En medio de tanta soledad e indefensión: Tim McGirk, luego los talibanes afganos… «Tuve suerte», reconoce. Las desventajas del principio iban cediendo el paso a las ventajas. «Yo era un ser chiquito que no podía hacerle daño a nadie. Mi presencia no se notaba ni para bien ni para mal, y eso jugó en mi favor», dice. Y se ríe recordando el «incidente», porque si hay algo que caracteriza a Patricia Castro es su risa, una risa suave que acompaña ciertos comentarios y recuerdos y chispea en sus ojos.
Doblemente invisible tras una burka, con un tamaño para nada amedrentador y un físico que poco la diferenciaba de los locales, despertó la confianza de taxistas, dueños de hostales y comerciantes. Algunos, incluso, al verla tan sola, tan pequeña, le tenían lástima y estaban dispuestos a ayudarla y protegerla. Mientras nunca se lo habrían permitido a un periodista, muchos no tuvieron ningún reparo en que se acercara a sus esposas y a sus hijas y ellas, a su vez, la pusieron en contacto con otras mujeres. Las mujeres no le tenían miedo ni desconfiaban de ella: se convirtieron en su público predilecto.
Gracias a ellas, Patricia adquirió un mejor conocimiento del mundo musulmán y en especial de la situación de las mujeres. Ella, que desde un punto de vista occidental siempre había visto la burka como una prisión de tela, descubrió que la percepción de estas mujeres era otra y que el concepto de libertad no se podía limitar a una prenda.
En ese clima hostil a los periodistas y a las mujeres, la burka fue por lo tanto su garante de invisibilidad a la vez que su pasaporte, y le permitió reportar incluso una violenta manifestación talibán desde el balcón de una casa. Una mujer en un balcón era de lo más normal: podía estar haciendo la limpieza. Lo más difícil fue entrar, subir hasta el balcón, tomar las fotos y, sobre todo, bajar y salir antes de que alguien notara su presencia o que la marea de hombres cada vez más violentos se acercara a la casa. Frente a un hombre, o dos, una puede hablar, razonar o, con suerte, escapárseles si se dispone de un entrenamiento maratónico como era el suyo. ¿Pero contra cientos, contra miles?
Otras corresponsales han pagado caro el querer reportar en medio de turbas de hombres enardecidos: Lara Logan, corresponsal de CBC, en febrero de 2011; Caroline Sinz, periodista de France 3, en noviembre del mismo año junto con Mona Al Tahawy; Sonia Dridi, corresponsal de France 24, en octubre del 2012. Las cuatro, en la plaza Tahrir de El Cairo, en Egipto. Hasta tal punto que la organización Reporteros Sin Fronteras (RSF) aconsejó, mediante un comunicado en el periódico Le Monde del 25 de noviembre de 2011, «que los medios de comunicación no envíen a mujeres a realizar reportajes a Egipto».
El dolor cambia la mirada
En Pakistán, el contacto se veía facilitado por el uso del inglés, una de las lenguas oficiales del país. Lo hablaban los pashtunes, mientras no ocurría lo mismo en Afganistán, donde necesitaba de un intérprete. Pero un idioma no es garante de comprensión del otro. Cada uno ve y percibe el mundo de manera distinta.
La mirada de Patricia había sido hasta entonces la de una mujer treintañera occidental. Su sensibilidad funcionaba a partir de una interpretación occidental: de adentro suyo para afuera del otro. Deshacerse de lo personal, aprender a mirar desde la mirada del otro, aceptar otro sistema de valores, se construye a partir de vivencias y dolores. El dolor humano permite pasar la barrera de la incomprensión y entender que cada cual tiene su forma de interpretar, no importa que sea correcta o incorrecta.
El primer choque se produjo cuando una mujer le pidió que cargara a su bebe para sacarse juntas una foto y, apenas se la entregó, se fue corriendo. Bebe en brazos y cámara al cuello, Patricia la persiguió. Tenía excelente forma física y corría muy veloz pues algo quedaba de su entrenamiento para la maratón de Nueva York. Alcanzó rápidamente a la mujer, dispuesta a increpar a una madre egoísta capaz de abandonar a su criatura para salvarse ella…
La mujer le dijo que estaba sola, desesperada, que no tenía familia y que Patricia representaba la salvación para su niña. La podría sacar del país y la bebé iba a vivir. Era lo único que quería. Salvar a su hija.
¿Qué ayuda ofrecer? Las soluciones son escasas. Siempre se recurre a lo elemental: dar comida, alojamiento, lo cual, en una guerra, puede también marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Patricia le dio todo el dinero que tenía, la llevó a comer y luego a un albergue de ONG. Nunca volvió a saber de ella.
Piensa que sentir el dolor de las víctimas le permitió darlo a conocer con decencia y respeto.
Y el dolor estaba en todas partes: en los hospitales, en los hospicios, en los albergues, en la calle. Vio a muchos muertos, a muchas mujeres caminando solas, desamparadas, buscando a maridos, a hijos, a algún familiar. Vio a la gente corriendo en direcciones contrarias, saliendo de Afganistán, entrando a Afganistán. Y todos contando dolor. Más los robos, la delincuencia.
Pero lo peor lo presenció en un hospital de niños.
En ausencia del director, se encargaba una mujer. Patricia reconoce que, de dirigirse a las autoridades de salud, nunca le habrían hecho caso, mientras la mujer la dejó pasar para ser testigo del horror y para que diera a conocer esta otra faceta invisible de la guerra.
Los niños del hospital no eran niños abandonados por sus padres. Sus padres habían muerto o ellos se habían perdido y, heridos y solos, los habían recogido y llevados al hospital. Muchos se estaban muriendo, pero seguían esperando a padres que nunca iban a volver.
Y afuera, en las manifestaciones, otros niños de 6, 7 años, llenos de odio, jurando que cuando crecieran matarían a Bush y a todos los americanos… Muerte, odio, impotencia. Siempre. Adonde fuera y con quien se topara. «Eso no se olvida», dice.
Aunque hable bajo, hay por momentos violencia en su voz. Queda intacta su desesperación, y ahora, en la tibieza del bar, repite lo que se decía entonces frente a los niños moribundos ¡Detengan la guerra! ¿Qué nos estamos haciendo? ¿Los dirigentes no están viendo esto?…
Su mirada ya no es risueña, porque no está en el bar, está en el hospital viendo morir a niños, está en la calle frente a una mujer desesperada que quiere que se lleve a su bebe, y Patricia sabe que sus preguntas son retóricas.
Nada cambió. La muerte sigue siendo un negocio para los vendedores de armas.
Dice que regresó de esas guerras una mujer muy distinta a la que se había ido. Se volvió tolerante, única forma de acceder a una cultura ajena. Tiene también ahora otra mirada a la vida, a la muerte. Porque nadie gana en una guerra y basta con que muera un niño para que toda la humanidad pierda. Y Patricia vio morir a muchos.
No necesita de fotos para recordarlos. Dejó de tomar fotos en el hospital de niños. No le parecía ético. Dice que no todo tiene que retratarse. A eso no lo llama censura, sino respeto.
Habla del sentimiento de culpabilidad que surgió una vez en Lima, al pensar que la gente a la que había conocido quizás había muerto «mientras yo me salvé y mi vida volvió a ser eso, mi trabajo, el gimnasio, los estudios». Tuvo que procesarlo todo.
En el momento, una piensa que no le afecta, quizás por la adrenalina, la responsabilidad, la obsesión por redactar la noticia, mandar, reportar, pero cuando todo esto se va, vienen las preguntas. ¿En qué he estado? ¿Qué hice? Regresan a la mente lugares, rostros. Vienen las preguntas: ¿qué habría sido de la gente que había conocido?, ¿seguían con vida los niños del hospital?…
Para superar el vacío del regreso a su mundo de antes, rechazó tomar las vacaciones que le proponían en el diario y se hundió en el trabajo. Pero durante mucho tiempo se despertaba llorando en medio de la noche. Solo hablaba del tema con su jefa y su compañera sentimental, convencida de que eran las únicas que la podían entender.
Demora mucho poner palabras sobre el dolor.
Mujer