—Quizá tuviste una crisis religiosa en algún momento, y eso explique el corte —le dijo, no para burlarse, sino intentando encontrar en su mano un tema que su mujer evitaba. Lo único que Shirley sabía del universo era que la humanidad está abandonada a su suerte. Ella negó con la cabeza—. O puede que signifique que vas a hacer alguna tontería. —Y Philippe volvió a presionar con los dedos hasta que la palma arqueada de su mujer pareció una hoja.
—A lo mejor ya he hecho la tontería.
—Se te olvidará —respondió él con voz suave, creyendo que se refería a aquel día—. Veo que vas a tener siete hijos.
—Muy bien. Yo también.
¿Por qué no hablaba en plural? Shirley podía recordar a su difunto padre sin que se le saltaran las lágrimas; nunca hablaba de su joven marido fallecido; y tampoco estaba llorando en ese momento, así que Philippe pensó que sabía sacudirse la tristeza con facilidad y que el dolor era una disposición transitoria de sus sentimientos. Creía que era una característica norteamericana que permitía llevar una existencia cómoda, sin recuerdos ni remordimientos.
Pero Shirley no era tan descuidada como él parecía desear: al menos sabía lo que la asustaba. El accidente de su mujer lo había conmocionado. Philippe se sentía culpable, pero malinterpretaba el significado de ese sentimiento. Shirley consideraba a su marido invulnerable y, por el mero hecho de ser riguroso, superior a ella. Ninguno de los desdichados amigos a los que Shirley había ofrecido con mucho gusto su cariño sabía lo impuros que le parecían en el fondo. Ahora se daba cuenta de que Philippe aún estaba aprendiendo: a los veintinueve años, había descubierto que hasta los mejores días esconden sorpresas envenenadas. La compasión generosa de Shirley, su inmediata buena fe y su raudo arrepentimiento no iban a servirle de nada a él. Obsesionado con el significado oculto de las ideas, aún creía que la gente era lo que parecía ser; o peor, que la gente era como tenía que ser. La discreción le parecía algo fundamental y las inclinaciones del corazón, fáciles de identificar. Shirley había esperado que le construyese una casa, intelectual y sentimental, y la invitara a pasar. Pero al final resultó ser ella quien lo invitó. La escasez de casas en París, que ya afectaba a dos dóciles generaciones, imponía ciertas normas: uno de los cónyuges tenía que aportar un techo. Dos personas sin casa jamás se casarían, simple y llanamente. Philippe dejó a su hermana y a su madre por un apartamento donde había espacio de sobra, pero solo sitio para Shirley. Hizo hueco a la ropa de su marido colocando la suya sobre las sillas, y habría podido quedarse allí para siempre si Philippe no la hubiese vuelto a guardar.
El día avanzaba: arrastró unos centímetros su silla de hierro para sacarla de la sombra que ofrecía el parque. Se acordó de que en los parques de París había que pagar para sentarse, y se preguntó qué diría cuando apareciese la mujer andrajosa con sus tickets de papel. Leyó: «En el cielo no hay noche, porque los ángeles nunca se cansan de cantar y nunca tienen ganas de dormir. Nunca enferman y nunca morirán». Cada vez que la historia que estaba inventándose para Philippe rozaba la verdad, se volvía inverosímil. ¿Quién iba a creerse que la amiga más vieja de su madre, la señora Cat Castle, se había negado a prestarle a Shirley el dinero para un mísero billete de autobús? Quizá Philippe llevaba razón y lo mejor era imaginarse a los demás como tendrían que ser. Entonces Shirley sería descrita por todos los Perrigny que la sobreviviesen como ingenua, puritana y alcohólica, porque así veían ellos a los norteamericanos. Al menos era explícito; ella, en cambio, no tenía una imagen fija de nadie. Esa misma mañana, mientras volvía arrastrando los pies después de la larga noche en casa de Renata, había visto su reflejo en el escaparate de una charcutería. Se esperaba ver la cara de alguien vulnerable, de quien era fácil aprovecharse (¡qué fiables resultaban ser los espejos de Geneviève!), pero el reflejo decía: «Así eres tú» y le devolvía su imagen, implacable. También estaba ridícula. El cinturón de la gabardina le arrastraba. Esa mañana radiante de junio iba vestida para la lluvia y para la noche. Como ese recuerdo no le decía nada, lo recompuso, y se vio caminando por la Rue du Bac vestida con la ropa idónea, intimidatoria, como su cuñada Colette. Se alejó un poco para ver la calle con algo de distancia. Por la otra acera, siguiendo a Shirley con cierta torpeza, había un perseguidor melancólico, un personaje propio de Turguénev, con los cordones desatados. Bien administrado, el episodio podía ocupar hasta doce minutos de cualquier aburrida película europea. En una película estadounidense, uno de los dos tendría que estar gritando. Soltó una carcajada, y uno de los niños acuclillados a sus pies creyó que se burlaba de él. Intentó ocultar lo que quiera que estuviese dibujando en la arena, pero tenía las manos demasiado pequeñas. Había dibujado un león o una esfinge de pies enormes; su criatura llevaba botas.
—Es un caballero —le dijo a Shirley.
—Ya lo sé —respondió—. Se nota por las botas.
«Me había puesto las botas de agua de Canadá —le diría a Philippe—. Y la gabardina que, según tu hermana, parece una pieza de un uniforme alemán. Unas horas antes habían pronosticado un fin de semana lluvioso, pero, como siempre, fui la única persona de París que se tomó en serio el pronóstico del tiempo. Me vestí para una o dos cosas que nunca ocurrieron. Tú me dijiste que dejase de ponerme la gabardina porque estaba sucia, pero ¡tampoco me dejaste regalársela a nadie, que habría sido lo más sencillo y considerado! No, tú me aconsejaste que la llevara a la tintorería para que la sumergiesen en líquido para embalsamar.»
«Mi madre escribió: “Si te casas con él, siempre os separarán dos cosas: la higiene, porque no lavarse forma parte innata de él, y la manera de concebir los bienes terrenales, porque seguro que es un tacaño”. Está muy equivocada. O eso me parece a mí. Ahora ¿qué? Cruza el parque. Ve a casa. Busca dinero. ¿Dónde? James, claro. Mi vecino, James Jijalides. Philippe se pondrá hecho una furia.» Entonces le dijo a Philippe: «Mira, no puedo seguir disculpándome por todo. Sé que piensas que mis amigos son unos inútiles, y supongo que lo son; pero ¿los tuyos dónde están? Otra cosa que escribió mi madre fue: “Acuérdate de que no tienen amigos”. Tú tienes a Geneviève, pero nunca la he visto. Luego está Hervé. Fuisteis juntos a clase, al ejército, a Argelia, pero ahora estáis casados y vuestras mujeres os distancian. Yo podría describir a una Geneviève, aunque nunca haya visto una, pero ¿cómo describir a Hervé? Hervé no sabría ni cómo se llama si la policía no hubiese escrito su nombre en un carnet y lo hubiera sellado. Él no se mira al espejo; él mira la foto del carnet de identidad. Si la policía ha asegurado que esa cara es de Hervé, tiene que serlo sin más remedio. Si la policía no pudiera verlo, significaría que es invisible o una persona distinta. He hecho una tontería —le dijo a Philippe—. En Berlín dijiste que la haría. Lo leíste en mi mano».
La razón le aconsejaba que no todas sus llamadas telefónicas fueran imaginarias. En la sala de estar, con los postigos cerrados, Shirley marcó el número de la madre de Philippe. La centralita de Galvani le evocaba calles desangeladas y esposas de dentistas con guantes que esperaban en fila el autobús. Respondió Colette, que dijo: «Ah, eres tú», en un inglés con un tono nuevo y áspero. Dejó a Shirley divagar, o parlotear, un par de minutos hasta que la interrumpió con un: «Shirley, cariño, no te molestes en venir a no ser que tengas hambre. Estoy cansada del viaje y me voy a acostar. Mamá está descansando. Todos estamos agotados. ¿Por qué lo sientes? ¿Perdón por qué? No, mujer, no. La amiga de tu madre es igual de importante. No, Philippe no ha ido a Le Miroir en todo el día. Hoy no va a trabajar. Eso te lo puedo asegurar. Espera, por favor, me dice… No, dice que no dice nada. ¿Que si está furioso? Qué va. Qué lenguaje más dramático. ¿Disculparte por qué? No hace falta, no hay motivo, así que déjalo, por favor. Tengo que colgar. Ya está. Hablamos. Adiós. Shirley, despídete, por favor, es más sencillo que seguir con todas estas disculpas. Hablamos. Voy a colgar».
Shirley podía oler perfectamente los cigarrillos de su marido, y también un olor parecido al de casa de su suegra, una mezcla de hierbas secas, manzanas, libros oscuros y alcanfor. Estaba sonriendo, como si la conversación con Colette hubiera sido una especie de broma. La