Si la vida religiosa, consagrada, es –como toda forma de vida cristiana– una forma de vida «según la nueva alianza» y si el mandamiento principal –tal como ha sido interpretado por Jesús– es la norma suprema de vida; entonces, la vida religiosa o consagrada es una «vida según el mandamiento del amor». Este es el voto fundamental que la caracteriza: el «voto de amor» a Dios y al prójimo, con todo el corazón, toda el alma y todas las fuerzas[33].
Los llamados «tres votos» no son tres votos distintos, sino uno solo en tres perspectivas, en perichṓresis; consecuencia de ello es que pueden ser explicados conjuntamente, paralelamente, con el mismo esquema y en complementariedad. Por eso, pretendo hacer ver que son variaciones de una vida según la nueva alianza en el amor y que cada uno de ellos enfatiza en una dimensión del mandamiento principal: sea el amor a Dios o al prójimo, sea el amor con todo el corazón (castidad), con toda el alma (obediencia), con todas las fuerzas (pobreza), sin que sean perfectamente distinguibles, sino en perichṓresis también[34].
El orden tradicional de los votos fue pobreza-castidad-obediencia. El concilio Vaticano II propuso otro orden: castidad-pobreza-obediencia (LG 43; PC 12-14)[35]. Dada la interacción entre los tres votos, juzgo que el orden es una cuestión menor. Por eso, me permitiré proponer otro orden: obediencia-celibato o virginidad[36]-pobreza. El mandamiento principal de la alianza se inicia con esta interpelación de Dios a su pueblo: «Escucha, Israel»; y la primera respuesta a tal interpelación: «Habla, Señor, que tu siervo escucha», es decir, la obediencia.
2. Hacia la culminación de la alianza: Iniciación mistagógica
La vida consagrada o religiosa más que un «estado de vida» es un «proceso», un camino, un seguimiento de Jesús que nos adentra siempre más en el misterio de la alianza con Dios. Su meta es la mutua identificación, el «desposorio mistico», la unificación de voluntades. La vida consagrada no tiene una misión, es misión. Ella se va identificando cada vez más con la missio Dei, con la voluntad misionera de Dios y colabora con ella en la medida del don que le ha sido concedido[37].
Contemplando la historia de la vida consagrada, desde las vírgenes consagradas y el primer monacato hasta hoy, descubrimos que su razón de ser en la Iglesia y en la sociedad no es la de constituir una «casta superior», sino ser un signo atrayente, paradigmático, de aquello a lo que está llamada toda la Iglesia, toda la humanidad y hasta la madre naturaleza: entrar en alianza con Dios. Esto es lo que hoy puede ofrecer la vida consagrada en contextos de secularidad, ateísmo o idolatría.
Pero necesitamos una especie de «hoja de ruta» para vivir en alianza y llevar la alianza a su culminación. La vida en alianza con Dios no es un camino de rosas: surgen tentaciones, ocultamientos, incertidumbres y dudas… Como ocurrió en la historia de Israel, también nuestra vida pasa por momentos dramáticos y turbulentos. La vida en alianza es una aventura iniciada, conducida, orientada, protegida y culminada por el Espíritu Santo. Conduce hacia la meta más insospechada a la que un ser humano puede aspirar aquí en la tierra: la culminación de la alianza en la unión. Merece la pena entrar en este camino, que para cada uno tendrá mucho de inédito y aventurado. Esta es la razón de ser, la pauta radical, que explica nuestra forma de vida y que puede servir –a su manera– de pauta explicativa y orientadora de la vida cristiana.
En los procesos formativos presentamos el camino, los compromisos, las obligaciones, pero nunca o casi nunca la meta. En otros tiempos se afirmaba la meta de una manera muy genérica, cuando se decía que era llegar «a la cumbre de la perfección», o conseguir la propia santificación, o «ser santos»; hoy también se emplean frases semejantes cuando nos pedimos «recuperar la mística». Todas estas expresiones necesitan ser retraducidas dentro de una visión teológica en la cual el protagonismo sea concedido al Espíritu de Dios y en la cual se resalte que en alianza ninguno de los aliados queda disminuido por el otro. Necesitamos una nueva formación en la fidelidad, en el amor fiel o hesed a la alianza, como camino de vida y camino orientado hacia una meta. Lo más penoso sería una vida consagrada en la cual a pocos les preocupara la alianza y sí mucho el trabajo que realizan.
III. La alianza «hoy»: En el contexto
Quienes creemos y seguimos a Jesús –en cualquier clase o condición de vida– lo hacemos como respuesta a las mociones misteriosas del Espíritu Santo. Creemos que el Espíritu Santo nos es enviado. Como decía Orígenes: «siempre son los días de Pentecostés»[38]. ¡Advirtamos el plural! Los Padres orientales tenían la convicción de que el objetivo de la encarnación del Hijo de Dios era hacer posible la efusión del Espíritu Santo sobre la humanidad[39]. También es Pentecostés en este tiempo y en todos y cada uno de los contextos. El Espíritu Santo hace posible la permanente renovación de la alianza, nos hace entrar en la comunión trinitaria de mil formas, en insospechadas circunstancias[40]. El Espíritu –en nosotros y con nosotros– lleva a cumplimiento el reino de Dios –proclamado e inaugurado por Jesús–, la nueva y definitiva alianza –establecida en su sangre–.
1. La encantadora enfermedad de la «teopatía»
La experiencia religiosa es una de las más plenas de la vida humana. Ella nos descubre el misterio que nos conmociona y abisma, nos vuelve nómadas sin descanso hacia un ir siempre más allá y sedientos insaciables de Absoluto. La experiencia religiosa nos hace personas «teopáticas», como cajas de resonancia del absolutamente «otro». La experiencia religiosa nos busca y se anticipa en tantas experiencias humanas que también nos hacen entrar en el pasmo, la conmoción, el nomadismo espiritual.
Hay experiencia religiosa donde no se reprime, olvida o reduce esa gran pregunta que es el hombre para sí mismo y donde, a la par, se renuncia –abismado por el vislumbre del infinito que ahí refulge– a querer responderla aquí, ahora, ya.[41]
Friedrich Heiler definió la experiencia religiosa como «adoración del misterio y entrega confiada de la propia vida a él»[42].
La experiencia religiosa cristiana en nosotros está mediada por la «encarnación» del Hijo de Dios, por su misterio pascual y por la acción misteriosa del Espíritu que nos ha sido enviado y actúa en lo más profundo de nuestro ser y que, al mismo tiempo, llena la tierra. Para los cristianos la experiencia religiosa acontece en el seguimiento de Jesús, en la fe, la esperanza y la caridad.
Propio de la vida consagrada es articular toda la existencia del creyente en torno al eje de la relación religiosa. Es vida en alianza, que poco a poco se va convirtiendo en estado místico, en el que todo habla y apunta hacia el misterio insondable de Dios que es Cristo. En ese estado, como bellamente decía el gran filósofo español Ortega y Gasset, la persona «es una esponja saturada de Dios. Basta que le opriman un poco contra las cosas para que entonces Dios, líquido, rezume y las barnice»[43].
En un tiempo de crisis de Dios, de su eclipse cultural y personal –sobre todo allí donde se presagia «la muerte de las catedrales»[44]–, o donde se habla de «las ruinas del cristianismo»[45], la vida consagrada es más necesaria. Y no solo en cuanto institución, sino sobre todo, en su ADN religioso: es decir, como testimonio viviente de que es posible en este tiempo, y en los diversos contextos e incluso allí donde la experiencia religiosa parece imposible, vivir el gran regalo de la alianza que nuestro Dios nos sigue ofreciendo.
En un tiempo en que no solamente hay crisis de Dios, sino desviaciones idolátricas –unas hacia la política, otras hacia la economía, otras hacia todo lo que aporta diversión y placer, otras hacia el propio ego– se hace más necesario que nunca el testimonio del único Dios, que no defrauda, que satisface los deseos más profundos, que promete lo que el ser humano no puede ni siquiera sospechar. Pero ¿estará la vida consagrada actual en condiciones de ofrecer ese testimonio?
2. Una vida configurada anti-idolátricamente por el Espíritu
a) El que habló por los profetas… habla hoy…
El Espíritu Santo –a través de nuestros fundadores y fundadoras y de los momentos más lúcidos de renovación– ha ido