motivo más socorrido para arbitrar clasificaciones y remedar ejemplos de falacias ha sido justamente la formación y educación del pensamiento crítico. Ahora bien, emplear para este fin esos muestrarios no es un procedimiento muy prometedor: equivale a enseñar la vida y el comportamiento de los animales salvajes, e incluso la manera de tratarlos, mediante álbumes de cromos —en vez de llevar a la gente a frecuentar el zoo o los parques naturales—. Cierto es que las clasificaciones y los ejemplos encasillados cumplen una función instructiva y didáctica, pero su utilización parece limitada al recinto escolar, así como su utilidad se limita a la que cabe esperar dentro de un marco artificial de detección y prevención de fallos del discurso.
Consideremos una muestra algo menos artificial que las antes aducidas a propósito de las clasificaciones escolares. Pedro pregunta a Marcos por la vecina del 5º y Marcos le asegura que la vecina se ha ido de vacaciones.
— ¿Cómo lo sabes? ¿Por qué estás tan seguro? —inquiere Pedro.
— Por la sencilla razón de que tiene el buzón lleno de cartas —arguye Marcos—. Y ya se sabe: cuando alguien se ha ido de vacaciones, su buzón se llena de correspondencia sin recoger. Mira el buzón de la vecina: ¿no está abarrotado? Pues bien, saca la conclusión tú mismo.
— Claro, claro —asiente Pedro.
Con miras a su localización en una clasificación estándar, podríamos reformularlo como un argumento A, que encarna un esquema lógico subyacente A´:
Ahora probemos a encasillar [A]. Para empezar, se da aires de deducción pero es un argumento deductivo malo en el sentido de resultar lógicamente inválido, pues de las premisas, es decir: de la correlación supuesta entre irse de vacaciones y tener el buzón lleno de cartas [digamos: si p, entonces q], y de la constatación de esto segundo [se da q], no se sigue la conclusión pretendida, no se sigue necesariamente lo primero [que se dé p]: el buzón puede estar lleno de cartas porque la vecina ha caído enferma o porque se encuentra en un viaje de trabajo, entre otros motivos. Pero a Pedro le parece un argumento aceptable. Así que estamos ante un mal argumento que a Pedro se le antoja bueno y convincente. En suma, según el canon, estamos ante una falacia.
Sigamos: se trata de una falacia formal, puesto que tiene una estructura lógica formalizable como apunta la esquematización [A*]. Más precisamente, dentro de este género formal, pertenece a la especie conocida como “falacia de afirmación del consecuente”. ¡Albricias! ¡Wow! Ya hemos dado con la casilla correspondiente para el argumento [A]. ¡Bravo, la clasificación funciona! Y la moraleja va de suyo: una ilación condicional (o consecutiva) estándar no convalida la aserción de la prótasis (o del antecedente) sobre la base de la aserción de la apódosis (o del consecuente). Aunque,