Por tanto, la gracia, vista desde el lado de Dios, significa «que él nos ama gratuitamente, sin ninguna obligación por su parte y sin ningún derecho por la nuestra». La gracia es el misterio de la presencia viviente de Dios en nosotros. Antes de hacer nada, el hombre ya ha sido sumergido en una atmósfera de amor que le rodea y le abraza por entero. Dios no está lejos, sino cerca; no se relaciona con nosotros desde la lejanía, sino desde la intimidad.
3. La gracia en el Nuevo Testamento
Los autores del Nuevo Testamento podrían haber escogido alguna de las palabras que acabamos de ver, pero para expresar la novedad absoluta de la experiencia cristiana eligieron la palabra gracia. Ella era la que mejor ponía en evidencia la absoluta gratuidad del amor de Dios hacia el hombre y la única que podía expresar plenamente lo que había sucedido en la persona de Jesús, el Señor y el Salvador. La gracia es algo tan propio del cristianismo, que ni siquiera aparece en las otras religiones.
El término gracia (cháris) aparece unas 156 veces, de las cuales unas 100 en san Pablo y 50 en el resto de los libros del Nuevo Testamento. Pero es sorprendente notar que el término no aparece ni en san Mateo ni en san Marcos, y sólo ocho veces en san Lucas. Pero su ausencia se explica fácilmente. En los evangelios no se reflexiona sobre la gracia en abstracto, sino sobre el acontecimiento fundamental que ha renovado la faz de la tierra: la llegada de Jesús al mundo y la inauguración de un reino de amor y de perdón, de gracia y de vida. Él fue el pastor que entregó la vida por sus ovejas, el médico que vino a buscar a los enfermos, el salvador que vino a buscar a los pecadores. El reino de Dios fue ofrecido a los que no tenían méritos ni obras, sino a los más pobres y desheredados. Era el reino del Padre misericordioso, que hace que el sol salga para los buenos y para los malos, y que las flores del jardín de un ateo sean tan preciosas como las del mejor de los creyentes; un reino gratuito en el que el hombre no entra por las obras que haya hecho, sino por pura gracia. La gracia aparecía patente a los ojos de todos. En Jesús, Dios había inaugurado un reino sin hoy y sin mañana, sin salida de sol y sin ocaso. Lo que aparece en los evangelios es la condescendencia de Dios hacia los débiles, los enfermos, los perdidos, los pecadores, los marginados, los humillados (Mt 11,5; Lc 4,18-19).
En el evangelio de san Juan la palabra gracia aparece tres veces, pero nunca en labios de Jesús: «Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1,16-17). Con la llegada de Jesús el reino de la gracia suplantó al de la ley. La ley había indicado el camino por donde debía marchar el pueblo de Dios, pero ahora él mismo era el Camino, la Verdad y la Vida. La gracia es la vida de Dios en nosotros, su estar con nosotros, su habitar con nosotros, su permanecer en nosotros.
Sin embargo, donde la palabra gracia aparece más frecuentemente es en san Pablo. La mayoría de los especialistas piensan que fue él quien la introdujo en el lenguaje cristiano, partiendo de su uso profano, engrandecido ya por su utilización en el Antiguo Testamento y, sobre todo, por su propia experiencia camino de Damasco. A partir del momento en que experimentó su fuerza arrolladora se convirtió en el «cantor de la gracia».
En san Pablo, la gracia aparece como algo esencial y característico de la vida cristiana, aunque nunca hizo una exposición sistemática de ella. Pero es sorprendente notar que siempre utilizó la palabra en singular, nunca en plural. Para san Pablo hay gracia, no gracias. Cuando habla de ella siempre hace referencia al acto salvador de Dios en su Hijo. Esa es la gracia por excelencia. La gracia, por tanto, no es algo, sino alguien: el don gratuito que Dios nos ha hecho en la entrega de su Hijo. Todo el énfasis recae en la gratuidad de ese favor: «Ya no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6,14; Gál 5,18). «Todos hemos sido justificados gratuitamente por la gracia en virtud de la redención de Cristo Jesús» (Rom 3,24). Gracia es el perdón y la reconciliación, la redención y la salvación, la regeneración y la filiación adoptiva, la nueva vida en Cristo y en el Espíritu, la vida eterna y dichosa en manos del Señor. Esa es la gracia que jamás hubiéramos podido merecer ni ganar con nuestras obras, porque nos supera infinitamente. Eso es lo que impide cualquier título de gloria por parte del hombre. Nadie pudo forzar a Dios para que interviniera y nada pudimos hacer para evitar que no lo hiciera. Todo ha partido de su iniciativa, todo ha corrido «por cuenta de la casa», sin que el hombre haya tenido arte ni parte en ello. Se diría que ha sido un mero espectador de esa iniciativa totalmente gratuita, porque nosotros no teníamos ningún título ni mérito que presentar ante él. Eso es lo que jamás deberíamos olvidar. Todo el acento cae en esa gracia infinita derramada sobre el hombre por medio de su Hijo, en ese amor desbordante que nos ha salvado, perdonado y concedido la filiación adoptiva y la vida sin fin. Eso es lo que nos hace estremecer. En el corazón de Dios hay un amor por el hombre que no es una correspondencia a su amorosidad o a su amabilidad, sino que es pura gracia por su parte. Dios no ama al hombre porque sea amable, sino que lo hace amable porque lo ama. «Porque me amaste –dice san Agustín–, me hiciste amable». Por eso, la noción de gratuidad que tenía san Pablo era absolutamente revolucionaria. Porque la gracia de Dios no estaba destinada sólo a su pueblo, a los justos y a los observantes, sino también a los gentiles, a los pecadores y a los alejados. Cuando éramos enemigos ya fuimos amados. Para san Pablo la palabra gracia era la única que podía expresar la experiencia de la comunidad cristiana primitiva y la totalidad del cristianismo. En el paganismo se creía que mediante algunas fórmulas mágicas se podía forzar a los dioses a conceder favores. Pero el Dios único y verdadero es inmanejable. Es él el que se inclina y se abaja sobre el hombre. Eso es lo que él experimentó cuando iba camino de Damasco y lo que hizo de él un hombre nuevo. Por eso, la gracia no es sólo algo que viene a ayudar al hombre a vivir una vida conforme a la ley, ni un auxilio en sus necesidades, ni una medicina para su enfermedad, sino la presencia de Dios en su alma.
En la segunda carta de san Pedro aparece un texto que algunos teólogos se han atrevido a calificar «como la expresión más enérgica de toda la Escritura sobre la gracia»: «Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas os hicierais partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en el mundo por la concupiscencia» (1,3-4).
El texto fue comentado en infinidad de ocasiones por los santos padres y lo ha sido a lo largo de los siglos, pero no es fácil precisar su verdadero alcance y contenido. ¿Qué quiso decir realmente el autor? Tal vez nunca llegaremos a comprenderlo en su sentido más profundo, pero, se interprete como se interprete, debe tratarse de algo verdaderamente grandioso. La gracia nos hace participar de la misma naturaleza de Dios, de su ser y de su vida; es algo que nos diviniza y nos hace «semejantes a él».
4. Entonces, ¿qué es la gracia?
Entonces, ¿cómo definir la gracia? ¿Cómo describirla? Las preguntas son inevitables. Pero sólo podemos hacernos una idea de lo que es, partiendo de los datos que hemos encontrado en la revelación. La gracia es Dios mismo derramado en nosotros, su vida y su amor, su misericordia y benevolencia, su grandeza y su belleza, el cielo mismo en nuestro corazón. La gracia de su presencia en nosotros nos hace amigos e hijos suyos, depositarios de todos sus bienes, herederos de la vida sin fin. La gracia es esa presencia divina que nos hace unas criaturas nuevas, como si acabáramos de salir de sus manos creadoras. Tal vez por eso los hombres nos hemos sentido asustados y hemos comenzado a hacerla algo más manejable y comprensible.
En la tradición cristiana la gracia ha sido definida «como un don sobrenatural», como «una cualidad sobrenatural que nos da una participación física y formal de la naturaleza divina», como «una cualidad divina inherente al alma», como «un ser divino que hace al hombre hijo de Dios y heredero del cielo»... Pero esas definiciones nos dejan hechos un mar de dudas e interrogantes.