VI. Por último, se ha originado en América un movimiento de gran valor moral, social y antropológico, que se ha dado en denominar indigenista. En México y en Perú posee fervientes y muy notorios miembros que por su ciencia o prestigio honran el continente. Sin embargo, dentro de los marcos que nos hemos fijado en este corto trabajo, debemos considerar el aspecto mítico del indigenismo.
Cuando se descubre la dignidad de personas humanas, de clase social, de alta cultura del primitivo habitante de América, y se trabaja en su promoción, educación, no puede menos que colaborarse con un tal esfuerzo. Pero cuando se habla de las civilizaciones prehispánicas como la época en la que la paz y el orden, la justicia y la sabiduría reinaban en México o Perú, entonces, como en los casos anteriores, dejamos la realidad para caer en la utopía, en el mito. Hoy es bien sabido que las civilizaciones amerindianas no pasaron nunca el estadio calcolítico7, y que por la falta de comunicación se producía una enorme pérdida de esfuerzos, ya que cada grupo cultural debía ascender sólo una parte de la evolución civilizadora. Al fin, las civilizaciones se corrompían a sí mismas sin contar con la continuidad que hubiera sido necesaria8. El imperio guerrero de los aztecas estaba lejos de superar en orden y humanidad al México posterior a la segunda audiencia, desde 1530. Y si el imperio inca puede mostrarse como ejemplo —mucho más que el mexicano—, el sistema oligárquico justificaba el dominio absoluto de una familia, los nobles y los beneficiarios del estado. El indigenista negará por principio la obra hispánica y exaltará todo valor anterior a la conquista (hablo sólo de la posición extrema). La América precolombina tenía de 35 a 40 millones de habitantes, alcanzando hoy los 25 millones —del 100 por ciento, el indio ha pasado a ser algo más del seis por ciento—. En verdad, el habitante de la América no anglosajona no es el indio sino el mestizo. La cultura y la civilización americana no es la prehispánica, sino aquella que lenta y sincréticamente se ha ido constituyendo después. Eso no significa que deba destruirse o negarse el pasado indio; muy por el contrario, significa que debe tenérselo en cuenta e integrarlo en la cultura moderna por la educación, en la civilización universal por la técnica, en la sociedad latinoamericana por el mestizaje.
VII. Desde una consideración del acontecer humano dentro de los marcos de la historia universal, América ibérica adquirirá su relieve propio, y las posiciones que parecieran antagónicas —como las captadas por los indigenistas extremos, hispanistas, liberales o marxistas— serán asumidas en la visión que las trasciende unificándolas. Es la Aufhebung, la anulación de la contradicción aparente, por positiva asumpción —ya que se descubre el phylum mismo de la evolución—. No es necesario negar radicalmente ninguno de los contrarios —que son contrarios sólo en la parcial mirada del que ha quedado como aislado en el estrecho horizonte de su Gestalt (momento histórico) en mayor o menor medida artificial— sino más bien asumirlos en una visión más universal que muestre sus articulaciones en vista de un proceso con sentido que pasa inapercibido a la observación de cada uno de los momentos tomados discontinuamente.
Si se considerase así la historia iberoamericana, adquiriría un sentido, y al mismo tiempo movería a la acción. Sería necesario remontarse, al menos, al choque milenario entre los pueblos indogermanos, que desde el Indo hasta España se enfrentaron con los pueblos semitas —que en sucesivas invasiones partían del desierto arábigo para disputar la Media Luna—. El indogermano es una de las claves de la historia universal, no sólo por cuanto toca al Asia y Europa, sino porque su mundo —de tipo a-histórico, dualista— tiene muchas analogías con los del mundo extremo oriental y americano prehispánico. Por el contrario, el semita, descubre un comportamiento sui generis fundado en una antropología propia. Lo cierto es que paulatinamente se produjo la semitización del Mediterráneo, ya sea por el cristianismo o el islam. El mundo cristiano se enfrentó desde el norte al pueblo semita del sur —el islam organizado en califatos—, naciendo así la Europa medieval, heredera del imperio, y que con Carlos V realiza su último esfuerzo para desaparecer después. España fue el fruto tardío y maduro de la cristiandad medieval, pero al mismo tiempo (quizá por condiciones mineras o agrícolas) inexperta en la utilización de los instrumentos de la civilización técnica, en la racionalización del esfuerzo de la producción maquinista, fundamento de la nueva etapa que iniciaba la humanidad, especialmente en el campo de la economía y las matemáticas. El nacionalismo de la monarquía absoluta mantuvo unida América hispánica, pero su propia ruina significó la ruina de las Indias occidentales y orientales. El oro, la plata y los esclavos —base de la acumulación del poderío económico e industrial europeo, que desorganizó y destruyó el poder árabe y turco— dieron a España un rápido y artificial apogeo, transformándose la península en camino de las riquezas, en vez de ser su fragua y su fuente. La crisis de la independencia fue, por su parte, la división artificial y anárquica de los territorios gobernados por los virreinatos, audiencias y obispados y, por último, significó un proceso de universalización cultural eliminando la vigilancia tantas veces eludida de la inquisición —y al mismo tiempo de la universidad española— para dejar entrar, no siempre constructivamente, el pensamiento europeo (especialmente francés) y estadunidense.
VIII. La historia de América ibérica se muestra heterogénea e invertebrada en el sentido de que por un proceso de sucesivas influencias extranjeras se va constituyendo, por reacción, una civilización y cultura latino americana. Dicha cultura, en su esencia, no es el fruto de una evolución homogénea y propia, sino que se forma y conforma según las irradiaciones que vienen desde afuera, y que cruzando el Atlántico adquieren caracteres míticos —el laicismo de un Littré, por ejemplo, o el positivismo religioso de un Comte, nunca llegaron a ser practicados en Francia con la pure-za y pasión que fueron proclamados en Latinoamérica—. Pareciera que una ideología en Europa guarda una cierta proporción y equilibrio con otras, en un mundo complejo y fecundo —porque de la vejez de Europa sólo hablan los que no la conocen—. En América, dichas ideologías —como un electrón desorbitado— producen efectos negativos, ideologías utópicas y, al fin, nocivas. Esto es una nueva prueba de que, para comprender los siglos XIX y XX, es esencial tener en cuenta el contexto de la historia universal.
Una visión que integre verticalmente —desde el pasado, remoto y horizontal, en un contexto mundial— la historia de América ibérica no existe hasta el presente. Mientras no exista, será muy difícil tomar conciencia del papel que nos toca desempeñar en la historia universal. Sin dicha conciencia la conducción misma de la historia —tarea del político, del científico, etcétera— se torna problemática. De allí la desorientación de muchos en América Latina.
Concluyendo, es necesario descubrir el lugar que le toca a América dentro del huso que se utiliza esquemáticamente en la representación de la evolución