Y reímos hasta que te escucho toser. Y soplo tu cabecita, te alzo los brazos. Shhh, shhh, ya está, ya está, ya pasó. Toco tu espalda quebradiza en lo que a mí me cruje la cintura, porque uno se hace viejo sin enterarse de los males que van a desmoronarle por dentro hasta que un buen día te encuentras cansado a los tres pasos, te falta el aire y ruegas por un asiento al que poder pegar el culo pronto. Los suspiros de alivio urgente delatan un cuerpo que comienza a ceder a partir de los cuarenta y pico y recién ahí uno se descubre achacoso, con pecas por todos lados, con la piel corrugada a tramos y la primera oleada de canas.
No me llores, Laurita, ¡Uy, te ganó el patito y sin quejarse! ¡Ah, qué bien nada! Y cuac-cuac, cómo te llama el bandido, cómo te guiña el ojo izquierdo; y el patito, squich, y tú sonríes con los pocos dientes que te quedan en la boca. A ratos no dejo de preguntarme qué haría el viejo si estuviera acá.
Toma, agárralo. No llore, dile, no llore.
Y te miro cargarlo como si fuera un bebe al que hay que sacar el chanchito con palmadas. Así, distraída, aprovecho a desabotonarte el cuello de la bata de flores rojas y volados de muñeca.
Haz que el patito toque el cielo, Laura. ¡Que vue-le, que vuele!
Y a medida que intentas acercar el pico de hule al techo, te desvisto con mucho cuidado y después me llevo el trapo a la nariz: no, ni hablar. Y aprieto los ojos: directo al cesto de ropa sucia. A ver, ven por acá. Un último esfuerzo: el pañal que se abre y cae como una piedra.
Y entonces a la tina. Primero una pierna, luego la otra y a ver, espérame, ah. Por fin, sentada, dejo que reconozcas tus dimensiones y que el agua con su caricia vaya calmándote. Te fascina su temperatura, lo sé. No fue tan malo, ¿verdad? El jarrito sube y baja y el flujo transparente y tibio se desliza por el pelo blanquísimo que te queda.
Recuerdo los veranos que pasábamos con el viejo en Colán y tu cabello como cascada de oro cayendo por tus hombros. Hermosa. La arena caliente y tus manos empapándome con la espuma que avanza por la orilla. Te veo a ti, Laurita, jovencísima, bañando mi cuerpecito, blando, quebradizo. Te siento acariciarme como yo ahora lo hago contigo, mientras te lleno de jabón y champú y la esponja en la espalda, girando y girando. ¡No me mojes, caramba! Y tú que te ríes con los pocos dientes que resisten en esas encías sin color, casi fantasmas.
Cierra los ojitos. Y rasca que te rasca con mis dedos sin uñas, cabezones. Por lo menos para eso quedan perfectos. Hace dos años que hacemos lo mismo y, al sacarte del agua, intentas un nuevo puchero: deseas que este baño se prolongue para siempre. A veces yo también, pero hay que sacarte ya. Unos minutos más pueden hacer la diferencia entre la limpieza cálida y la pulmonía fulminante.
Tu cuerpo desnudo gotea, inmóvil. Gimoteas en silencio en un lenguaje ininteligible de vocales alargadas y pienso en el ulular triste de las cuculíes. Tu vista apagada, deslucida, hacia el rincón. ¿Qué es lo que buscas allí donde las paredes se juntan y las telarañas se tienden como mantos sobre nuestras cabezas? Tal vez intentas recobrar la redondez de mi rostro (Quiero decir, del rostro que me recuerdas, ese que siempre fue más tuyo que mío). ¿Me encontraste, mamá? ¿Me recuerdas por fin? Pero no contestas. Hace años dejaste de hacerlo, pero aquí sigo lanzándote mis palabras como migajas para las aves de tu conciencia que partieron y que ya no van a volver a posarse sobre ti. Laurita, ¿te acuerdas si lloraba cuando debías sacarme de la playa o enjuagarme en la bañera? Quiero creer que el llanto es todo lo que nos une en este instante o, mejor dicho, todo lo que nos queda en común.
Y de nuevo soy yo el que te seca suavemente y repara en los lunares de tu espalda (¿o son los míos en la tuya?), y reconozco en cada pliegue de tu piel marchita el lugar donde habitó mi lejana infancia.
¿En qué momento se queda uno atascado en la mierda?
Sé que, aunque odies verme llegar con la tina enorme y la esponja y el champú y los baldes y esas toallas con las que te envuelvo cuando el piso de parqué del cuarto se encharca y tú luchas por conservar el tibio abrazo del agua, reconocerás que son mis manos las que sobreviven al olvido que te aqueja, al lugar en el que seguimos envejeciendo.
A veces quisiera seguir siendo tu niño, Laurita. Y que seas tú la que me consuele ahora que no puedo parar de llorar, empapado y maltrecho, como el patito tuerto que flota entre la espuma y que en silencio nos mira.
Las últimas flores mueren con la tarde
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