Ya en 1942, con la llegada de las primeras noticias sobre el exterminio de los judíos, la percepción del presidente de la Agencia Judía en Palestina, David Ben Gurion, resultó reveladora de la actitud inicial de los judíos asentados en el protectorado británico frente a la destrucción de las comunidades europeas: «… consideraba que un duelo público resultaba inútil y –puesto que se dirigía a una Europa que los colonos habían dejado atrás– muy poco sionista por naturaleza» (Hilberg, 1994: 269).
En fecha tan temprana entendía que el Yishuv, judíos asentados en Israel, nada podía hacer por la Diáspora y que su futuro como pueblo pasaba por la consecución de un estado propio. Este pragmatismo impedía necesariamente una fácil asimilación de la destrucción de la población judía europea a los discursos forjadores del nuevo estado. Buena prueba de ello fue el juicio contra Malkiel Gruenwald en 1954-1955. La denuncia contra este escritor poco conocido partía del Gobierno israelí, que lo acusaba de calumnias contra el doctor Israel (Rudolf) Kasztner. Kasztner, alto funcionario israelí, jefe de seguridad del gabinete del primer ministro y candidato al Parlamento israelí por el Partido Laborista (Mapai), había participado como enviado de un comité de ayuda judía en las negociaciones con los nazis para salvar a los judíos húngaros en 1944. Fracasadas las negociaciones, y para no dejar al «ciego azar» la selección de aquellos que podían salvarse, el doctor Kasztner eligió a los 1.684 judíos «más prominentes», mientras que 476.000 judíos fueron enviados a las cámaras de gas de Auschwitz (Arendt, 1999: 180-181). Sus avales a algunos antiguos nazis con los que negoció en aquellos días ante los tribunales de posguerra arrojaban todavía más sombras. La sentencia que absolvió al escritor, en la que el juez Halevi declaró que «Kasztner había vendido su alma al diablo», fue recurrida por el Gobierno y trasladada a la Corte Suprema, que falló en 1958. El final de Kasztner en marzo de 1957, tiroteado en la puerta de su casa, y la caída del Gobierno, tras solicitar el recurso de la sentencia en primera instancia, dan cumplida cuenta del efecto desestabilizador del legado de las víctimas, más que de su potencial cohesivo en el forjado del nuevo estado.
La relación de Israel con el Holocausto en estos primeros años es profundamente ambivalente. Por una parte, existía un reconocimiento de que el nuevo Estado mantenía una considerable deuda con el Holocausto,21 pero, por otra parte, el exterminio de los judíos era considerado como la consecuencia inevitable de la errónea decisión de la Diáspora que, al rechazar la vía sionista, quedó expuesta a las persecuciones en sus países de acogida.
Analicemos los dos gestos más nítidos e institucionales de conmemoración anterior a los años sesenta. Nos referimos a la celebración del «Día del recuerdo» (Yom Hashoah) y al debate parlamentario que constituyó legalmente al Yad Vashem22 en abril de 1951 y 1953, respectivamente.
El 12 de abril de 1951 una solemne proclamación en la Knesset, el Parlamento israelí, declaró el 27 del hebreo mes de Nissan como el Día del recuerdo. La elección de la fecha para el recuerdo del Holocausto en el mes de abril ya nos pone sobre la pista de qué se ensalzaba en este recuerdo: la insurrección del gueto de Varsovia. Ocurrida durante los meses de abril y mayo de 1943, resultaba el acontecimiento de mayor sintonía con la realidad del nuevo Estado. Si cabía alguna duda, la denominación oficial de la jornada, «Día del recuerdo del Holocausto y de la insurrección del gueto», la disipaba. Poco importaba la excepcionalidad del suceso23 en el marco de un genocidio que acabó con más de cinco millones de personas y mucho su potencial simbólico para el ideario sionista, según el cual, el nuevo judío, Sabra, rompía con el judío tradicional de la Diáspora. Pero las ventajas de la fecha para la integración del recuerdo en el discurso del nuevo Estado no se agotaban en el ideal heroico del gueto, puesto que la jornada precedía en pocos días a la celebración del Día de la Independencia (Yom Ha’atzmaut). Las jornadas conmemorativas recordaban la destrucción, pero giraban en torno al heroísmo y, por su disposición en el calendario, ofrecían una secuencia narrativa en la que el renacimiento del pueblo judío en el nuevo Estado de Israel culminaba e interpretaba los acontecimientos relevantes de la historia judía reciente.24
La legislación que creó el Yad Vashem25 en 1953, también en abril, expone en primer lugar la responsabilidad de recordar a los muertos y las comunidades destruidas, pero se extiende en mayor medida sobre la necesidad de recordar el heroísmo judío. El coprotagonismo se da en la misma designación, «Autoridad para el recuerdo de los mártires y héroes del Holocausto», pero, entre sus nueve objetivos encomendados, tres conciernen a la destrucción judía, cinco recuerdan el heroísmo, la valentía y la entereza judíos y uno hace referencia a la actuación de los Justos, gentiles cuya intervención salvó vidas judías. En palabras de Tim Cole: «… en los primeros días de la construcción del Estado, “el país quería héroes” e “historias de gloria”, por lo que el discurso oficial del “Holocausto” que se concretó en el Yad Vashem privilegiaba el encuentro con el “heroísmo”, incluso por encima del encuentro con el “martirio”» (1999: 129).
Consecuencia lógica de esta concepción es la preeminencia en las primeras fases del Yad Vashem del gueto de Varsovia frente a Auschwitz, de la resistencia frente a la destrucción:
… esto explica nuestro encuentro inicial con el heroísmo en el Yad Vashem. El emplazamiento refleja el discurso oficial sobre el pasado del Holocausto. Caminando por la plaza del gueto de Varsovia al inicio de la visita llegamos frente «al muro del recuerdo» donde una reproducción de la escultura de Nathan Rapaport «El levantamiento del gueto» está situada ligeramente a la izquierda del relieve «La última marcha». Nuestros ojos se desplazan desde la derecha hasta la izquierda, desde el relieve incrustado en el muro de ladrillo rojo hasta la mucho más dominante escultura, desde las deportaciones hasta las escenas de la resistencia del gueto (ibíd.: 124).
El protagonismo del heroísmo sobre la destrucción da cuenta del problemático injerto de las víctimas de la Diáspora en el relato sionista del nuevo Estado, de las necesidades del momento fundacional. Se atisba ya la floración de las víctimas,26 pero la fructífera cosecha llegará algunos años más tarde.
Víctima redentora y universal
A mediados de los años cincuenta surgió en un nuevo contexto, la industria mediática, una figura llamada a capitalizar la representación de la víctima judía en la cultura popular internacional. Su representación fue, en principio, ajena a toda polémica, el modelo resultó incontrovertible y la figura que la encarnó, desde aquella fecha hasta la actualidad, no es otra que Ana Frank. Los cuadernos que escribió Annelies Marie Frank, entre el 12 de junio de 1942 y el 1 de agosto de 1944, son el material que sería posteriormente publicado bajo el título de El diario de Ana Frank. Para evitar la deportación, Ana Frank pasó a la clandestinidad el 9 de julio de 1942, viviendo oculta en la buhardilla de unos almacenes de Ámsterdam, junto con su padre, madre, hermana mayor y cuatro personas más. Tras ser descubiertos y detenidos el 4 de agosto de 1944, Ana fue enviada a Auschwitz, vía Westerbork, para morir de tifus, junto a su hermana, en marzo de 1945 en el campo de Bergen-Belsen. El único superviviente del grupo sería su padre, Otto Frank, quien a su vuelta recibiría los escritos de manos de Miep Gies, protectora de los escondidos. El diario tiene una forma epistolar dirigida a una imaginaria amiga íntima llamada Kitty. En la primavera de 1944, tras escuchar un discurso del ministro holandés de Educación en el exilio sobre la importancia de los escritos que testimoniasen