5.3. Dios ama al hombre
Dios es amor, amor que se comunica y se entrega. Desde toda la eternidad Dios ha echado sobre nosotros su manto de amor y de ternura. Antes de que la tierra comenzase su andadura, ya habíamos sido elegidos; antes de que pudiéramos decir una sola palabra, ya fuimos amados. Por tanto, ¿qué catástrofe tendría que suceder para que Dios dejara de amarnos? Que Dios dejara de ser Dios. Pero como eso es imposible, es imposible que dejemos de ser amados. «Ni la vida ni la muerte, ni el pasado, ni el presente ni el futuro, podrán separarnos del amor infinito de Dios». Ese es el descubrimiento primero que Dios ha hecho de sí mismo.
El amor de Dios es eterno, gratuito e incondicional, infinito y personal. Se trata, por tanto, de un amor sin fecha de caducidad, no ganado ni merecido, ni sometido a ninguna condición. Vivamos como vivamos, seamos como seamos, estemos como estemos, hayamos hecho lo que hayamos hecho, somos amados por el Señor. Un amor que no fuera eterno, infinito, gratuito y personal... no sería digno de Dios. Cuando Dios ama lo hace sin posibilidad de arrepentimiento. Por eso, si no pudimos hacer nada por merecerlo ni ganarlo, tampoco podremos hacer nada por perderlo definitivamente. Los pecados pueden herir al amor, pero no destruirlo. No hay nada que temer. Nada podrá hacernos daño, porque Dios nos ha envuelto en un manto de amor. Eso es lo que tenemos que poner en evidencia desde el primer momento: que el amor de Dios no es negociable. Ese es el hilo conductor de nuestra historia: Dios ama al hombre, Dios me ama, él a mí, Dios a mí. ¿Qué sería de nosotros si nos abandonara un solo momento? Nos desplomaríamos en la nada más absoluta. No hay nada más gratuito que el amor. ¿Cómo merecerlo? ¿Cómo ganarlo?
5.4. Jesús nos ha redimido y salvado
Dios ha apostado descaradamente a favor del hombre al hacerse una carne mortal en Jesús. Lo hecho una vez está hecho para siempre. Su obra está realizada: el pecado ha sido perdonado, la reconciliación ha sido efectuada, la muerte ha sido vencida, las puertas del cielo han sido abiertas de par en par, los esclavos han sido convertidos en hijos, los desheredados han recibido la herencia, el amor y la gracia han sido derramados a manos llenas. Aunque todo se desmorone en torno a nosotros, eso es lo que nadie puede derrumbar. Jesús está ahí, vivo y glorioso. En él hemos sido amados «amor sobre amor». Sólo lo que Jesús ha hecho por nosotros es decisivo. Lo que nosotros podamos hacer por él apenas cuenta para nada. Lo quiera o no lo quiera, lo admita o no lo admita, lo sepa o no lo sepa, el hombre se mueve en un mundo marcado por la presencia y la gracia de Jesús como Señor y Salvador. Su obra redentora ha afectado vitalmente a todos los hombres. Eso es lo que precede a cualquier opción o decisión que nosotros podamos tomar. Por tanto, nada de lo que hagamos o dejemos de hacer podrá invalidar lo que Dios ya ha hecho en nosotros y por nosotros, pero sin nosotros, si se me permite hablar así. Ese es el misterio que tenía oculto desde toda la eternidad y que nos reveló en la plenitud de los tiempos: «Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo para que ninguno perezca». Esa ha sido la exhibición más portentosa de su amor por nosotros. El proyecto creador de Dios incluía la salvación de todos. El hombre fue creado por gracia y será salvado por gracia. De otro modo la gratuidad de su acción se derrumbaría como una pared ruinosa. La obra de Dios por nosotros ha sido realizada antes de que nosotros hayamos podido pensar, decir o hacer nada, y sin esperar nada a cambio. Todo ha corrido «por cuenta de la casa». Y todo eso sin que el hombre haya perdido su libertad ni haya sido coaccionado por Dios. Por eso podemos hablar de la gratuidad absoluta de la salvación.
Pero, ¿cómo se hará presente el Señor en su vida? ¿Cómo se manifestará en aquellos que nunca han oído hablar de él? ¿Cómo estará en lo más profundo de su corazón? ¿Cómo llevará esas vidas hacia su fin? ¿Cómo llevará el Señor ese plan de salvación universal? ¿Cómo irá salvando a cada uno de sus hijos? ¿Cómo salvará a todos aquellos que, al menos a nuestro juicio, han vivido una vida horrible, de espaldas a él, pisoteando todos los derechos de sus criaturas? No lo sé. Pero lo que no podemos ni imaginar es que el hombre sea capaz de conseguir la salvación por sus propios esfuerzos y obras. Eso significa que el Señor está actuando sin cesar en ellos, incluso en los más alejados, en los que nos parecen más pecadores, en los que le niegan y le combaten. El Señor va llevando su vida a su manera, como sólo él sabe hacerlo. Por eso podemos mantener viva la esperanza de una salvación universal, porque el amor de Dios manifestado en Jesús es para todos los hombres.
Ese tiene que ser el punto de partida de toda nuestra reflexión sobre la gracia, eso es lo que hay que mantener desde el principio hasta el final. Lo que no puede ser es que lo que afirmamos en un momento lo atenuemos o lo neguemos a la vuelta de la esquina. No es de recibo afirmar ahora que Dios nos ama con un amor eterno y gratuito, infinito y personal, para declarar a continuación que tenemos que tratar de hacernos amables a sus ojos y trabajar con todas nuestras fuerzas para conseguir la salvación.
Esos principios son el anclaje seguro de nuestra existencia y el punto de apoyo de toda la esperanza cristiana. Si en algún momento se nos turbara el corazón y algo nos hiciera temblar, deberíamos volver los ojos hacia esos pilares fundamentales: pero Dios es amor, pero Dios nos ama, pero Dios nos ha salvado ya en el Hijo de su amor, nuestro Señor Jesucristo. Todo ha sido gracia derramada, gracia inmerecida. Nada pudimos hacer para ser creados, ni para ser amados, ni para ser salvados, ni para conseguir una vida sin fin. Ni el amor ni la salvación están sujetos al hecho de que el hombre cumpla algunas condiciones o requisitos. Si eso fuera así, adiós para siempre a la gratuidad, adiós a toda esperanza. Si el hombre tuviera que ganarse su salvación, estaríamos condenados al fracaso más absoluto. Por tanto, todo lo que digamos en torno a la gracia tiene que ser comprendido por referencia a esos principios. Todo lo que no esté de acuerdo con ellos tendrá que ser revisado, corregido o rechazado sin miramientos de ninguna clase.
Gracia es la palabra clave en la relación de Dios con el hombre. Pero nunca debería perder el sentido que tuvo desde el principio. Lo que es debido se mueve siempre en el campo de la justicia, pero la gracia se mueve siempre en el campo de lo gratuito, es decir, de lo no merecido ni ganado. Por tanto, cualquier intromisión de lo debido, de lo ganado o de lo merecido en el campo de la gracia sería un atentado inadmisible contra su misma esencia. Con esa noción de gracia vamos a movernos en todo momento. Estoy dentro de la Iglesia y sé que puedo expresarme con libertad, como lo han hecho a lo largo de los siglos tantos místicos, teólogos y escritores eclesiásticos. No siempre tenemos a nuestra disposición el lenguaje exacto para expresar lo que queremos decir. Sólo espero que el Señor me lleve de la mano para lograrlo y me perdone si no lo he logrado.
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