Tres para una mesa . Ramón Illán Bacca. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ramón Illán Bacca
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789587463873
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permanecía sumergido con la cabeza debajo de la almohada. Solo regresó cuando el perfume de Deborah se fue con el olor de su deseo.

      La convalecencia le permitió visitar de nuevo el refugio, donde todo le resultaba más pleno. La tibieza de la arena, los colores del crepúsculo, la suave brisa del atardecer. Cualquier tarde castellana, cuando las alas del ángel de la noche borraban las últimas horas del día, pasó arrastrado por la corriente un inmenso piano de cola. Giró para llamar la atención de una lancha de cabotaje que se hallaba en las cercanías, pero obtuvo como respuesta el cordial saludo de los pasajeros. Esa noche, mientras escuchaban las noticias de la BBC, narró lo sucedido, pero nadie le creyó; solo el comentario de Gastón fatigó para siempre los surcos de su memoria:

      —A lo mejor es el piano del Titanic.

      Ofendido, decidió guardar inviolables sus impresiones crepusculares. Por eso no dijo nada cuando el periscopio le permitió identificar al submarino nazi. Únicamente cuando la alerta se hizo general comentó su presencia. El tío Nicolás volvió a ser la sibila del lugar. Cuando se le preguntó por una explicación racional a la presencia en el contorno de un submarino, afirmó dogmático:

      —Cosas de esos degenerados, deben estar buscando marihuana para Göering.

      Cualquier tarde gris, Benjamín contempló la llegada de la dama de negro con su inmenso sombrero y un largo velo cubriéndole el rostro. Decidió que su presencia sería su más profundo secreto y siguió, casi sin respirar, todos los actos de la bella desconocida. Ella, la única, lanzó unas piedrecitas al mar mientras exclamaba con voz grave: “¡oh, qué mar tan marítimo!”. Aunque no pudo distinguirla con precisión, supo era Greta Garbo.

      Los años pasaron reiterativo e iguales. El dirigible era una presencia infaltable los viernes. En el hogar, el armisticio logrado con la abuela estaba al borde de la ruptura, y en el puerto los cabestrantes enrollados manifestaban la ausencia de los embarques. En las calles, la gente iba y venía comentando “Guadalcanal”. En la radio, las primeros compases de la Quinta sinfonía de Beethoven indicaban los triunfos, cada vez más frecuentes de los aliados. En la puerta del cine, el tío Nicolás coloco un inmenso cartel con San Jorge parado sobre el cadáver del vampiro nazi y haciendo frente al pulpo japonés.

      Para Benjamín, sin embargo, nada de esto tenía importancia. Su última ansiedad era esperar la presencia de Deborah por el camellón cada atardecer. Para su total desaliento, nunca andaba sola. Con frecuencia paseaba tomada de la mano con las Amador y tarareando la última canción de moda. De tanto oírlas, Benjamín aprendió a diferenciar Temptation de Stormy Weather y a cantar en español Solamente una vez y Vereda tropical.

      A veces, la acompañaban algunos gringos del Prado. Y así Benjamín conoció los celos antes que el amor. Deborah alimentaba su pasión: cuando la ansiedad de su mirada se hacía ostensible, se separaba del grupo, y, dándole un beso, le decía:

      —Cuando cumplas los veintiuno hablamos, buen mozo.

      Al fin se impuso la cordura y Benjamín terminó mandándole esquelas a Rina, la hija de Lino, un italiano garibaldino, y Chola, una princesa guajira.

      Aquella tarde esperaba impaciente al fondo del jardín de las monjas mientras releía la carta: “Te espero a la seis cerca de la puerta de escape”. Pero la felicidad es esquiva y no puede conformarse con la breve caricia y el leve beso que le da Rina antes de reunirse con sus compañeras, guardianas cercabas de la moral. Después, lo de siempre, el que menos ama impones sus condiciones. Rina exige: nada de encuentros, solo el puente telefónico y la esquela diaria y prolija.

      El desastre fue total cuando el tío Nicolás puso en duda la fidelidad exigida:

      —Yo no sé qué es lo que pasa, pero me parece que el hijo de turco te está haciendo el cajón.

      La frase lo enfermó. Llamó por teléfono y un “sí, quiero que me aclares algo, léeme la última carta que te envié, tenemos que discutirla” lo obligó a correr las cinco cuadras que los separaban. Y allí, baldón eterno para la memoria, pegado a los barrotes de la ventana perdió la fe en el género humano cuando contempló cómo la moderna Mesalina le leía melifluamente la carta pedida. Mientras, imagen indeleble, el usurpador Solimán la arrullaba entre sus protervos brazos.

      Corrió toda la noche por la playa. El cielo era una sábana de doradas llamaradas que se extendían borrosamente, nublada la vista por las lágrimas. El albo lo encontró al pie del castillo, donde veía estallar la luz, con matices violáceos, sobre la bahía, y sorprendido dolorosamente por los cohetes que rompieron con luces de color y alegría su soledad y su distancia.

      Emprendió lentamente el regreso. Al llegar al camellón encontró una multitud que cantaba y reía. Por un altoparlante la emisora transmitía el porro del momento:

      Ya le guerra se acabó. Ya por fin llegó la paz.

      Ya el Japón se rindió con dos bombas nada más.

      Tropezó con Gastón, quien al verlo lo abrazó feliz mientras exclamaba:

      —¡Ganamos la guerra! ¡Ganamos la guerra!

      Una manifestación encabezada por el tío Nicolás se dirigió al hotel donde madame Olga izó las banderas colombiana y francesa. La gente rugió “alons sanfán de la patri, le yur de gluar está arrivé…” Gastón, a su lado, comentó:

      —¡Qué pronunciación!, ¡qué galos!

      Lo que era solo un guion en el horizonte se convirtió en un pequeño aeroplano que sobrevoló el camellón. Gran confusión en la multitud. Los más precavidos corrieron a esconderse, mientras que los optimistas sacaron los pañuelos y vitorearon. El aparato empezó a dar círculos y escribió con humo: “Tome píldoras de vida del Doctor Ross”; después, con largas subidas y hondos descensos, trazó varias “V” de la victoria.

      Siguió la fiesta con el ruido ensordecedor de los cohetes. Los gringos salieron de su reducto en el Prado, dando vueltas al camellón en sus automóviles, mientras con las bocinas tocaban el tá-tá de la victoria. En algún momento, la emoción hizo que se mezclaran democráticamente con los nativos, y llegaron, en su exceso de confraternidad, a tomar whisky a pico de botella.

      —Ver para creer —dijo Gastón—. Ojalá se les peguen unas cuantas amebas.

      Cuando en el horizonte se dibujó la silueta de un barco, todos corrieron a la playa en una alegría rayana en el paroxismo. De repente, un presentimiento los enmudeció un segundo antes de que se produjera el estallido, el profundo torbellino y el intenso oleaje. El estupor pobló todas las miradas. “¿Una mina?”, “¿Un submarino nazi?”.

      —¡Miren!, gritó Benjamín, cuando las primeras manzanas empezaron a llegar cerca de la playa.

      Con alegre carcajada se zambulló y recogió una. Le dio un mordisco hondo para disfrutar del placer largamente diferido. El sabor pulposo y fresco le embriagó todos los sentidos. Respiró hondo, y en ese instante tuvo conciencia plena del momento vivido. “Sí –pensó-, definitivamente, la guerra ha terminado”.

      Una espinita penetró en su pensamiento, revelándole que también había terminado su infancia.

      1976

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