Anna Karénina. Liev N. Tolstói. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Liev N. Tolstói
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782380374193
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todos los conocidos, era Yachvin el único a quien Vronsky habría deseado hablar de su amor. Aunque Yachvin despreciaba todos los sentimientos, Vronsky adivinaba que sólo él sería capaz de comprender aquella pasión que ahora llenaba su vida. Estaba seguro de que Yachvin no encontraría placer en chismorrear sobre aquello, ya que no le agradaban la murmuración ni el escándalo. Seguramente habría comprendido su sentimiento en su justo valor, es decir, entendiendo que el amor no es una broma ni una diversión, sino algo serio a importante.

      Vronsky, aunque nunca le hablara de su amor, sabía que Yachvin estaba al corriente de todo y que tenía el concepto que debía tener. y le gustaba leerlo en los ojos de su amigo.

      –¡Ah! –exclamó Yachvin cuando Vronsky le hubo dicho que había estado en casa de los Tversky.

      Brillaron sus ojos negros. se cogió el extremo izquierdo de su bigote y se lo metió en la boca, según la mala costumbre que tenía.

      –Y tú, ¿qué hiciste ayer? ¿Ganaste? –preguntó Vronsky.

      –Ocho mil. Pero con tres mil no puedo contar. No van a pagármelos.

      –Entonces no importa que pierdas apostando por mí –dijo Vronsky, riendo, pues sabía que su amigo había apostado una fuerte suma a su favor en aquellas carreras.

      –No perderé. Tu único enemigo de cuidado es Majotin.

      Y la conversación pasó a las carreras, único tema que aquel día podía interesar a Vronsky.

      –Bien, ya he terminado –dijo éste.

      Y, levantándose, se dirigió a la puerta.

      Yachvin se levantó también, estirando sus largas piernas y su ancha espalda.

      –Aún es temprano para comer; pero me apetece beber. Espérame, ahora voy. ¡Eh! ¡Venga vino! –gritó con voz sonora que hacía retemblar los cristales, voz célebre por el estruendo con que daba órdenes–. ¡Pero no, no quiero! –gritó otra vez–. Si vuelves a tu casa, voy contigo.

      Y salieron juntos.

      Capítulo 20

      Vronsky ocupaba en el campamento una isba finesa, muy limpia y dividida en dos departamentos.

      En el campamento, Petrizky vivía también con él. Cuando Vronsky y Yachvin entraron, Petrizky dormía aún.

      –Levántate; ya has dormido bastante –dijo Yachvin pasando al otro lado del tabique y sacudiendo por los hombros al desgreñado Petrizky, que dormía con la cabeza hundida en la almohada.

      Petrizky se incorporó bruscamente sobre las rodillas y miró a su alrededor.

      –Ha estado aquí tu hermano –dijo a Vronsky–. Me despertó. ¡El diablo le lleve! Ha dicho que volvería.

      Y atrayendo otra vez la manta hacia sí, apoyó la cabeza en la almohada.

      –Déjame en paz, Yachvin –dijo a éste, que insistía en tirar de la manta–. Déjame… –dio media vuelta y abrió los ojos–. Y si no, vale más que digas esto: ¿qué me convendría beber ahora? Tengo en la boca un sabor tan malo que…

      –Lo mejor será beber vodka –contestó Yachvin con su voz de bajo–. ¡Tereschenko, trae vodka y pepinos salados para el señor!. –gritó al ordenanza.

      –¿Crees que lo mejor será vodka? –preguntó Petrizky, haciendo muecas–. ¿Bebes tú? Si bebemos los dos, de acuerdo. Y tú, Vronsky, ¿bebes? –concluyó Petrizky levantándose y envolviéndose hasta el pecho en la manta de rayas.

      Salió por la puerta del tabique, levantó los brazos y cantó en francés:

      Había en Tule un rey…

      –¿Beberás, Vronsky? –insistió.

      –Déjame en paz –repuso Vronsky, poniéndose el uniforme que le ofrecía el ordenanza.

      –¿Adónde vas? –preguntó Yachvin–. Allí tienes la troika –añadió, viendo acercarse el coche.

      –A las cuadras. Además, tengo que ver antes a Briansky para hablarle de los caballos –repuso Vronsky.

      Vronsky, en efecto, había prometido visitar a Briansky, que vivía a diez verstas de San Petersburgo, para llevarle el dinero de los caballos. Quería aprovechar el tiempo para realizar de paso aquella visita.

      Pero sus compañeros comprendieron en seguida que no iba sólo allí.

      Petrizky, mientras continuaba cantando, guiñó el ojo y sacó los labios, como diciendo: «Ya sabemos quién es el Briansky que tienes que visitar».

      –Procura no volver tarde –dijo únicamente Yachvin.

      Y, cambiando de conversación, preguntó mirando a la ventana y refiriéndose al caballo de varas de la troika que él le había vendido:

      –¿Y qué? ¿Cómo te va mi bayo?

      –Espera –gritó Petrizky, viendo que Vronsky salía ya–. Tu hermano ha dejado para ti una carta y una nota. Pero ¿dónde están?

      Vronsky se paró.

      –¿Dónde están?

      –Claro, ¿dónde están? Ésa es precisamente la cuestión ––dijo con solemnidad Petrizky, pasándose el dedo índice por encima de la nariz.

      –¡Vamos, contesta! Es una estupidez lo que estás haciendo –dijo, sonriendo, Vronsky.

      –No he encendido el fuego con ella. Deben de estar en alguna parte.

      –Déjate de mentiras. ¿Dónde está la carta?

      –De veras que lo he olvidado. O ¿lo habré soñado quizá? Espera, espera… ¿Por qué te enfadas? Si hubieras bebido, como yo ayer, cuatro botellas (cuatro por persona), habrías olvidado también dónde tenías la carta y estarías ahora descansando… Espera; voy a acordarme ahora mismo.

      Petrizky pasó tras el tabique y se acostó.

      –¿Ves? Yo estaba así cuando entró tu hermano… Sí, sí, sí… ¡Ahí tienes la carta!

      Y la sacó de debajo del colchón, que era donde la había guardado.

      Vronsky cogió la carta y la nota de su hermano.

      Era lo que esperaba. Su madre le escribía reprochándole que no fuese a verla. La nota de su hermano decía que necesitaba hablarle.

      Vronsky sabía que ambas cosas hacían referencia a lo mismo.

      «¿Qué tienen que ver ellos con todo esto?», se preguntaba

      Estrujó las cartas y las guardó entre dos botones del uniforme para leerlas más detenidamente por el camino.

      A la entrada de su casa halló dos oficiales, uno de los cuales pertenecía a su regimiento.

      –¿Adónde vas? –le preguntaron.

      –Tengo que ir a Peterhof.

      –¿Ha llegado el caballo de Tsarkoie Selo? .

      –Sí, pero no le he visto.

      –Dicen que el « Gladiador» de Majotin cojea.

      –No es cierto. ¡Pero no sé cómo vais a saltar con el barro que hay! ––dijo el otro oficial.

      –¡Aquí están mis salvadores! –exclamó Petrizky al ver a los oficiales.

      El ordenanza estaba ante él trayendo el vodka y los pepinos salados.

      –Yachvin me ordena que beba para refrescarme –añadió. –¡Qué noche nos disteis! –dijo uno de los oficiales–. No me dejasteis dormir ni un momento.

      –¡Si supierais cómo terminamos! –refería Petrizky–. Volkov se subió al tejado y decía