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365 días con Francisco de Asís
Gianluigi Pasquale
Francisco ha dejado el puesto a Cristo
En dos mil años de cristianismo sólo hay un hombre que, entre todos y todo, ha marcado la historia de forma incomparable: Francisco de Asís. Frente a esta criatura pobre y profundamente enamorada de Jesucristo, creyentes cristianos, fieles de otras religiones e incluso los que dicen no creer encuentran una afinidad mágica, profesándole la misma simpatía: y de esta forma tan natural. Precisamente hace ochocientos años, en 1209, con sólo veintiocho años, aquel joven umbro que habría marcado para siempre la credibilidad del cristianismo quiso ir ante el «señor papa» para pedirle permiso para «vivir conforme al santo Evangelio»; es decir, para vivir exactamente como lo había hecho Jesucristo: pobre, obediente, virgen. En 1209, después de algunos años, el ideal franciscano brillaba con un resplandor comparable al de la aurora anaranjada de la mañana, disipando poco a poco algunas de las sombras que preocupaban a la Iglesia del siglo XIII. La fraternidad se extendió por toda Umbría. Aldeas y arrabales vieron llegar desde todas partes a algunos de aquellos alegres compañeros vestidos con un tosco sayo, que cantaban a pleno pulmón o bromeaban para atraer a la gente para anunciar la Buena Nueva. Francisco llamaba a estos misioneros burlones los «juglares de Dios», como si el Señor bromeara con las almas. Mendigaban el pan ofreciendo a cambio sus manos para hacer el heno, barrer, lavar y, si sabían hacerlo, construir utensilios de madera. No aceptaban nunca dinero y se alojaban como podían, a veces con el sacerdote, otras bajo una marquesina en un granero o en un henil, y no era extraño que durmieran bajo las estrellas.
Se habituaron a ellos, del mismo modo que hoy en día estamos también acostumbrados a encontrarnos quizá a un fraile franciscano por la calle en nuestro día a día. Bien o mal acogidos, predicaban con el fervor de los neófitos y su fe obraba en profundidad. Fueron profetas de un mundo nuevo en el que el rechazo a las riquezas y la pasión por el Evangelio cambiaban la vida y traían felicidad a todos. Los nuevos frailes iban de dos en dos por las calles, uno detrás de otro, y eran los mismos cuyos pasos oyó un día san Francisco en una visión profética. No me resultó difícil pensar en esta visión precisamente el verano pasado cuando, encontrándome en «San Francisco» (EE.UU.), recordé cómo en 1769 fray Junípero Serra partió en su viaje hacia la alta California, en la bahía de San Diego, donde fundó la primera de sus famosas misiones californianas, Loreto, la capital de la baja y la alta California, rodeada, en lo sucesivo, por ciudades con nombres «franciscanos»: San Diego, Los Ángeles, San Francisco, Sacramento, etcétera.
Aquellos comienzos del franciscanismo, hace ya ocho siglos, con su apariencia de dulce anarquía, deben dejar paso a una Orden. Cada año, Francisco veía cómo se duplicaba el número de frailes llegados desde todos los confines de la tierra, algunos de los cuales estaban destinados a desempeñar un papel importante en una de las mayores aventuras cristianas. Más sensibles que los hombres a la llamada mística, las mujeres buscaron en San Damián la paz interior, amenazada por el desorden de un mundo abocado a la violencia. La luz de san Francisco se extendió, así, hacia los primeros conventos de monjas clarisas, fuertemente atraídas por la vida contemplativa de Cristo. Un canto de dicha alzada al cielo también por todos aquellos otros seguidores, hombres y mujeres, que, incluso no vistiendo el sayo, seguían deseando a lo largo de los siglos vivir el espíritu de Francisco, los futuros «terciarios franciscanos», movimiento laical que aún hoy sigue siendo el más difundido y más capilar de la Iglesia católica. Aquellos comienzos fueron un momento destinado a no volver a repetirse nunca por completo. El mismo flechazo, en efecto, no se produce dos veces. Veamos por qué.
Aquel día de primavera de 1209, cuya fecha exacta evitan incluso los historiadores más prudentes, el papa Inocencio III estaba paseando a lo largo y a lo ancho del Laterano, por la llamada galería del Espejo. El Laterano era entonces un símbolo de la catolicidad de la Iglesia. Por una ironía que parece complacer a la historia, el día en que san Francisco quiso presentarse ante el Papa, no había desde lo más profundo de Sicilia hasta los confines del norte de Italia un hombre más ocupado ni más preocupado por este personaje al que proclamaba príncipe de toda la tierra. Ahora, una de las ideas que se agitaba con mayor insistencia bajo aquella tiara puntiaguda y dorada era la de acabar con los extravíos de la Iglesia, lanzando por Europa una cruzada de renuncia y de pobreza. Sin embargo, cuando Francisco y sus once compañeros comparecieron deseosos de obtener del Papa el permiso para vivir según el «propósito de vida» evangélico que Dios les inspiró, los mandó fuera, apartando así de su presencia al hombre providencial que podía hacer triunfar su ideal más que ningún otro. Como es sabido, el Papa, posteriormente, rojo y dorado como el sol en el ocaso, recordó un sueño que había tenido poco tiempo antes, llenándolo de inquietud. Se veía dormido en su cama, con la tiara en la cabeza; la basílica de San Juan de Letrán estaba peligrosamente inclinada hacia un lado cuando, de repente, un pequeño monje del color de la tierra, con el aspecto de un mendigo, apoyándose con la espalda, la sostuvo, impidiendo que se derrumbara. «Es verdad –se dijo el Papa–, ¡aquel monje era Francisco de Asís!». ¿Cómo pudo no escucharlo entonces? Una pregunta que también nosotros podemos hacernos hoy a través de sus escritos y de las crónicas que los biógrafos han contado del Poverello, vestido con el color de la tierra: es decir, la aurora que se había volcado en el ocaso de su nueva venida.
He reunido esta recopilación de pensamientos diarios guiándome por los Escritos de Francisco de Asís y por las demás Fuentes franciscanas, con el ánimo de quien es uno de sus seguidores después de ochocientos años, pero sobre todo sabiendo que san Francisco, además de ser el patrón de Italia, es el santo de los italianos, por el que yo también me he visto totalmente hechizado, tal y como sucede con muchas otras personas que, hoy en día, siguen vistiendo el sayo o llevando al cuello la «tau» franciscana, típico símbolo de los franciscanos laicos. En realidad, si hace ochocientos años el Poverello fue a ver al «señor papa» para pedirle permiso para vivir como Jesús, hace justo veinticinco años, en el verano de 1983, con dieciséis años, me encontré por primera vez con un humilde fraile capuchino, el padre Sisto Zarpellon, actual padre espiritual del colegio «San Lorenzo da Brindisi» de Roma. No podré olvidar aquel colorido verano en el que vi entrar en la pequeña iglesia de mi pueblo natal de Lerino, en Vicenza, a aquel fraile, descalzo, con una barba larga y rizada, vestido con un rudo sayo: ¡era precisamente un capuchino, es decir, un franciscano! Pensé: «Pero, ¿no habían desaparecido los capuchinos de fray Cristóforo, el de la novela Los novios, que tan ávidamente había estudiado precisamente en la escuela secundaria aquel año?». Sin embargo, aquel hijo de Francisco estaba allí, en carne y hueso, llevando automáticamente Asís hasta mi casa. Y me iluminó, trastocando mi existencia. Sí, porque, lleno de entusiasmo y con una voz suavísima, en la homilía en la iglesia nos habló de su vocación y de su deseo de ser otro Francisco, y todo esto sucedió durante los años de la II Guerra mundial. Pero me convenció, sobre todo cuando, al acabar la homilía, se arrodilló en un respetuoso silencio ante el tabernáculo para quizá «confiar» a Jesús algunos secretos. Entonces –sólo entonces–