(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
10 de febrero
Es ya el momento de confesarlo: nosotros somos miserables, ya que es poco el bien que podemos practicar. Pero Dios, en su bondad, se compadece de nosotros, llega a complacerse también de ese poco, y acepta la preparación de nuestro corazón. Pero, ¿en qué consiste esta preparación de nuestro corazón? Según la palabra divina, Dios es infinitamente más grande que nuestro corazón, y este supera a todas las otras realidades cuando, dejando aparte el preocuparse de sí mismo, prepara el servicio que debe ofrecer a Dios; es decir, cuando acepta el compromiso de servir a Dios, de amarlo, de amar al prójimo, de observar la mortificación de los sentidos externos e internos, y otros buenos propósitos.
Durante ese tiempo, nuestro corazón se prepara y dispone sus obras para un grado eminente de perfección cristiana. Todo esto, mi buena hija, no es en modo alguno proporcionado a la grandeza de Dios, que es infinitamente más grande que todo el universo, que nuestras capacidades, que nuestras acciones externas. Una inteligencia que considere esta grandeza de Dios, su bondad y su dignidad inmensa, no puede dejar de ofrecerle grandes preparativos.
Que esta preparación le presente un cuerpo mortificado sin rebelión alguna; una atención a la plegaria sin distracciones voluntarias; una dulzura grandísima al hablar sin amargura; una humildad sin sentimiento alguno de vanidad. He aquí, hija mía, unos buenos preparativos. Es verdad que hay quienes no ven que serían necesarios preparativos mucho mayores para servir a Dios; pero es necesario también encontrar a quien pueda realizarlos; porque, cuando nos disponemos a ponerlos en práctica, es fácil detenerse, viendo que en nosotros estas perfecciones no pueden ser ni tan altas ni tan absolutas.
Se puede mortificar la carne, aunque no del todo, ya que siempre habrá alguna rebelión. Nuestra atención será interrumpida a menudo por las distracciones. Pero, ante todo esto, ¿convendrá inquietarse, turbarse, preocuparse y afligirse? De ningún modo.
(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
11 de febrero
¿Queremos caminar bien? Dediquémonos a recorrer con empeño el camino que queda más cerca de nosotros. Grabad bien en la mente lo que voy a decir: con frecuencia deseamos ser buenos ángeles y descuidamos ser buenos hombres. Nuestra limitación nos ha de acompañar hasta el féretro; no podemos alcanzar nada sin tierra. No hay que relajarse ni distraerse, ya que somos como pequeños polluelos, pero sin alas. En la vida física, morimos poco a poco, y esta es una ley ordinaria querida por la providencia; y, de la misma manera, hay que morir a nuestras imperfecciones, también día a día. Felices imperfecciones, podríamos exclamar, que nos hacen conocer nuestra gran miseria y que nos ejercitan con humildad en el desprecio de nosotros mismos, en la paciencia y en la diligencia. Pero a pesar de esas imperfecciones, Dios observa la preparación de nuestro corazón, que es perfecta.
(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
12 de febrero
Contentémonos con caminar a ras de tierra, pues estar en alta mar nos marea y nos produce vómitos. Mantengámonos a los pies del divino Maestro con la Magdalena. Practica las pequeñas virtudes propias de tu pequeñez: la paciencia, la tolerancia con nuestro prójimo, la humildad, la dulzura, la afabilidad, el sufrimiento de nuestras imperfecciones, y otras muchas virtudes.
Te aconsejo la santa simplicidad, como virtud que estimo mucho. Fíjate en lo que tienes ante ti, sin romperte mucho la cabeza pensando en los peligros que ves a lo lejos. Te parecen poderosas unidades militares, y no son otra cosa que sauces con muchas ramas. No les prestes atención, pues, de otro modo, podrías dar pasos equivocados. Ten siempre el firme y general propósito de querer servir a Dios con todo el corazón y durante todo el tiempo de la vida. No te preocupes por el mañana; piensa sólo en hacer el bien hoy; y, cuando llegue el mañana, se llamará hoy; y entonces se pensará en él.
Para practicar la santa simplicidad, se necesita también una gran confianza en la divina providencia. Es necesario, hija mía, imitar al pueblo de Dios que, cuando estaba en el desierto, tenía severamente prohibido recoger el maná en mayor cantidad que el necesario para un día. También nosotros hagamos la provisión del maná para un solo día; y no dudemos, hija mía, de que Dios proveerá para el día siguiente y para todos los días de nuestro peregrinar.
(3 de marzo de 1917, a
Erminia Gargani, Ep. III, 678)
13 de febrero
Proponeos, mis queridísimos hijitos, corresponder siempre generosamente a vuestra vocación, haciéndoos dignos de Jesús, semejantes a él en las perfecciones adorables ya indicadas en la sagrada escritura y en el santo evangelio y ya aprendidas por vosotros. Pero, hijitos míos, para que se dé la imitación, es necesaria la diaria meditación y reflexión sobre su vida; de la meditación y de la reflexión brota la estima de sus actos; y de la estima, el deseo y la fuerza de la imitación.
Sí, hijitos, imitad a Jesús en la obediencia pronta y sin discusiones; imitad a Jesús en la paciencia, porque con la paciencia poseeréis vuestras almas; imitad a Jesús en la humildad, tanto interna como externa; pero más interna que externa, más sentida que mostrada, más profunda que visible.
(7 de enero de 1919, a
los novicios, Ep IV, 380)
14 de febrero
Imitad a Jesús en la caridad, porque él reconoce como suyos sólo a los que conservan celosamente esta preciosa margarita; y recordad siempre que, cuando nos presentemos ante su divina presencia, todo su juicio girará sobre la caridad. Haced vuestro el dicho del gran obispo de Hipona: «Mi peso es mi amor». Sí, pesad todas vuestras acciones con la balanza del amor, e iréis tejiendo una corona de méritos para el cielo.
El hastío que experimentáis al practicar la virtud y la oración ni os debe asustar ni os debe llevar a retroceder en la práctica de una y de otra. Continuad en ello; y no os tiene que parecer una pérdida de tiempo, ya que ese tiempo está empleado y gastado en practicar la obediencia.
Las tentaciones no os asusten: son la prueba a la que Dios quiere someter al alma cuando la ve con las fuerzas necesarias para sostener el combate de obtener con sus propias manos la corona de la gloria.
La gracia divina os sirva de defensa y de apoyo en todo.
(7 de enero de 1919, a
los novicios, Ep IV, 380)
15 de febrero
Jesús me dice que, en el amor, es él quien me deleita a mí; en los dolores, en cambio, soy yo quien le deleito a él. Por tanto, desear la salud sería ir a buscar alegrías para mí y no buscar alivio para Jesús. Sí, yo amo la cruz, la cruz sola; la amo porque la veo siempre en los hombros de Jesús. Ahora bien, Jesús ve muy bien que toda mi vida y todo mi corazón están consagrados totalmente a él y a sus sufrimientos.
¡Oh!, padre mío, perdóneme si uso este lenguaje; sólo Jesús puede comprender cuán grande es mi pena cuando se despliega ante mí la escena dolorosa del Calvario. Es igualmente incomprensible el alivio que se da a Jesús, no sólo al compartir sus dolores, sino cuando encuentra un alma que, por su amor, no le pide consuelos, sino más bien tomar parte en sus mismos sufrimientos.
Cuando Jesús quiere darme a conocer que me ama, me da a gustar, de su dolorosa pasión, las llagas, las espinas, las angustias… Cuando quiere alegrarme, me llena el corazón de aquel espíritu que es todo fuego, me habla de sus delicias; pero, cuando es él el que quiere ser amado, me habla de sus dolores, me invita,