ivESTÉVEZ, Carlos (1949): Elementos de Derecho Constitucional Chileno (Santiago, Editorial Jurídica), p. 10.
vAMUNÁTEGUI, Gabriel (1951): “Discurso del Profesor de Derecho Constitucional don Gabriel Amunátegui”, en FACULTAD DE CIENCIAS JURÍDICAS Y SOCIALES DE LA UNIVERSIDAD DE CHILE: La Constitución de 1925 y la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales (Santiago, Editorial Jurídica de Chile), p. 20.
viId.
viiAMUNÁTEGUI (1951), pp. 20-21.
CONFERENCIA INAUGURAL. LA CONSTITUCIÓN DE VALORES EN EL PROCESO CONSTITUYENTE EN CHILE 1
JOSÉ LUIS CEA EGAÑA
Profesor Titular de Derecho Constitucional Facultad de Derecho P. Universidad Católica de Chile
RESUMEN. El autor, luego de enunciar diversos elementos conceptuales vinculados a los valores y examinar tanto las doctrinas que promovieron la exclusión de estos del universo de conceptos esenciales, como aquellas que la rectificaron, caracteriza el núcleo de una Constitución de valores. A continuación, junto con destacar el rol del juez en la implementación de una Constitución de valores y examinar críticamente las posiciones doctrinarias contrarias, describe el conjunto de valores que forman parte de nuestra Carta Fundamental. Concluye, a modo de epílogo, destacando la importancia de los valores en la modelación de la conducta cívica democrática y republicana.
SUMARIO. I. Precisiones conceptuales / II. Reflujo y rectificaciones / III. Nuevo constitucionalismo / IV. Hermenéutica axiológica / V. Valores en la Constitución chilena / VI. Epílogo / Bibliografía.
I. PRECISIONES CONCEPTUALES
Los valores son ideales realizables: ideales en el sentido de arquetipo o modelo de excelencia y perfección en su línea2; y realizables, o sea, susceptibles de llevarse a cabo con voluntad decidida y perdurable3. Los valores no son, consecuentemente, elucubraciones fantásticas inventadas por nuestra mente; quimeras irreales, imaginarias o inverosímiles, derivadas de simplificaciones, como las ideologías, o de ilusiones febriles generadas en sujetos que evaden la realidad de la vida o rehúyen afrontarla como es.
Los valores existen; pueden ser estudiados, comparados, constatados y apreciados en su cualidad de entes que impelen al acatamiento y la preferencia4.
Los valores han existido siempre, aunque solo en los últimos dos siglos, aproximadamente, fue reconocida su presencia, su objetividad absoluta, la identificación con el deber ser, con la belleza, la verdad y el bien de la naturaleza humana.
El pensamiento liberal, y algunas modalidades que lo han seguido hasta hoy, propugnaron la exclusión de los valores del universo de los conceptos esenciales, afirmando que existen, pero nada más que en la mente de cada individuo con uso de razón. De algunos filósofos de esa corriente de pensamiento viene la tesis de la elución5, es decir, de apartar los valores de la acción porque dividen, fomentan las tensiones o tornan imposible contraerse nada más que a ciertos asuntos en que se divisa la eventualidad de arribar a acuerdos, consensos o entendimientos.
Triunfante esa tesis durante largo tiempo, significó la separación de la moral y el derecho. Primero Augusto Comte, con su visión de los tres estados por los que ha atravesado la sociedad humana, transitando desde el teológico al metafísico, para culminar en la etapa positiva, es decir, la más alta forma de conocimiento, consistente en la descripción de los fenómenos sensoriales, evitando cualquier especulación6; seguido en el derecho por Hans Kelsen7, según el cual cada ciencia se desarrolla con su propio método, de modo que, en lo jurídico, tiene que ser apartado el análisis de los valores éticos, políticos e históricos, pues la dogmática positiva se preocupa de responder qué es y cómo es el derecho, excluyendo el deber ser respectivo; hasta rematar en las casi inentendibles formulaciones de la postmodernidad, heredadas del nihilismo de Friedrich Nietzsche, o sea, el estado de creencia en la nada, sin designio ni propósito alguno8, con la evasión del pensar coherente para, en su lugar, reconstruirlo mediante la búsqueda de contradicciones y conflictos que tornen imposible alcanzar cualquier premisa sobre la base de la cual formularlo9.
Secuela de tales impulsos ha sido el individualismo, que halla en cada persona singular la unidad básica del análisis político y normativo, con las colectividades y sociedades aceptadas como meras adiciones numéricas de aquellas individualidades, sin entidad propia10.
Quedamos así ya en el seno del relativismo, incesantemente expansivo y a un paso del anarquismo, es decir, al rechazo de cuanta idea provenga del ambiente o de otros sujetos11.
II. REFLUJO Y RECTIFICACIONES
La rectificación de esas corrientes filosóficas comenzó con Hans Clemens Von Brentano en su libro La psicología desde el punto de vista empírico, aparecida en 187412. En ella se retorna a la intencionalidad o dirección con que realizamos los procesos mentales, enfatizando así el espíritu por sobre lo físico o material, la voluntad que gobierna a la libertad y la armoniza con el orden. José Ortega y Gasset, en su primera época, se inscribe en esa escuela de pensamiento. De ella, en Chile, nadie ha superado las elaboraciones del filósofo y jurista Jorge Millas Jiménez (1923-1985).
En sus apuntes de Filosofía del Derecho, ya citados, Millas formuló una lúcida, coherente y persuasiva tesis axiológica, en la cual hallamos aseveraciones que merecen ser aquí recordadas. Escribió Millas13 que el Derecho es un régimen de convivencia para el servicio de la vida, que va caminando y cambiando con ella y que implica siempre algún sistema de valores. De estos, Millas realzó lo que llama forzosidad de la ética, esto es, un ideal que exige acatamiento y preferencia. La justicia, el orden, la paz, la seguridad, la libertad y la igualdad son especies de deber ser, de bienes que fluyen de aquella forzosidad intrínseca de los valores. Consecuentemente, Millas finalizó afirmando que el fundamento último del orden jurídico es axiológico, pues el derecho es, en sí mismo, un sistema de valores que, además, sirve de medio para realizar los otros valores recién aludidos y muchos más14.
El sufrimiento es una escuela indiscutible e insuperable de perfeccionamiento humano. Por eso, digo que fueron necesarios testimonios masivos de atrocidades para concluir, setenta años atrás y después, que es menester terminar con la sospecha, según la cual toda regla moral encubre un afán de dominio de unos seres humanos sobre sus semejantes, sean personas, grupos, etnias, naciones15 y en el presente, la comunidad internacional. Imperativo es reconocer que fueron las penurias inhumanas padecidas bajo dictaduras y totalitarismos las que forjaron la conciencia, primero en líderes esclarecidos, que la moral no es un asunto única ni principalmente privado; que ella es inseparable de la política, de la economía, de la sociología y del derecho; que el nihilismo, es decir, que todo da lo mismo con sujeción a una autonomía individual que no acepta deberes ni reconoce valores como el de la solidaridad, es inconciliable con el despliegue de la personalidad de cada cual en ambientes compartidos de certidumbre y confianza, aunque sean mínimas.
Grandes guerras, fueran mundiales y regionales o internas, esto es, civiles; revoluciones y contra revoluciones singularizadas por la violencia con miseria espiritual y física; arbitrariedades, angustias y discriminaciones; en fin, trastornos mentales masivos, evidenciados desde la infancia, y otros males semejantes impusieron, finalmente, el reconocimiento de la dignidad humana16 con el rango de valor supremo, derivado de la cual se garantizan los derechos y deberes que emanan de ella17.
Pienso que ese fue el reencuentro de la civilización contemporánea con las proclamaciones humanistas de Estados Unidos en julio de 1776 y de la Revolución Francesa en el mismo mes de 1789. Hallamos también en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de diciembre de 1948 la resonancia nítida y actualizada de esa reentronización del humanismo