(1) Para empezar, en la perspectiva general de los estudios de la argumentación, el análisis de la argumentación falaz tuvo una estrecha relación con el despegue de estos estudios en los años 70 del pasado siglo y aún sigue desempeñando un papel crucial en la identificación y la evaluación de argumentos. Según Ralph H. Johnson y J. Anthony Blair, relatores oficiales del nacimiento y los primeros pasos de la actual lógica informal: «Dado el modo como se ha desarrollado la lógica informal en estrecha asociación con el estudio de la falacia, no es sorprendente que la teoría de la falacia haya representado la teoría de la evaluación dominante en lógica informal» (2002, p. 369)2. Ahora bien, ya ha pasado tiempo, más de cuarenta años, desde la publicación de la obra que iniciara el estudio moderno de las falacias, Fallacies de Charles L. Hamblin (1970)3: ha corrido bastante agua bajo los puentes desde entonces y parece haber llegado el momento de dejar que remansen las corrientes, observar el caudal y hacer balance.
(2) En esa misma perspectiva general, el estudio de la argumentación falaz puede servir de espejo en el que se reflejen la investigación y el análisis de la argumentación justa y cabal, y a través del cual podamos vislumbrar nuevos retos y desarrollos de la teoría de la argumentación.
(3) Hoy, por otra parte, en diversos medios relacionados con la práctica y la investigación de la comunicación y la argumentación —no solo académicos, sino jurídicos, políticos, periodísticos— crecen el interés y la preocupación por los usos y abusos del discurso público. El interés se debe al auge de las técnicas de comunicación y de las estrategias de inducir a la gente a hacer o pensar algo; la preocupación, al mejor conocimiento de los problemas que anidan en la trama cognitiva y discursiva del dar, pedir y confrontar razones de algo con alguien o ante alguien. La argumentación falaz, en particular, es un recurso socorrido en el maltrato del discurso público donde puede adoptar diversas modalidades, desde el simple bulo hasta las estrategias de desinformación, al amparo de ideologías confortables como la posverdad4.
(4) En fin, la idea misma de falacia resulta más complicada e incluso problemática de lo que da a entender su popularidad como tópico escolar y como arma dialéctica (“lo que Ud. dice es falaz”, “su posición descansa en una falacia”, “señor mío, no me venga con falacias”...)5. Es una idea necesitada de revisión y precisiones en vista de su condición multiforme y compleja.
Este libro trata de responder a estas demandas sobre la base de una concepción comprensiva y holística del discurso falaz, fundada en lo que filosóficamente cabe considerar su naturaleza. La empresa es arriesgada y tiene visos de paradójica pues aspira a dar una idea global y relativamente unitaria de una naturaleza que no es simple ni es única, sino compleja y susceptible como la trinidad cristiana de distintas “procesiones” o, como la trimurti india, de diversos avatares o encarnaciones según el punto de vista que se adopte o el aspecto que se resalte. Para hacerles justicia el libro consta de tres partes que corresponden a tres perspectivas fundamentales sobre la naturaleza de la falacia: una discursiva y etológica, otra histórica y la tercera teórica —o más precisamente analítica y metateórica—.
Antes de presentar cada uno de estos enfoques, una cortesía elemental invita a avanzar una noción de falacia que nos permita saber de qué vamos a conversar y con qué vamos a encontrarnos. Convengamos en llamar falacia una mala argumentación que, a primera vista al menos, parece razonable o convincente y en esa medida resulta especiosa e induce a confusión o error. Es una noción harto genérica, pero recoge los aspectos crítico y normativo comúnmente reconocidos en las falacias y nos sitúa en el terreno propio de la interacción argumentativa. Nuestros usos cotidianos de los términos ‘falaz’ y ‘falacia’ abundan en su significado peyorativo: insisten en la idea de que una falacia es algo en lo que se incurre o algo que se comete, sea un engaño o sea algo censurable hecho por alguien con la intención de engañar. Así, en los diccionarios del español actual, el denominador común de las acepciones de ‘falacia’ y ‘falaz’ es el significado de engaño y engañoso6. Son calificaciones que pueden aplicarse a muy diversas cosas: argumentos, actitudes, maniobras y otras varias suertes de actividades, tramas y enredos. Aquí vamos a atenernos a las actividades discursivas: solo éstas resultarán falaces. Ahora bien, dentro del terreno discursivo, la imputación de ‘falaz’ o de ‘falacia’ también puede aplicarse a diversos actos o productos como asertos (e. g. “el tópico de que los españoles son ingobernables es una falacia”), preguntas (e. g. “la cuestión capciosa «¿Ha dejado usted de robar?» es una conocida falacia”), normas (e. g. “una norma tan tolerante que estableciera que no hay normas sin excepciones, sería falaz”) o argumentos (e. g. “no vale oponer a quien se declara a favor del suicidio un argumento falaz del tenor de «Si defiendes el suicidio, ¿por qué no te tiras desde el ático de la casa?»”).
Por otro lado, en ese vasto campo vienen a cruzarse y solaparse, amén de conchabarse, falsedades y falacias. Pero unas y otras son errores de muy distinto tipo: la falsedad tiene que ver con la falta de veracidad, en un sentido subjetivo, o con la falta de verdad, en un sentido objetivo; en el primer caso, lo que uno dice no se ajusta a lo que él efectivamente cree; en el segundo caso, lo que uno dice con referencia a algo no se ajusta a lo que esto efectivamente es. En cambio, el error del discurso falaz consiste en otra especie de incorrección o engaño que no es propia de unas meras declaraciones o proposiciones —lugares para la verdad o la falta de verdad—, sino peculiar de las tramas argumentativas de proposiciones y, en general, de las composiciones discursivas que tratan de dar cuenta y razón de algo a alguien con el fin de ganar su asentimiento —aunque para ello puedan envolver mentiras o falsedades. Así pues, también supondremos que los términos ‘falaz’ o ‘falacia’ se aplican ante todo a ciertos discursos: a los que son o pretenden ser argumentos. Por derivación, consideraremos falaces otras unidades, lingüísticas o semióticas7, en la medida en que forman parte de una argumentación o contribuyen a unos propósitos argumentativos, aunque esto nos complique la vida.
Recordemos una encendida y despiadada soflama que Francisco Rico —profesor universitario, académico de la Lengua y colaborador de El País— dirigió desde la tribuna de opinión del periódico (11/01/2011) contra la ley antitabaco recién aprobada entonces, a la que tildaba de “ley contra los fumadores”. El artículo terminaba con la apostilla: «PS. En mi vida he fumado un solo cigarrillo». Esta declaración levantó una nube de protestas contra la impostura de un Francisco Rico que había sido y seguía siendo fumador habitual. Pues bien, ¿constituye un remate argumentativo de la diatriba de Rico contra la ley, según entendieron la mayoría de los lectores del artículo? ¿O, más bien, representa una especie de juego irónico o de guiño para los conocedores de la vida y costumbres de Rico, una licencia retórica en suma? En el primer caso, podría oficiar como una especie de prevención frente al reparo de que sus ataques a la ley venían dictados por sus intereses de fumador y como una prueba adicional de la plausibilidad y neutralidad de las críticas vertidas en el artículo. En el segundo caso, no pasaría de ser una broma quizás desafortunada en el marco de una tribuna de opinión de un periódico de información. En el primer caso, se trataría de una apostilla falaz a la que cabría acusar de falsedad o engaño en tal sentido. En el segundo caso, se prestaría más bien a una crítica estilística y a una sanción moral o deontológica. (Por lo demás, dada la ambigüedad quizás deliberada en que se movía esta nota final de Rico, no es extraño que se viera cuestionada en todos estos sentidos). Así pues, no siempre será inequívoca la condición falaz o, siquiera, argumentativa del caso planteado.
Sigamos. Pasándonos de generosos, podríamos reconocer incluso ciertos procedimientos generadores de falacias o ciertas maniobras que producen unos efectos nocivos similares sobre la interacción discursiva en un marco argumentativo −así se habla, por ejemplo, de “maniobras falaces” de distracción o de dilación en una discusión o en un debate parlamentario. Ahora bien, sea como fuere, convengamos en que las falacias tienen lugar de modo distintivo en un contexto argumentativo o con un propósito