En el ámbito de la obediencia hay también semejanzas y diferencias. La obediencia funciona allí donde se relacionan superiores y súbditos, padres e hijos, gobernantes y ciudadanos, dirigentes de la economía y consumidores, jefes militares y soldados… Esta obediencia natural se fundamenta en razones éticas, pero también religiosas. La obediencia natural implica una entrega confiada del propio poder a la supervisión de la persona que ejerce el mando. Quien obedece se expone al abuso de confianza por parte del quien manda; pero también al abandono cobarde de la propia responsabilidad en quien detenta la autoridad. En la esfera religiosa, la obediencia acata la autoridad de un guía espiritual cualificado, se confía a personas carismáticas, dotadas de sabiduría divina y de liderazgo pedagógico y religioso; y a veces, por toda la vida. Esto se da tanto en el monacato no cristiano, como cristiano. Jesús, sin embargo, le dio a la obediencia un giro espectacular. Jesús, el Maestro, era el primero en obedecer y, por eso, incluía a sus discípulos en su camino de obediencia; si Jesús obedecía no era para servir de ejemplo pedagógico para sus discípulos, sino para que aconteciera la redención. En el ámbito de la obediencia hay también semejanzas y diferencias.
No es, por lo tanto, desacertado, hablar de los consejos religiosos antes de hablar de los consejos evangélicos[70]. Las religiones y también las filosofías éticas preparan el camino del Señor. Lo que el Maestro Jesús «aconseja» no es una absoluta novedad. Obediencia, pobreza y virginidad o celibato son también valores humanos, que nos hacen comprender el espíritu religioso común a todos los seres humanos; pero también nos hacen descubrir lo propio y específico de nuestra vida cristiana. Los consejos evangélicos ofrecen, por tanto, nuevas perspectivas, en el camino ético de la humanidad. No están desencaminados quienes buscan a Dios aunque sea fuera de la verdad cristiana (He 17,27).
Algo parecido a esto podríamos decir de tanta literatura de autoayuda de la que hoy disponemos y de las enseñanzas de los maestros de espiritualidad, auténticos expertos en las disciplinas del espíritu.
Hay muchas gracias fuera de la esfera de la Iglesia visible que nosotros no percibimos: «Si yo quiero que él permanezca hasta que yo venga, ¿a ti qué?» (Jn 21,22).
3. Las enseñanzas del Evangelio y el maestro interior, el Espíritu
Hablar de consejos evangélicos se ha vuelto normal; proviene de una tradición que el concilio Vaticano II asumió como propia[71]: la expresión «consejos evangélicos» aparece en 16 números de los documentos conciliares (unas 25 veces)[72], y dieciocho veces en el nuevo Código de Derecho Canónico[73].
Y ¿por qué «consejos» y no «mandatos» evangélicos? Las enseñanzas de Jesús, nuestro Maestro hacen preceder los indicativos a los imperativos. Es decir, primero «indican» una posibilidad y después «mandan». Piden comprometerse con aquello que es posible. Al imperativo «¡este es mi mandamiento: que os améis unos a otros!», precede el indicativo «como yo os he amado, y como el Padre me ha amado». Jesús nunca pide imposibles. No es como los doctores de la ley mosaica, que imponen pesos insoportables (Mt 23, 1-4). Jesús nos ofrece la ley del Espíritu, aquella que está grabada en el corazón y es ley de la libertad (2Cor 3,3).
Los consejos evangélicos son la expresión de esta ley interior, ley del corazón, ley del Espíritu. Los consejos evangélicos generan en nosotros procesos de búsqueda, de transformación. Jesús, nuestro Maestro, y su Espíritu –presente en nuestros corazones– nos «aconsejan» y «capacitan» internamente (como maestros exterior e interior) para que no caigamos en la tentación del exceso o de la deficiencia.
El mismo Dios, que nos pide que le amemos sin reservas, nos concede el don del amor y con él nos libera de todo aquello que nos vuelve inauténticos. Nosotros no sabemos amar como conviene. Hay energías negativas y destructivas que nos lo impiden. Para amar necesitamos liberación. Los consejos evangélicos, entendidos como «dones divinos», como fuerzas de liberación, hacen posible el amor, en el área de influencia de las tres concupiscencias (Tomás de Aquino)[74] o de las tres grandes pulsiones con las que nos vemos confrontados: poder, sexo y posesión[75].
Si podemos decir con honestidad y credibilidad «yo hago voto a Dios» es porque el mismo Dios Padre, a través de su Hijo Jesús y de su Espíritu, «nos instruye internamente». El Maestro exterior (Jesús y su Evangelio) y el maestro interior (el Espíritu Santo) orientan, diseñan e inician para nosotros un camino peculiar de vida que estamos llamados, invitados, a seguir.
De esta manera se instaura en nuestra vida una «alianza discipular». El Evangelio que es Cristo y versa sobre Cristo se convierte en el «consejo fundamental» que orienta y dirige la vida. El Espíritu Santo –que es la fuente de todos los carismas– configura y le da forma «carismática» a la «alianza discipular».
Quien ha experimentado la gracia de Dios y su llamada a seguir a Jesús, quien se siente habilitado y enriquecido por los dones de su Espíritu para responder a esa vocación de un modo personal y colectivo «peculiar», siente la necesidad de responder y comprometerse con la iniciativa divina. Por eso, desea, busca, se entrega, se compromete, se re-liga. La vocación se convierte en él o en ella en una ley interior, una fuerza irreprimible. Por eso, se formulan en forma de votos.
II. El voto único se desglosa en tres
1. El mandamiento principal–el voto principal
a) La sublime osadía de decir «Yo hago voto a Dios»
La vida consagrada quiere ser una forma clara de vivir en nuestra sociedad, «según la nueva alianza» con el único Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Como vida en alianza sabemos que la norma suprema es el mandamiento principal: «Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas», tal y como Jesús lo interpretó, es decir, uniendo el amor a Dios y el amor al prójimo y proponiéndonos un camino y un ejemplo: «como yo os he amado». La vida consagrada, por lo tanto, profesa, ante todo, este único voto de caridad, de amor, como imitación y seguimiento de Cristo Jesús. Esto se expresa, en no pocos institutos, con una frase que dice: «Yo hago voto» en singular (¡y no, «yo hago votos» en plural!).
Emitir un voto de amor no es solo un acto de voluntad y libertad por parte del ser humano. Emitir un voto ante Dios es, ante todo, una moción del Espíritu de Dios. Dios atrae nuestra atención («¡Escucha!»), nos hace contemplar la obra de su amor hacia nosotros, derrama en nuestros corazones su Santo Espiritu, y entonces reacciona nuestro «yo» en respuesta de amor: «Yo hago voto».
Es así cómo la alianza que Dios nos ofrece es acogida por nosotros. Sin la gracia de la vocación, sin la efusión carismática del Espíritu, sin la acción salvadora y redentora de Jesús, ¿quién osaría colocarse ante Dios diciendo «Yo hago voto»? Sería una temeridad, una osadía cuasi-idolátrica.
b) El paso histórico del voto monástico a los tres votos
Nuestra respuesta a la alianza ha recibido diversas formas rituales a lo largo de la larga historia de la vida religiosa.
Durante el primer milenio el ingreso oficial en la vida monástica se realizaba con un solo voto: el votum monasticum, que se denominaba también propositum, pactum, conventio, professio[76]. Lo nuclear de la profesión monástica y religiosa era la entrega de uno mismo (traditio sui) a Dios. En aquel tiempo la palabra «voto» o «votos» no se refería a ‘promesas que había que cumplir’, sino a ‘ofrendas y oraciones’ que se hacían en un contexto litúrgico. El voto principal era el del bautismo, que transformaba la existencia del bautizado en un acto de culto a Dios[77].
En el segundo milenio se vio necesario exteriorizar la «de-votio» a través de la profesión –ritual y pública– del propio compromiso ante la Iglesia (votum)[78]. Santo Tomás de Aquino lo denominó «votum professionis»[79]; se inpiró en el capítulo sexto del Ecclesiastica Hierarchia (‘Jerarquía eclesiástica’) del místico Pseudo-Dionisio, dedicado a la consagración monástica. Para santo Tomás los votos religiosos constituyen una consagración, una bendición espiritual (Ef 1,3); no se trata de una bendición añadida, sino intrínseca al mismo voto:
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