IV.
Hemos visto antes que, de acuerdo con Raz, la conformidad completa con el ideal del imperio de la ley es imposible, porque no cabe eliminar por completo la vaguedad y que la máxima conformidad posible es indeseable, porque es deseable algún grado de discrecionalidad administrativa. Sin discutir en absoluto lo segundo, por lo que hace a lo primero habría que añadir que reducir la vaguedad, sin eliminarla por completo, es desde luego, posible en muchos contextos, pero también indeseable en algunos de ellos. Supongamos que sustituimos la mención a la tortura o a los tratos inhumanos o degradantes como formas de conducta prohibidas por una caracterización descriptiva precisa que pretendiera ser exhaustiva de todas aquellas formas de conducta que pensamos ahora que constituyen instancias de tortura o de tratos inhumanos o degradantes. Dada nuestra incapacidad para prever por completo en términos descriptivos precisos todas aquellas formas de conducta de las que, enfrentados a ellas, pensaríamos que constituyen casos de tortura o de tratos inhumanos o degradantes, la resultante sería que no prohibiríamos formas de conducta de las que pensaríamos sin duda que deben encontrarse prohibidas. Algo análogo ocurriría si caracterizáramos en términos descriptivos precisos las causas de justificación en materia penal o los vicios del consentimiento en materia de derecho privado. Sobre ello ha insistido particularmente Josejuan Moreso (2009). Y, más en general, podemos decir que algo análogo ocurriría asimismo si tratásemos de eliminar del lenguaje de las normas todos aquellos términos que se refieren a lo que los juristas gustan llamar conceptos jurídicos indeterminados, tales como, en una enumeración que de ninguna manera pretende ser exhaustiva, “razonable”, “contrario a la moral”, “diligencia propia de un buen padre de familia”, “buena fe”, “interés social”, “justiprecio”, “abuso del derecho”, “fraude de ley” o “desviación de poder”. Tales conceptos hacen referencia, todos ellos, a una propiedad valorativa (positiva o negativa), dejando para el órgano aplicador de la norma la tarea de determinar si una determinada combinación de propiedades descriptivas constituye o no una instancia de la propiedad valorativa correspondiente (Atienza-Ruiz Manero, 2001).
El lenguaje del derecho se aparta, en todos estos casos, en mayor o menor grado, de la exigencia de claridad y precisión que parece formar parte de los requerimientos del Rule of Law. Pero lo hace en virtud de otros requerimientos que gravitan asimismo sobre el derecho.
Pasemos, ahora, al requisito de estabilidad de las normas, que también parece formar parte de las exigencias del Rule of Law. Una estabilidad absoluta es ciertamente posible, pero también claramente indeseable. Para hacerla real, bastaría con adoptar como criterio la prevalencia de cualquier norma anterior sobre las posteriores incompatibles (como pretendió Moisés y aparece en el Deuteronomio, por ejemplo), esto es, el criterio opuesto a aquel según el cual lex posterior derogat priori. Que esta estabilidad absoluta sería ciertamente indeseable requiere, creo, de escasa argumentación: no sería compatible con la necesaria adaptación del derecho a circunstancias cambiantes ni con el principio democrático, al excluir la posibilidad de que la generación presente revisara cualquier cosa que se hubiera decidido por alguna generación pretérita. Lo que el imperio de la ley exige, entonces, es lo que podríamos llamar una estabilidad relativa de las normas, esto es, que estas no se encuentren en una situación de cambio permanente. Pues si se encontraran en situación de cambio permanente no podrían ser usadas como guía de la conducta por parte de sus destinatarios. Un ejemplo muy gráfico de ello es el que proporciona Timothy Endicott: “el gobierno no incurre necesariamente en un déficit del imperio de la ley si impone un nuevo plan de estudios en las escuelas. Pero sí incurre en tal déficit si su conducta da a los profesores razones para pensar que no pueden guiarse ellos mismos por un plan de estudios existente, porque el mismo puede ser reemplazado antes de que sus lecciones hayan sido enseñadas o antes de que se hayan celebrado los exámenes” (Endicott, 1999, p. 9).
Otra exigencia del imperio de la ley que forma parte del listado de Raz al que antes se ha hecho referencia es que el poder judicial tenga poderes de revisión sobre la implementación de los principios del rule of law por parte de la legislación y de la acción administrativa, para asegurar que las normas y resoluciones de una y de otra sean conformes con el imperio de la ley. Esto parecería exigir alguna suerte de control jurisdiccional mínimo de la legislación (mínimo porque se limitaría a controlar su conformidad con el imperio de la ley). Pero es el caso que hay sistemas jurídicos que, como el inglés, consideran como fuente jerárquicamente suprema del derecho lo acordado por “la Reina en Parlamento”, de forma que, si bien los tribunales realizan, por vía de interpretación, una tarea de adecuación de la legislación a los principios del common law (y no sólo a los principios directamente vinculados al rule of law) no cabe un control abierto de la legislación por parte de los tribunales, de forma que, en este sentido, el sistema inglés contendría un importante déficit en cuanto a la realización en él del rule of law. Lo mismo cabría decir de aquellos sistemas que aun teniendo una constitución escrita, no contienen, sin embargo, mecanismos de control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes. Pero todo ello sería, sin duda, exagerado. Pues si bien hay buenas razones para el control jurisdiccional de constitucionalidad, que se resumen en el adagio de que nadie debe ser juez en sus propias causas, hay también buenas razones, que se resumen en la mayor confianza que inspira un órgano de composición directamente democrática, para encomendar la constitucionalidad de las leyes al autocontrol del propio legislativo. Cuál de las dos soluciones resulta preferible es cuestión que depende de la historia institucional del sistema jurídico-político de que se trate, del grado de consenso básico que reine entre sus principales fuerzas políticas, de la virulencia de las divergencias que se den entre ellas, etc., pero tanto una como otra solución son, en principio, compatibles con el rule of law (Bayón, 2004).*
V.
Como