El Apóstol añade además que a la crucifixión de la carne va unida la crucifixión de los vicios y de las concupiscencias. Ahora bien, los vicios son todos los hábitos pecaminosos; las concupiscencias son las pasiones; es necesario mortificar y crucificar constantemente unos y otras para que no arrastren a la carne al pecado; quien se quede sólo en la mortificación de la carne es semejante a aquel necio que edifica sin cimientos.
(23 de octubre de 1914, a
Raffaelina Cerase, Ep. II, 197)
23 de febrero
La vanagloria es un enemigo que acecha sobre todo a las almas que se han consagrado al Señor y que se han entregado a la vida espiritual; y, por eso, puede ser llamada, con toda razón, la tiña del alma que tiende a la perfección. Ha sido llamada con acierto por los santos carcoma de la santidad.
Nuestro Señor, para mostrarnos hasta qué punto la vanagloria es contraria a la perfección, lo hace con aquella reprensión que hizo a los apóstoles, cuando los vio llenos de autocomplacencia y de vanagloria, porque los demonios obedecían las órdenes que ellos les daban: «Sin embargo, no os alegréis porque los espíritus se os someten».
Y para erradicar del todo de sus mentes los tristes efectos de este maldito vicio, que suele conseguir insinuarse en los corazones, los atemoriza poniendo ante sus ojos el ejemplo de Lucifer, precipitado desde las alturas por la vana complacencia en la que cayó ante la grandeza a la que Dios le había ensalzado: «Veía a Satanás, que caía del cielo como un relámpago».
Este vicio hay que temerlo todavía más porque no hay una virtud contraria para combatirlo. En efecto, cada vicio tiene su remedio y la virtud contraria; la ira se destierra con la mansedumbre; la envidia con la caridad; la soberbia con la humildad; etc. Sólo la vanagloria no tiene una virtud contraria para ser combatida. Ella se insinúa en los actos más santos; y, hasta en la misma humildad, si no se está atento, ella coloca con soberbia su tienda.
(2 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)
24 de febrero
San Crisóstomo, hablando de la vanagloria, dice: «Cuantas más obras realices, buscando aplastar la vanagloria, tanto más la estimulas». ¿Y cuál es la causa de esto? Dejemos que nos lo diga el mismo santo doctor: «Porque todo lo malo proviene del mal; sólo la vanagloria procede del bien; y, por eso, no se extingue con el bien, sino que se infla más».
El demonio, querido padre, sabe muy bien que un lujurioso, un ladrón, un avaro, un pecador tienen más motivos para avergonzarse y para sonrojarse que para gloriarse; y, por eso, se cuida mucho de tentarlos por ese lado, y les ahorra esta batalla. Pero no se la ahorra a los buenos, sobre todo al que se esfuerza por tender a la perfección. Todos los otros vicios se yerguen sólo en los que se dejan vencer y dominar por ellos; pero la vanagloria levanta la cabeza precisamente en aquellas personas que la combaten y la vencen. Se envalentona al asaltar a sus enemigos, sirviéndose de las mismas victorias que han conseguido contra ella. Es un enemigo que no se detiene nunca; es un enemigo que entra en batalla en todas nuestras obras y que, si no se está vigilante, nos hace sus víctimas.
En efecto, nosotros, para huir de las adulaciones de los demás, preferimos los ayunos ocultos y secretos a los visibles; el silencio, al hablar elocuente; ser despreciados, a ser tenidos en cuenta; los desprecios, a los honores. ¡Oh!, Dios mío. También en esto la vanagloria quiere, como suele decirse, meter la nariz, acometiéndonos con vanas complacencias.
(2 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)
25 de febrero
Tenía mucha razón San Jerónimo, al comparar la vanagloria con la sombra. De hecho, la sombra sigue al cuerpo a todas partes; y hasta le mide los pasos. Se aleja el cuerpo, se aleja también ella; camina a paso lento, también ella hace lo mismo; se sienta, y entonces también ella toma la misma posición.
Lo mismo hace la vanagloria; sigue por todos lados a la virtud. En vano intentaría el cuerpo huir de su sombra; esta, siempre y en todas partes, le sigue y camina a su lado. Lo mismo le sucede a quien se ha dedicado a la virtud, a la perfección: cuanto más huye de la vanagloria, más es asaltado por ella. Temamos todos, querido padre, a este nuestro gran enemigo. Lo teman todavía más aquellas dos almas elegidas, porque este enemigo tiene un algo de inexpugnable.
Estén siempre alerta; no se deje a este enemigo tan poderoso entrar en la mente y en el corazón; porque, si consigue entrar, desflora las virtudes, corroe la santidad, corrompe todo lo que hay de belleza y de bondad.
Traten de pedir continuamente a Dios la gracia de verse preservadas de este vicio pestilente, porque «Todo don perfecto viene de arriba, del Padre de las luces». Abran sus corazones a la confianza en Dios. Recuerden siempre que todo lo que hay de bueno en ellas es puro regalo de la suma bondad del Esposo celestial.
(2 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)
26 de febrero
Graben bien en su mente; esculpan fuertemente en sus corazones; y convénzanse de que nadie es bueno «sino sólo Dios»; y que nosotros no tenemos otra cosa que la nada. Vayan meditando continuamente lo que san Pablo escribe a los fieles de Corinto: «¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y, si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?». «No que seamos capaces –dice además– de pensar algo por nosotros mismos, como si fuera cosa nuestra; nuestra capacidad nos viene de Dios».
Cuando se sientan tentadas de vanagloria, repitan con san Bernardo: «Ni por ti lo inicié, ni por ti lo dejaré». ¿No comencé mi viaje por los caminos del Señor? Entonces, por ellos quiero seguir; por ellos continuaré mi marcha. Si el enemigo les asalta por la santidad de su vida, que le griten a la cara: mi santidad no es fruto de mi espíritu, sino que es fruto del espíritu de Dios que me santifica. Es un don de Dios; es un talento que me ha prestado mi Esposo para que yo negocie con Él y después le rinda estrecha cuenta de la ganancia obtenida.
(2 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)
27 de febrero
Las virtudes son como quien tiene un tesoro, que, si no lo tiene escondido a los ojos de los envidiosos, se lo robarán. El demonio está siempre vigilando; y él, el peor de todos los envidiosos, busca arrebatar este tesoro, que son las virtudes, tan pronto como lo descubre; y lo hace asaltándonos con ese enemigo tan poderoso que es la vanagloria.
Nuestro Señor, siempre atento a nuestro bien, para preservarnos de este gran enemigo, nos lo advierte en varios lugares del evangelio. ¿Acaso no nos dice que, si queremos hacer oración, nos retiremos a nuestro cuarto, cerremos la puerta y oremos de tú a tú con Dios, para que nuestra oración no sea conocida por los demás?; ¿que, al ayunar, nos lavemos la cara para que no descubramos nuestro ayuno a los demás en la suciedad y la palidez del rostro?; ¿que, al dar limosna, no sepa la mano derecha lo que hace la izquierda?
(2 de agosto de 1913, al P. Agostino
da San Marco in Lamis, Ep. I, 396)
28 de febrero
Sean precavidas para no hablar nunca con otras personas, a excepción de su director y de su confesor, de aquellas cosas con las que el buen Dios las va favoreciendo. Dirijan siempre todas sus acciones a la gloria de Dios, exactamente como quiere el Apóstol: «Ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». Vayan renovando esta santa intención de tanto en tanto. Examínense al final de cada acción; y, si descubren alguna imperfección, no se turben por ello; pero avergüéncense y humíllense ante la bondad de Dios; pidan perdón al Señor y suplíquenle que las preserve de esa falta en el futuro.
Renuncien a toda vanidad en sus vestidos, porque el Señor permite las caídas de estas almas en esas vanidades.