La señora Castle desapareció bajo los cambiantes juegos de luces y sombras marcados por el sol y las hojas entrelazadas de los árboles. Ahora, en su lugar, había un hombre con una silla plegable en la mano. Shirley era miope y estaba acostumbrada a que la gente se desvaneciese así ante ella, por lo que habló con confianza a la luz y a la sombra.
—Por cierto, señora Castle, esta mañana he salido de casa sin dinero. No llevo nada, ni siquiera un billete de autobús. ¿Puede prestarme algo? Mañana se lo llevo a su hotel.
—Eso sería lo último que haría —respondió la voz de las praderas—. Ni podría, ni querría. Ya tienes tu libro, y tu desayuno, pero no puedo darte nada más. Además, Shirl, tu madre sería la primera en recordarte que una dama nunca necesita nada. Nunca necesita, nunca quiere y, en cualquier caso, nunca pide nada.
4
Shirley siempre tenía la esperanza de que las cartas de su madre le ofrecieran soluciones mágicas, y siempre se llevaba un chasco. La correspondencia entre madre e hija, Montreal y París, era un diálogo de sordas ininterrumpido. Shirley le suplicaba que la aconsejara en diferentes asuntos, pero solo conseguía que le dijese que sus preguntas eran ilegibles. Después de pedir respuestas, siempre tenía miedo de cuáles podrían ser, aunque envidiaba la clarividencia que sin duda las habría inspirado. A veces dejaba los sobres intactos varios días, como si temiese que, al abrirlos, algún tipo de cuenta pendiente pudiera abalanzarse sobre ella y matarla a zarpazos. Porque así se imaginaba ella la justicia: como un leopardo agazapado en la oscuridad. Por otra parte, que la señora Norrington hubiera decidido hacer caso omiso de la última carta de Shirley con la excusa de que estaba escrita con runas ilegibles no significaba que no hubiera entendido de qué trataba o que no tuviera opinión. La madre de Shirley formaba parte de una familia de mujeres de las praderas activistas con formación universitaria. Mucho antes de que Shirley naciese, había publicado una tesis titulada Lo que Ruskin no supo ver, que no trataba tanto de Ruskin como de un aspecto insignificante del Renacimiento italiano: lo único que Ruskin no había sabido ver eran un par de pintores. (Unos años después, Shirley descubrió de manera fortuita, en una biblioteca universitaria, el campo de la tesis de su madre, dentro del ámbito «Jefes tribales escoceses», con «Familia Gray» como referencia, lo que no disgustó a Shirley, puesto que eso significaba que solo los estudiantes más dotados y perseverantes podrían remontarse al siglo que correspondía.)
La señora Norrington había salido de sus años de investigación mucho más impresionada por la lamentable historia del matrimonio de Ruskin que por la historia del arte en sí, por la que, mal que le pesara, sentía casi el mismo desdén puritano que su entorno. Llevaba un tiempo acumulando material para una segunda obra que quería titular: Lo que Effie calló. Sería un folleto —aunque Shirley se lo imaginaba con tapa rígida color oliva— y abordaría la capacidad de Effie Gray para sufrir y perdonar, su inocencia sexual, su prolongada virginidad conyugal y las posibles razones por las que por fin se armó de valor. El tiempo y la pasión se movían en círculos. La señora Norrington entendía a Effie, pero una prudencia innata impedía que entendiese a Shirley. Ahora, Effie y Shirley se habían solapado, por así decirlo. Hacía ya unos siete meses, en noviembre, que el regalo de cumpleaños que la señora Norrington le había hecho a su hija —un cojín relleno de agujas de pino— había llegado, con un mensaje ensartado en su corazón de hierro: «Ya tienes veintiséis años, cariño, la edad a la que Effie Gray por fin dejó a ese Ruskin». Lo que consternaba a Shirley no era la inocente falta de claridad de su madre, sino la lógica simplona que la llevaba a juzgar a dos hombres distintos como si fueran la misma persona. Shirley escribió en vano numerosas cartas con manchas de tinta y de café asegurando que Philippe y Ruskin no tenían nada en común, excepto el temor básico que obsesiona a todo matrimonio: el de haberse equivocado de persona. La señora Norrington seguía sugiriendo que, aunque el matrimonio no consumado fuese, en su opinión, la más respetuosa de las relaciones, carecía de mérito espiritual si el marido era impotente u homosexual. No, tenía que tratarse de algo aún más complicado. Unos votos religiosos unilaterales habrían obtenido su visto bueno, aunque más de una vez le había asegurado a Shirley que era y siempre sería «una agnóstica con la conciencia extremadamente tranquila».
«Tendría que dejar de molestar a mi madre —se dijo Shirley después de dejar a la señora Castle, con sus principios y su independencia, en la parada de autobús—. Nunca querrá entender mi letra. ¿Por qué insistir?»
Ya no tenía nada por delante, excepto una larga caminata hasta casa. Pensó en coger un taxi para ir a la casa de la madre de Philippe y pedirle al conductor que esperara mientras ella subía a la carrera varios pisos, tocaba al timbre, se sometía a una inspección a través de la mirilla y, con la respiración entrecortada, pedía el dinero del trayecto. La imagen era tan sumamente aterradora que dio gracias por estar en esa situación, sin un céntimo, cruzando la calle para adentrarse entre las luces y las sombras de los Jardines de Luxemburgo. Al menos, la carta de ese día le había dejado claro que podía usar la máquina de escribir: hasta entonces, la señora Norrington tenía la costumbre de rasgar, sin leerlo siquiera, cualquier mensaje que no estuviera escrito a mano. Lo más probable era que algún vagabundo ingenioso, o algún vecino taimado, la hubiese convencido de que el progreso de la humanidad se veía lastrado por quienes aún escribían con bolígrafo. Entonces esa persona habría sacado una Remington averiada y se la habría vendido a un precio exorbitante. Por lo general, los cambios de opinión de su madre se debían a encuentros por el estilo.
«Aquí está la fuente junto a la que Geneviève aprendió Ganso Gansito de memoria; donde Geneviève arrastraba una silla verde para sentarse, confiada, al lado de la señorita Thule; donde las rodillas desnudas de Geneviève rozaban la falda estilo racionamiento de posguerra de la señorita Thule.» Shirley escogió una silla en ese lugar consagrado y abrió su guía, la auténtica Palabra llegada de su hogar, El pío nuestro de cada día. «¿Podría morir tu padre? —leyó—. Por supuesto: muchos niños no tienen padre. Me han hablado de un niño cuyo padre se cayó de una escalera alta y se mató. El padre de otro niño murió por la coz de un caballo. Otro padre estaba excavando un pozo muy hondo y dejó de respirar. Los padres de algunos niños enferman y se mueren.» A Shirley le agradaba leer por fin algo que parecía irrefutable. A sus pies, dos niños que no parecían conocerse estaban acuclillados, espalda contra espalda, dibujando en la arena. Una mujer pálida, una de las madres del parque, preguntó con una risilla maliciosa que recordaba a un relincho: «¿Son suyos los dos?». Entonces Shirley cayó en la cuenta de que uno de los niños era de piel oscura, quizá magrebí. Cerró el libro, dejando un dedo entre las páginas.
«¿Que dónde he estado desde anoche? —volvió a empezar, tratando de dar con alguna historia que Philippe pudiera creerse—. Esta mañana he vuelto de casa de Renata en metro (verdad) y he parado en Rue du Bac a comprar comida para nuestro almuerzo (verosímil). He estado comprando. Eso es lo que he hecho las últimas dieciséis horas. He comprado olivas, anchoas, salchichón de ajo y dos tipos de queso…» Pero era imposible, porque no llevaba dinero encima, ni un céntimo, y no necesitaban anchoas, porque cada dos domingos comían en casa de la madre de Philippe. Aquel era un domingo de gala, con una tarta Saint-Honoré de treinta y cinco centímetros de alto, tachonada de violetas azucaradas y rellena de ligerísima nata hasta que la tarta pareciese flotar, solo porque Colette había vuelto sana y salva de su viaje a Nueva York. Colette, una estilista con una clientela casi exclusivamente extranjera, había viajado con todos los gastos pagados porque una clienta se había empeñado en que le enseñara a su peluquera cómo conseguía un tono concreto de castaño rojizo —o eso le dijo Colette a su madre—. Shirley se imaginó a los tres Perrigny alrededor de la tarta Saint-Honoré. Cada vez que veía a Philippe con su familia, aunque fuera en la imaginación, se decía que su misión era salvarlo, y que ese era el objetivo de su matrimonio. «Me daba miedo acabar pareciéndome a mamá», le había dicho su marido una vez; una frase alarmante, habida cuenta de que, para él, su madre no tenía ningún rasgo odioso. Poco después de la boda, Philippe le leyó a Shirley la mano y el futuro, lo que quizá significaba que había sido incapaz de imaginárselo. Ella estaba tumbada en una cama alta de hospital, en Berlín, mirando el cielo coriáceo por la ventana a la que él daba la espalda. Le dijo que su línea