Alguien me envió una fotografía de un hombre negro con tejanos y un jersey. Llevaba una almohada remetida por debajo de la camisa y más almohadas bajo las perneras para simular que estaba embarazado y era gordo. Llevaba la cara maquillada de un tono más oscuro que el suyo, ese tono de «negro como el tizne que casi nunca se ve». A modo de atrezo, en una mano sostenía una libreta y, en la otra, un cubo de pollo frito vacío. Estaba de pie junto a una mujer negra con un chándal gris que fumaba un cigarrillo y sostenía una sartén como si fuera un bate. Era Mary, la madre de Precious. Tronchante.
Cuando estaba en cuarto curso, me puse un vestido de fiesta de mi madre y salí a jugar al truco o trato disfrazada de Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó. Jamás se me había pasado por la cabeza, jamás de los jamases, que algún día alguien se disfrazara de mí para Halloween. Menudo honor, ¿no?
Pero yo no me sentía halagada. Me sentía ofendida. Tan ofendida que me propuse ignorar durante unas cuantas semanas a los «amigos» que me habían enviado aquellas fotografías. (Soy bastante organizada con mis actos de mezquindad; me gusta planearlos con antelación).
El problema es que lo que me ofende no es que la gente se disfrace de «mí». Sé que lo único que están haciendo es disfrazarse del personaje al que di vida. A su manera, Precious es un personaje icónico y probablemente tenga más significado para la gente que se disfraza de ella que para mí. Soy perfectamente consciente del hecho de que, aunque interpretara a Precious, no soy ella. Podemos tener la misma cara y el mismo cuerpo, pero representamos dos cosas completamente distintas. Precious es una superviviente y yo me niego a ser la superviviente de nadie porque prefiero pensar en mí misma como una ganadora. Así que, aunque las caras negras pintadas más oscuras y los disfraces de gorda con almohadas me impactaron como si me hubieran dado un sartenazo en la cara, en realidad no es eso de lo que hablo. Entiendo que el espectador medio pueda considerarlos un homenaje, una fantasía o algo original. No me quejo de eso; de lo que me quejo es de que mis amigos se rían de esos disfraces y pretendan que a mí también me hagan gracia. Me quejo de sentirme obligada a reírme de mi aspecto. ¡Y no me da la gana, joder!
Antes de conocer a Lee Daniels, que me seleccionó para el papel de Precious y me dirigió, mi vida era muy distinta. Conocerlo tuvo un efecto dominó tan potente que puedo trazar muy fácilmente hasta él el origen de la vida que llevo ahora, el hecho de estar tecleando en mi MacBook en mi apartamento del Upper West Side. Todos los síes que consiga en la vida a partir de ahora serán la consecuencia de que él pronunciara aquel primer sí. Fue el primer hombre en el mundo que me dijo: «Eres bella y esto es lo que vamos a hacer con tu belleza». Ha hecho más por mí que mi propio padre. Me ha enseñado más con gruñidos de lo que ningún maestro me ha enseñado nunca con palabras. Todos sus cumplidos me saben a gloria y cada crítica que me hace es como si me clavara mil cuchillos en las entrañas. (Suelo decirle que lo que me pasa con él es que tengo síndrome de Estocolmo).
Un día, mientras andaba sentada esperando a que se estrenara Precious para poderle decir por fin a todo aquel que había sido mezquino conmigo alguna vez que se jodiera, Lee me telefoneó. Me dijo que su amigo André Leon Talley acababa de ver un pase de la película por tercera vez y que le había encantado. ¡Que yo le había encantado! Yo no tenía ni idea de quién era André Leon Talley, pero Lee parecía tan emocionado que abrí el ordenador para buscarlo en Internet mientras Lee seguía con su cháchara.
—¡Anda, qué guay! —exclamé, fingiendo que me enteraba de lo que estaba pasando.
—No sabes quién es, ¿verdad? —me preguntó Lee.
Iba demasiado lenta tecleando.
—No, pero estoy muy emocionada igualmente. ¿Es colega tuyo?
—¡No, tonta! Bueno, ¡sí! Él es Vogue, ¡cariño! ¡ÉL ES VOGUE! ¡Lo es TODO! ¡Y quiere que salgas en portada!
Para entonces yo ya había leído «editor de la edición estadounidense de la revista Vogue […] editor colaborador […] ha estado en primera fila en los desfiles de moda de Nueva York, París, Londres y Milán durante más de 25 años» en la Wikipedia. Resulta que es una leyenda. Mi ignorancia sobre su existencia solo podía explicarse por mi ignorancia general sobre el mundo de la moda.
Mi respuesta fue:
—Hostia… ¡qué guay!
Aún estaba asimilando qué significaba todo aquello. Estaba asimilando que alguien me quisiera en la portada de cualquier revista, por no mentar ya Vogue. ¡Joder! Toda esa gente que había sido mala conmigo se iba a tener que tragar sus palabras.
—¿Hola? ¿Gabby? Cariño, ¡estamos hablando de VOGUE! —me gritó Lee desde el otro lado del hilo.
Y finalmente yo también chillé:
—¡Ay! ¡Madre mía! ¿De verdad? ¡¡¿Yo en portada?!!
Era justo la respuesta que él esperaba.
—¡Sí! ¡TÚ, Gabbala! ¡TÚ! ¡Le encantas! Le encanta la película. LE ENCANTA. Eres una estrella, Gabby. ¡Una estrella!
Las palabras de Lee bombeaban oxígeno a mi ego.
Había tenido tan poco que hacer en la etapa entre el final del rodaje de Precious y el estreno de la película… Pero esperar sentada sabiendo que algo bueno estaba por venir me resultaba casi tan enervante como esperar sentada sabiendo que algo malo se avecinaba. Me estaba volviendo majareta. Podía estar emocionadísima en un minuto y deprimida al siguiente. Vivía pendiente de que Lee me llamara para recordarme que no era ninguna perdedora, que era una ganadora y que dentro de poco me aguardaba algo bueno.
Y aquella era una de esas llamadas.
—¡Soy una estrella! —grité también.
No acababa de creérmelo del todo. Seguía pareciéndome una locura que yo pudiera ser la estrella para alguien. Pero, después de que Lee lo dijera, empezaba a parecerme verdad.
—¡Así es, pequeña! Tengo un montón de cosas que hablar contigo. ¿Por qué no vienes a verme a mi apartamento?
—¿Cuándo?
—¡Pues ahora mismo! ¡Ven!
Aquellos momentos me dieron la vida durante la eternidad que precedió al estreno de la película. En menos de diez minutos iba subida en un tren camino de su apartamento.
Fui todo el trayecto hacia casa de Lee entusiasmada por la idea de que un pez gordo de la moda de quien nunca había oído hablar quisiera ponerme en la portada de su exclusiva revista. Fantaseaba acerca de lo divertida que sería la sesión de fotos con Vogue. Me imaginaba disfrazada de sirena chapoteando en una bañera con patas vacía, con un largo collar de perlas colgándome del cuello y enroscado en los dedos de mi mano izquierda. Mi cara sonriente reposaría en el dorso de mi mano derecha, con el codo asomando por el borde de la bañera. Mi cabello ondearía en el aire, apartado de mi rostro, a lo Ariel/Beyoncé. Mi cola de aletas púrpura y turquesa acariciaría el borde de la bañera. El suelo y las paredes serían dorados y una bella cortina de ducha en tono rojo satinado aparecería corrida para revelar esta maravilla que soy yo. ¡YO! Por el suelo habría esparcidos grandes diamantes. ¿Por qué en el suelo? Porque sería tan rica que todas esas cosas me traerían sin cuidado.
Para cuando llegué al edificio de Lee ya se me había ocurrido