La mayoría de las señoras jóvenes que envidiaban a Ana y estaban hartas de oírla calificar de irreprochable, se sentían satisfechas y sólo esperaban la sanción de la opinión pública para dejar caer sobre ella todo el peso de su desprecio. Preparaban ya los puñados de barro que lanzarían sobre Ana cuando fuese llegado el momento. Sin embargo, la mayoría de la gente de edad madura y de posición elevada estaba descontenta del escándalo que se preparaba.
La madre de Vronsky, al enterarse de las relaciones de su hijo, se sintió, en principio, contenta, ya que, según sus ideas, nada podía acabar mejor la formación de un joven como un amor con una dama del gran mundo. Por otra parte, comprobaba, no sin placer, que aquella Karenina, que tanto le había gustado, que le había hablado tanto de su hijo, era al fin y al cabo como todas las mujeres bonitas y honradas, según las consideraba la princesa Vronskaya.
Pero últimamente se informó de que su hijo había rechazado un alto puesto a fin de continuar en el regimiento y poder seguir viendo a la Karenina, y supo que había personajes muy conspicuos que estaban descontentos de la negativa de Vronsky.
Esto la hizo cambiar de opinión tanto como los informes que tuvo de que aquellas relaciones no eran brillantes y agradables, a estilo del gran mundo y tal como ella las aprobaba, sino una pasión a lo Werther, una pasión loca, según le contaban, y que podía conducir a las mayores imprudencias.
No había visto a Vronsky desde la inesperada marcha de éste de Moscú y envió a su hijo mayor para decirle que fuese a verla.
Tampoco el hermano mayor estaba contento. No le importaba qué clase de amor era aquel de su hermano, grande o no, con pasión o sin ella, casto o vicioso (él mismo, aun con hijos, entretenía a una bailarina y por ello miraba el caso con indulgencia, pero sí observaba que las relaciones de su hermano disgustaban a quienes no se puede disgustar, y éste era el motivo de que no aprobase su conducta).
Aparte del servicio y del gran mundo, Vronsky se dedicaba a otra cosa: los caballos, que constituían su pasión.
Aquel año se habían organizado carreras de obstáculos para oficiales y Vronsky se inscribió entre los participantes, después de lo cual compro una yegua inglesa de pura sangre. Estaba muy enamorado, pero ello no le impedía apasionarse por las próximas carreras.
Las dos pasiones no se estorbaban la una a la otra. Al contrario: le convenían ocupaciones y diversiones independientes de su amor que le calmasen a hiciesen descansar de aquellas impresiones que le agitaban con exceso.
Capítulo 19
El día de las carreras en Krasnoie Selo, Vronsky entró en el comedor del regimiento más temprano que de costumbre, a fin de comer un bistec.
No tenía que preocuparse mucho de no aumentar el peso, porque pesaba precisamente los cuatro puds y medio requeridos. Pero de todos modos evitaba comer dulces y harinas para no engordar.
Sentado, con el uniforme desabrochado bajo el que se veía el chaleco blanco, con los brazos sobre la mesa en espera del bistec encargado, miraba una novela francesa que había puesto, abierta, ante el plato con el único objeto de no tener que hablar con los oficiales que entraban y salían. Vronsky reflexionaba.
Pensaba en que Ana le había prometido una entrevista para hoy, después de las carreras. No la había visto desde hacía tres días y, como su marido acababa de regresar del extranjero, él ignoraba si la entrevista sería posible o no, y no se le ocurría cómo podría saberlo.
Había visto a Ana la última vez en la casa de veraneo de su prima Betsy. Vronsky evitaba frecuentar la residencia veraniega de los Karenin, pero ahora necesitaba ir y meditaba la manera de hacerlo.
«Bien; puedo decir que Betsy me envía a preguntar a Ana si irá a las carreras o no. Sí, claro que puedo ir», decidió alzando la cabeza del libro.
Y su imaginación le pintó tan vivamente la felicidad de aquella entrevista que su rostro resplandeció de alegría.
–Manda a decir a casa que enganchen en seguida la carretela con tres caballos –ordenó al criado que le servía el bistec en la caliente fuente de plata.
Y acercando la bandeja, empezó a comer.
En la contigua sala de billar se oían golpes de tacos, charlas y risas. Por la puerta entraron dos oficiales:
uno un muchacho joven, de rostro dulce y enfermizo, recién salido del Cuerpo de Cadetes, y otro un oficial veterano, grueso, con una pulsera en la muñeca, con los ojos pequeños, casi invisibles, en su rostro lleno.
Al verlos, Vronsky arrugó el entrecejo y, fingiendo no reparar en ellos, hizo como que leía, mientras tomaba el bistec.
–¿Te fortaleces para el trabajo? –dijo el oficial grueso sentándose a su lado.
–Ya lo ves –contestó Vronsky, serio, limpiándose los labios y sin mirarle.
–¿No temes engordar? –insistió aquél, volviendo su silla hacia el oficial joven.
–¿Cómo? –preguntó Vronsky con cierta irritación haciendo una mueca con la que exhibió la doble fila de sus dientes apretados.
–¿Si no temes engordar?
–¡Mozo! ¡Jerez! –ordenó Vronsky al criado sin contestar.
Y poniendo el libro al otro lado del plato, continuó leyendo.
El oficial grueso tomó la carta de vinos y se dirigió al joven.
–Escoge tú mismo lo que hayamos de beber –dijo, dándole la carta y mirándole.
–Acaso vino del Rin… –indicó el oficial joven, mirando con timidez a Vronsky y tratando de atusarse los bigotillos incipientes.
Viendo que Vronsky no le dirigía la mirada, el oficial joven se levantó.
–Vayamos a la sala de billar –dijo.
El oficial veterano se levantó, obedeciéndole, y ambos se dirigieron hacia la puerta.
En aquel instante entró en la habitación el capitán de caballería Yachvin, hombre alto y de buen porte. Se acercó a Vronsky y saludó despectivamente, con un simple ademán, a los otros dos oficiales.
–¡Ya le tenemos aquí! –gritó, descargándole en la hombrera un fuerte golpe de su manaza.
Vronsky, irritado, volvió la cabeza. Pero en seguida su rostro recuperó su habitual expresión suave, tranquila y firme.
–Haces bien en comer, Alocha –dijo el capitán con su sonora voz de barítono–. Come, come y toma unas copitas.
–Te advierto que no tengo ganas.
–¡Los inseparables! ––exclamó Yachvin, mirando burlonamente a los dos oficiales, que en aquel momento entraban en la otra sala.
Y se sentó junto a Vronsky, doblando en ángulo agudo sus piernas, enfundadas en pantalones de montar muy estrechos, y que resultaban demasiado largas para la altura de las sillas.
–¿Por qué no fuiste al teatro Krasninsky? No estuvo mal la Numerova. ¿Dónde estabas?
–Pasé mucho tiempo en casa de los Tversky.
–¡Ah!
Yachvin, jugador y libertino, de quien no podía decirse que fuera un hombre sin principios, porque profesaba principios francamente inmorales, era el mejor amigo que Vronsky tenía en el regimiento.
Vronsky le apreciaba por su extraordinario vigor físico, que demostraba generalmente bebiendo como una cuba, pasando noches sin dormir y permaneciendo inalterable a pesar de todo. Pero también le estimaba Vronsky por su fuerza moral, que demostraba en el trato con jefes y camaradas, a quienes inspiraba respeto y temor. Demostraba también