¿Decir que Caparrós es el maestro de la crónica sería hacer Periodismo Gillette? ¿O simplemente caer en un lugar común? Cuidado con eso, y ahí va mi segunda advertencia. Está la historia de la literatura llena de parricidios, de quema de maestros en la pira del ego de los escribidores. Hay que matar al maestro para afirmar la propia identidad. Mejor: hay que golpearlo humillarlo rajar de él en redes sociales decir que está pasado de moda negar que sea un pionero o que haya sido un pionero pisotearlo escribir contra él y aprovecharse de ese enfrentamiento —y, quizá, algún día reconocer que no era tan malo. No recomiendo esa operación masacre contra Caparrós, porque sería imposible masacrarlo. Revisión y riesgo: Caparrós tiene un sentido crítico exagerado y una valentía poco común para llevarlo a las últimas consecuencias. Si alguien quiere derribar la crónica como género anquilosado, con la idea de que Caparrós es uno de sus próceres, hallará en él un aliado para derribarla. Y habrá desconcierto. Está, a la vez, dentro y fuera del canon. Toma nuevos rumbos, propone fórmulas que, con los años, no se sabe cómo, acaban consolidándose. Va siempre un paso por delante. Bueno, en realidad, dos o tres libros por delante, que a Caparrós no hay quien lo siga.
Y ahora vamos a la tercera advertencia —nos está saliendo esto muy moralista—: habrá quien piense que Caparrós es Caparrós por ese concepto volador no identificado llamado talento, pero el centro de todo esto es el trabajo. No hay que ser muy avispado para darse cuenta de ello: una cuarentena de libros no se escriben sin mucho trabajo. Frente a las odas contemporáneas —y románticas— al talento y a la sangre, al duende y a la genética, reivindiquemos la literatura y el periodismo como una carrera de fondo, como el fruto del esfuerzo. Ahí está Caparrós, y por eso lo admiro. Porque es un trabajador.
Más obreros y menos obras es lo que necesitamos.
Ahora solo espero que, de aquí a unos años, mi primer libro se reedite porque el prólogo lo escribió un premio Nobel de Literatura llamado Martín Caparrós. El galardonado querrá protestar porque verá su frase marginal en una horrible faja roja de un libro que todo el mundo había olvidado, pero luego me preguntará si me ha servido de algo, si he vendido algún libro más, si he logrado engañar a algún lector —y no pondrá ningún problema.
Espero que Caparrós no presione para eliminar el anterior párrafo: en mi pueblo eso se llamaría censura. Como diría Caparrós, esta es mi opinión —o, mejor dicho, mi pronóstico: que ganará el Nobel porque lo merece—, y si él tiene otra, que la exprese con esa libertad que siempre ejerció, contra todos y contra él mismo.
El Mangante Morales
Martín Caparrós sobre Agus Morales
«Por sus obras los conoceréis», dijo uno de los mejores propagandistas de la historia, uno que tenía que convencer a su nicho de que le compraran la historia de un hombre que pretendía haber dejado, ya muerto, el suyo —y que antes, según el mismo folleto, había nacido de una virgen y un dios, multiplicado panes, caminado sobre aguas, resucitado gente. Sus obras eran tan inverosímiles que Mateo el Publi las colocó en el centro de la escena. Era la forma de convencernos: exagerar, doblar la apuesta, proclamar que por ellas debemos conocer a las personas. El gran embaucador nos enseñaba a distinguir verdades — de la manera más precisa. Así fue como conocí a Agus Morales: por sus obras. No sabía lo que me esperaba.
Pero fue así: antes de saber de él supe de una obra suya. Y de otros, claro: un día, hace años, rondando por la red, me topé con una dizque revista que acababa de salir y decía que se iba a dedicar a contar bien esas historias que en España, en general, no se contaban ni siquiera mal. En un raro rapto —yo no hago esas cosas— me aboné.
Corría 2015; yo leía las notas de 5W y reconocía, entre otras, la firma de Morales. Hasta que, aquel septiembre, recibí un mail de alguien que decía que se llamaba así y me proponía que escribiera algo para esa revista. Aquella vez hablamos —no hablamos, él estaba afónico—, nos pusimos de acuerdo, pensamos en hacer. Teníamos, es cierto, un terreno común: Médicos Sin Fronteras, donde los dos, de algún modo, colaboramos o colaborábamos: es casi una definición.
Lo primero que me pidió —sin habernos visto todavía, Morales es un pedidor despiadado— fue un prólogo para el primer número de papel de 5W: Después de la guerra. Lo escribí. Zalamero —sincero— definía ese espacio como «algunas de las páginas mejor usadas del periodismo español contemporáneo…» y terminaba diciendo que «el periodismo heroico quiere mostrar esas guerras y mostrar que ha estado en esas guerras. Yo respeto mucho a los colegas que lo hacen; personalmente me interesan más los que buscan la guerra donde no se ve, donde no aflora eso que las escuelas nos enseñaron a rotular como noticia. Digo: esos que intentan contar lo que sucede todo el tiempo, esa guerra que mata más o menos que la otra, pero que nos acostumbramos a pensar como normalidad: como la vida.
«Y a veces me pregunto si detenerse en los horrores de lo extraordinario —en los horrores de la guerra, por ejemplo— no es una forma de subrayar la supuesta calma de lo ordinario: de llevarnos a aceptar que lo ordinario no está mal, que no es una guerra donde algunos triunfan amplia, largamente».
Creía que quizá, si tenía suerte, Morales se enojaría; una vez más me equivoqué. El que casi se enoja, en cambio, fui yo, meses después, cuando vi, en el número impreso, que definían su trabajo como «crónicas de larga distancia». En realidad, al principio me agarró un ataque de vanidad inconfesable: me emocionaba el homenaje. Yo había publicado, en 1992 y en Argentina, un libro que se llamaba Larga distancia y retomaba una serie de crónicas distantes en tiempos en que, en Latinoamérica, el género prácticamente no corría. Pensé que esa definición lo recordaba y reconocía; enseguida descubrí que no. Que era peor aún: que me lo habían mangado sin saberlo. Así que los odié durante algunos días, y después me olvidé, que suele ser lo mío. O, peor: esa idea de la larga distancia nos reunió, por fin, en algún momento de la corta.
Nos conocimos, averigüé algunas cosas. Las visibles: que Morales era un señor liviano y eléctrico y frondoso, al borde del hirsuto, sus pelos y sus gafas y la sonrisa siempre ahí. Las menos: que llevaba la mayor parte de sus años de periodista trabajando lejos; que había estado viviendo en la India y Pakistán, que había andado por África más de lo normal, que era un apasionado, que buscaba y buscaba y buscaba, que le importaba mucho lo que hacía, que hacía muy bien lo que hacía, que era justo una generación menos que yo y me ayudaba a entenderla, que sabía contar lo que importa.
La revista 5W siguió su camino, yo la seguí siguiendo, veía cómo hablaban más y más de la larga distancia. De vez en cuando nos veíamos, charlábamos, yo intentaba sofrenar mi sereno rencor. Pero no pude más cuando, un año más tarde, Morales me pidió que prologara un libro suyo: el tema me inquietó, pensé que sería un engorro, tenía ganas de hacerlo, lo acepté. El engorro devino odio inverecundo cuando me lo mandó y descubrí que había hecho el libro que yo había querido hacer muy poco antes —y que no había podido o sabido o encontrado la forma. No somos