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Si bien generalmente la población indígena de Chiloé ha sido caracterizada como más pacífica y menos proclive a la defensa de su autonomía que la población mapuce de la Araucanía histórica (Saavedra, 2015, pp. 86-87), al menos para los siglos coloniales, bien podríamos formarnos otra imagen si juzgamos a partir de la resistencia que la población de Chiloé opuso a los españoles en el siglo XVI o si nos detenemos en los grandes levantamientos que aquellos indígenas prepararon coordinadamente contra el dominio español en los años 1600, 1643, 1655 y 1712 (Saavedra, 2015, p. 71). Y es importante que tengamos en mente este contraste, porque esta idea de que los chilotes eran “indios pacíficos” constituye una característica que los mismos indígenas de Chiloé utilizaron para labrarse un lugar dentro de la monarquía de la cual formaban parte en el siglo XVIII.
Luego de la rebelión y derrota indígena en Chiloé, de 1712, que se saldó con cientos de muertos, es posible vislumbrar dos procesos en paralelo. Primero, la población indígena comienza a utilizar la vía jurídica como medio para intentar resolver los agravios a los que los sometían los españoles. Y segundo, se da un proceso de “apertura” de la política provincial, que toma forma en la intervención directa de las dos principales instituciones con potestad en Chiloé: la Audiencia de Santiago de Chile, porque será donde se resolverán los juicios derivados del levantamiento de 1712 y donde comenzaron a acudir los caciques de Chiloé solicitando justicia, y el Obispado de Concepción (Reino de Chile), porque fue sobre todo el obispo Azúa, luego de su visita a la provincia de Chiloé en 1741, quien normó la encomienda e intentó aplacar el conflicto creciente entre población indígena y española en Chiloé (Urbina, 2004, p. 234; Catepillan, 2018, p. 349). Ninguna de estas instancias, sin embargo, logró apaciguar a la población en Chiloé, así como ninguna de estas instancias logró hacer cumplir la normativa sobre tributos en Chiloé, que en lo fundamental disponía el término del servicio personal (Catepillan, 2018, p. 350).
En el reino de Chile, cuya política estuvo condicionada por la posibilidad constante de un enfrentamiento armado con los mapuce de la Araucanía histórica (o “indios de arriba”), toda la población indígena, en mayor o menor medida, participaba de los atributos de los enemigos del rey. No me parece descabellado asociar a este hecho la sobrevivencia de la encomienda hasta la década de 1790 en aquel lejano reino, lo que podríamos vincular, quizá, a cierto régimen de alteridad propio del reino de Chile. Sin ánimo de caracterizarlo, creo que su existencia queda en evidencia por los avatares de la provincia de Chiloé.
En 1768, y por cuestiones geopolíticas, la provincia de Chiloé fue incorporada al Virreinato del Perú (Aravena, 2015, p. 45). Podemos hacernos una idea bien precisa de cómo argumentaron los indígenas de Chiloé en la Audiencia de Lima, a la que comenzaron a acudir desde 1768 en búsqueda de justicia. Y podemos detallar el discurso que comenzaron a articular en buena medida porque no lo elaboraron solos, sino de la mano del Cabildo de Naturales de Lima y de los procuradores de naturales que actuaban en la capital del virreinato. En suma, insertándose en un régimen de alteridad relativamente diferente.7 Por lo mismo, aquel discurso no se agotó en el papel sellado, al contrario, tuvo hondas consecuencias en el modo en que la población indígena de Chiloé se imaginó a sí misma en los años finales del coloniaje y durante las primeras décadas de la República chilena.
Como dirían ciertos caciques que se reunieron en San Carlos de Chiloé (hoy Ancud), en abril de 1790, ellos eran buenos súbditos de las dos potestades, no se habían opuesto a la conquista y se habían mantenido leales “desde que llegaron a esta provincia los primeros españoles”, de ahí la injusticia de que los hubieran encomendado “como si fuesen indios bravos y rebeldes” (Quilaguirqui et al., 1790).8 En síntesis, eran leales súbditos y fieles cristianos, lejanos de la neofitud, dignos de vivir en policía y conforme con las leyes reales.9 No es abusivo asociar a este proceso de politización, de acercamiento a la República de Indios de Lima y de “autoimaginación” en clave monárquica y católica, con el término de la encomienda en Chiloé, sancionado en 1782 luego de que así lo solicitaran los mismos indígenas de Chiloé, con la creación de una República de Indios en forma (con alcaldes, caciques y procuradores, celebración periódica de cabildos, etcétera), con la paulatina disminución del tributo pagado a las autoridades reales y del abandono del idioma mapuce (Catepillan, 2018, pp. 354-355). Tengo la impresión de que este proceso de organización política, con su correlato identitario, se relacionó con el fortalecimiento de una identidad indígena genérica, desmarcada de los contenidos culturales que hoy en día asociamos a lo indígena. Y, por último, creo que este proceso de transformación política e identitaria habría que vincularlo con los modos en que era concebida y experimentada la raza en Chiloé, cuya característica más notable, sin duda, es la inexistencia de la categoría “mestizo” en los usos locales del siglo XVIII o cierto radical “binarismo racial”.
Estas son algunas de las claves con las que habría que entrar al estudio de un tema respecto del cual casi no existen investigaciones, a excepción de una tesis de pregrado, escrita por Alejandro Pereira (2019) y de un conocido trabajo de Rodolfo Urbina, preocupado sobre todo de la legislación y del efecto que tuvo el término de la encomienda en la economía y la moral española (Urbina, 2004).
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El segundo laboratorio en que podrían estudiarse las políticas indígenas y los regímenes de alteridad es, precisamente, el proceso de desmantelamiento de aquella República de Indios impulsado por la República de Chile a partir de 1826 o, de manera velada, el proyecto asimilacionista chileno. El tema es amplio, vinculado a cuestiones centrales del proyecto liberal y, sin embargo, dentro de este laboratorio existe una gran pregunta que podría guiar la pesquisa: ¿cómo es el proceso de “desindianización” de la población de Chiloé?
Existen dos decretos profusamente citados al respecto, del 3 de junio de 1818, que dispuso la prohibición de toda denominación distinta a la de chileno para los ciudadanos nacionales; y del 4 de marzo de 1819, que dispuso la eliminación del tributo de la población india y el reconocimiento de su ciudadanía. Y, sin embargo, nadie dejó de identificarse ni de identificar a otros como “indio” porque así lo dispuso el Supremo Gobierno en aquellos decretos y en las sucesivas constituciones que consagraban esta supuesta igualdad formal. Hay un aspecto pendiente de ser estudiado, una cuestión central en el proyecto chileno de la cual la historiografía nacional escasamente se ha ocupado.
Para el “laboratorio” chilote, me limitaré a presentar dos momentos de la distribución de la población indígena de Chiloé y dos posibles herramientas de asimilación: una “tradicional”, implementada por las autoridades y los potentados locales (la milicia) y la otra, propiamente liberal (la división de la propiedad comunal).
Para 1780, en prácticamente todas las capillas de Chiloé existía población indígena. La “unión residencial” entre españoles e indios, que ha sido señalada por Joaquín Saavedra como factor de la indianización de los españoles de Chiloé (Saavedra, 2015, p. 180), solo era efectiva en 36 de 83 capillas, muy claramente concentradas en Calbuco (al norte de la provincia) y en torno a la ciudad de Castro (en el centro de la provincia) (Catepillan, 2018, pp. 360-363). Todo el resto de la provincia estaba habitada exclusivamente por indios: islas del interior y costas poniente, noreste y sudeste de la Isla Grande de Chiloé.
¿Y a mediados del siglo XIX? Siguiendo las descripciones de viajeros y funcionarios públicos (Catepillan, 2018, pp. 363-366), al parecer las zonas indígenas correspondían a algunas islas del mar interior junto con el sudeste y el poniente de la Isla Grande de Chiloé.