El proceso de entronización de Ana Frank como la primera víctima judía en los años cincuenta culminó con la película titulada The Diary of Anne Frank (‘El diario de Ana Frank’), dirigida por George Stevens en 1959. Antes de entrar en el análisis de esta primera individualización de la víctima, es preciso referir la experiencia previa del director, George Stevens, en la representación de las víctimas de la barbarie concentracionaria. En el verano de 1944 Stevens dirigía una pequeña unidad de camarógrafos que acompañaba a los ejércitos aliados en su avance hacia Alemania. La primavera del año siguiente, cuando las grandes batallas ya habían finalizado, las cámaras descubrieron los campos de concentración. Esas imágenes, de las que ya hablamos anteriormente y que conformaron la «pedagogía del horror», no solo fueron filmadas parcialmente por él,27 sino que posteriormente se encargó de montar, con las películas registradas por los operadores norteamericanos, más algunas cedidas por británicos y rusos, el documental titulado Nazi Concentration Camps, que fue proyectado en el juicio de Núremberg contra los principales verdugos nazis. No resulta nada aventurado afirmar que en la inmediata posguerra nadie tuvo un conocimiento más amplio de todo el imaginario truculento de la liberación que el director estadounidense. Con este bagaje28 acometió la adaptación cinematográfica de El diario de Ana Frank, primer largometraje hollywoodiense que trató la persecución de los judíos y gozó de los beneplácitos de la Academia con tres Óscar y cinco nominaciones.
Lo más interesante y revelador de cómo fue introducida la representación del exterminio de los judíos en la cultura cinematográfica hollywoodiense es el enorme abismo entre las imágenes radicales de la liberación de los campos y la realización de una película que abordaba ese mismo tema desde dentro de la industria y consiguió un enorme reconocimiento. La paradoja extrema resulta de que ambos lados del abismo fueran balizados por el mismo director.29
Para explicar este desfase entre ambas representaciones es preciso tener muy presente que el exterminio de los judíos no tuvo protagonismo en ninguna agenda pública ni académica hasta la década de los sesenta. La irrelevancia mediática del exterminio de los judíos no fue, sin embargo, un impedimento para que la primera edición estadounidense de El diario de Ana Frank en 1952 vendiese 100.000 ejemplares el primer año. Este éxito se vio amplificado por el estreno en Broadway, el 5 de octubre de 1955, de la obra de teatro basada en el diario. La escritura de dicha obra corrió a cargo de Albert y Frances Hackett, quienes también escribieron el guion cinematográfico para la Twentieth-Century Fox que dirigiría George Stevens.
A poco que se conozca el diario de Ana Frank se entenderá el porqué de esta aparente excepcionalidad. El diario es una de las obras más fácilmente digeribles y asépticas dentro del género conocido como literatura del Holocausto. Su manuscrito muestra la agudeza y bondad de una niña de 13 años en plena maduración y su diario es testigo de las conflictivas relaciones dentro del encierro, de su descubrimiento del amor y sus dudas sobre la sexualidad.30 Será representativo del exterminio por el final de la protagonista y por mostrar el miedo y la ansiedad de los judíos en las primeras etapas del asedio nazi, pero el diario deja fuera de sus páginas la violencia e iniquidad extrema que van desde la deportación hasta el exterminio, pasando por el espacio concentracionario. Así pues, la expresión máxima de la violencia y el sinsentido de la brutalidad nazi no tienen cabida en un relato centrado en las relaciones entre los escondidos. La muerte de la protagonista sirve de cierre melodramático a una narración que se refugia en la vida interior, pasiones y dudas de un personaje con el que el público se identifica a la perfección; pero no evidencia el asesinato de millones de judíos como resultado de un plan genocida.
El diario de Ana Frank, al igual que las imágenes surgidas de la liberación de los campos, no aportó información específica sobre el exterminio sistemático de los judíos europeos y sí insistió, de manera complementaria, en la denuncia de la monstruosidad nazi y la legitimidad de la causa aliada. Mientras las imágenes salidas del espacio concentracionario en la primavera de 1945 incidían en su carácter fehaciente de prueba mostrada al mundo de la manera más neutra posible y en lo cuantitativo del crimen, el segundo conmovía por la destrucción de tanta bondad.
Por tanto, para la exitosa integración de esta víctima judía en la cultura norteamericana de los años cincuenta parecía necesario evitar o minimizar dos aspectos fundamentales del exterminio de los judíos: la característica étnica del genocidio y la necesaria deshumanización de una violencia que aniquiló a millones de seres humanos. Analicemos, pues, cómo son representados estos dos aspectos en El diario de Ana Frank.
Si hay una frase que se ha convertido en la síntesis de la obra de Ana Frank, esta es, sin duda, «A pesar de todo, sigo creyendo que la gente es buena en el fondo de su corazón».31 Con distintas versiones según la traducción o la adaptación, este ha sido el mensaje rescatado del diario, lo que, francamente, parece poco apropiado para constituirse en representativo del exterminio de los judíos. Cuando en 1954 Garson Kanin, quien sería director de la representación teatral, ofreció a Lilliam Hellman la adaptación para la escena teatral del diario, esta lo declinó porque, aunque ya adivinaba las posibilidades de la obra como referencia futura, se consideraba incapaz de proponer una lectura que no fuera deprimente en exceso. Sería ella quien sugiriera a sus amigos Frances Goodrich y Albert Hackett para la adaptación teatral, y a tenor de los resultados acertó plenamente.
Algunas de las pocas entradas en el diario original referidas al Holocausto, como la del 9 de octubre de 1942 en la que habla de la deportación de los judíos de Holanda, de su asunción del asesinato de estos y de las noticias de la radio británica sobre el gaseamiento de los judíos, fueron eliminadas de la adaptación teatral (Cole, 1999: 33-34). Con esta separación efectiva del diario del contexto del Holocausto, ya fue posible ofrecer una versión teatral y cinematográfica con un final que no fuera excesivamente sombrío.32 La figura de un anciano y abatido Otto Frank de vuelta al apartamento secreto en el que se refugiaron y el hallazgo del diario sirven de pórtico para la obra de teatro y la película; el final de ambas, con la frase síntesis de Ana sobre la bondad innata de la gente, consuela y llena de esperanza al hundido padre. Ni qué decir tiene que la figura del único superviviente, adorado padre de la víctima y conmovido por la magnanimidad de esta, es quien encarna el trayecto redencionista que el espectador de las versiones teatrales33 y la adaptación cinematográfica ha de seguir.
Que esta era la lectura conveniente para una industria cultural de los años cincuenta encargada de popularizar a Ana Frank queda patente en el final alternativo que planteó George Stevens para su película. La versión cinematográfica, adaptación bastante fiel de la obra teatral, presentó en un screening test en San Francisco un final en el que Ana Frank, con el traje rayado de los internos de los campos de concentración, se tambaleaba en una neblina miasmática.34 Este final no complació ni al público ni a la 20th Century Fox, que consideraba el film, a pesar de