El interés que ha motivado todos los nuevos impulsos en los estudios de traductología en la Edad Media puede explicarse gracias a la conciencia cada vez más certera de que las traducciones, como señaló Tovar, «reflejan tanto como las obras de pura creación las corrientes culturales y literarias de una época».5 Ahora bien, al adentrarnos en los siglos XV y XVI este objeto impone mayor atención aún: no se pueden comprender los primeros pasos que da el humanismo peninsular sin tener en cuenta las traducciones de los grandes poetas italianos (Dante, Petrarca, Boccaccio) en las bibliotecas de los grandes nobles, el impulso de la traducción horizontal (entre lenguas romances), las traducciones encomendadas —por quién, a quién y para qué—, la autotraducción y todo el tráfico cultural que se da en estos siglos. La traducción es la práctica literaria que expresa de forma paradigmática este proceso de relaciones culturales y literarias nuevas y será pues fundamental no sólo para entender la historia de la literatura sino toda la historia social, política y cultural. En este sentido, el estudio de la particular situación que presentan las traducciones y glosas medievales castellanas de la Divina Commedia en los siglos XV y XVI se vuelve más que pertinente, ya que en ellas es posible leer no sólo el traslado de la Commedia dantesca sino también las condiciones y líneas problemáticas de la particular situación histórico-cultural de la España humanista.
Además, el universo particular de las traducciones de la Commedia ejemplifica de manera paradigmática la noción de traducción vigente a fines de la Edad Media: «la traducción no tenía una especificidad, no era un ejercicio autónomo, netamente diferenciado de la glosa o del comentario».6 Así, en el panorama específico de las traducciones dantescas peninsulares, «es muy delgada la línea que separa a traductores de glosadores o comentaristas»7. En efecto, traducir, trasladar al romance o vulgarizar,8 implicaba interpretar y «glosar» —mediante amplificatio, duplicatio, etc.— el original en el mismo entramado del texto. Copeland, de hecho, ha ya demostrado muy bien cómo la traducción medieval no puede ser entendida como una práctica ajena a la práctica hermenéutica de la enarratio poetarum y a la retórica de la inuentio. Al contrario, según Copeland, la traducción al igual que el comentario sirve a su texto fuente pero, al mismo tiempo, desplaza su fuerza original. La enarratio asume así un poder creativo que aleja esta práctica de la mera reproducción.9 El panorama de las traducciones dantescas en el ámbito hispánico resulta harto complejo si se tiene en cuenta, además, que los comentarios a la Divina Commedia eran de por sí una traducción. Todo lo que de Dante repercutió en España parece haber llegado a través del tamiz de la reescritura.
Será pertinente destacar, además, que el interés por estas traducciones se debe también a que durante los siglos XIV y XV la concepción sobre la traducción comienza a cambiar. Para comprender mejor de qué manera, realizaré primero un breve resumen del origen y evolución del pensamiento traductológico hasta ese momento. En efecto, las preocupaciones teóricas medievales sobre la traducción hunden sus raíces en el debate clásico entre la retórica y la gramática y en la distinción que hace Cicerón entre interpres y orator.10 San Jerónimo fue el primero en entender estas ideas de manera normativa y en la Epístola a Pamaquio, escrita en el 395, las teoriza: una traducción fiel ha de realizarse pro verbo verbum (palabra por palabra) sólo en la Biblia. El verdadero traductor es aquel que intenta captar en su propia lengua el significado total del texto original y no debe traducir las palabras exactas sino el sentido de las palabras: sensum exprimere de sensum.11 Ahora bien, la sed de erudición que se va despertando en las clases dirigentes castellanas a fines del XIV y principios del XV y la consecuente idea de superioridad del latín frente a las lenguas vernáculas —enarboladas por Mena, López de Ayala y Cartagena— opacó estas ideas flexibles en torno a la traducción y llevó a trasvases literales, ad verbum, que respetaban muy de cerca el latín, en detrimento tal vez de la comprensión o la estructura del idioma.12 Habría que aclarar, igualmente, que aunque la mayoría de los traductores latinistas preferían la traducción palabra por palabra, encontramos algunas matizaciones, como demuestran los casos del mismo López de Ayala y Enrique de Villena en las reflexiones de sus prólogos a Las Flores de los Morales de Job y La Eneida, respectivamente.13 Durante esta época, sin embargo, en Castilla la tendencia latinizante era la que dominaba.14 A medida que avanza el siglo XV, sin embargo, se comienza a percibir un cambio en relación a la estructura cerrada del período anterior: se siente la necesidad de romper con la oscuridad de los textos y se intenta hacer más claras y cercanas las traducciones. Se puede observar, pues, en palabras de Recio «una evolución que se muestra en la búsqueda de un equilibrio entre lo ad litteram y lo ad sententiam hasta proponer un texto familiar, variado, flexible, que no se aleje de la lengua común».15 Poco a poco penetran los autores y las ideas italianas, humanistas y cada vez son más los traductores que en Castilla aceptan a San Jerónimo, incluso los que se dedican al latín. Se erige, de este modo, una «tradición liberal», en palabras de Morreale, frente a lo que sería una posición más tradicional aferrada a la literalidad.16 Toda esta periodización que relevo, de manera un tanto sencilla, no tiene en cuenta un importante cambio que sí se da a fines del XIV, que desde mi perspectiva resulta esencial. Como da cuenta Gómez Redondo, el Canciller Pero López de Ayala, por ejemplo, traduce De Casibus virorum illustrium de Boccaccio y las Décadas de Tito Livio obedeciendo a un proyecto que comienza a distanciarse de las concepciones anteriores —relacionadas con pautas doctrinales y religiosas—, al hallarse estrechamente vinculado a las preocupaciones políticas del momento, que giraban en torno a la necesidad de asimilar y justificar el establecimiento de la nueva dinastía Trastámara y sus consecuencias.17 A la afirmación citada de Rubio Tovar al comienzo, por tanto, habría que hacerle un añadido: las traducciones tardo-medievales reflejan también intereses políticos.
Es justamente dentro de este contexto de cambio que se comienza a traducir la Divina Commedia y los comentarios que sobre ésta circulaban. En un primer momento, entre 1429 y 1450, como fruto del círculo literario del Marqués de Santillana y de su curiosidad humanística. En efecto, de su biblioteca proceden tanto la versión de la Commedia de Enrique de Villena (ms. 10.186 BNM), como las traducciones anónimas de los primeros siete cantos del Comentum super Dantis Alighieris Comoediam de Benvenuto da Imola (ms. 10208 BNM) y de todo el Commentarium de Pietro Alighieri (ms. 10207 BNM) y también la que Martín de Lucena realizó a partir del Comentum del Purgatorio de Benvenuto da Imola (ms. 10196 BNM).18 En un segundo momento, entre 1502 y 1515 aproximadamente, el arcediano de Burgos Pedro Fernández de Villegas la traduce en esta misma ciudad a pedido de Juana de Aragón, hija natural de Fernando el Católico, mujer del condestable de Castilla Bernardino Fernández de Velasco. Esta traducción, que se divulga a través de la imprenta en 1515, emerge en el marco de la política imperial de los Reyes Católicos.
Antes de detenerme en la descripción y relevo bibliográfico de las problemáticas en torno a estos textos, resulta preciso aclarar cuáles fueron las inquietudes principales que me guiaron en mi primer acercamiento a las traducciones de la materia dantesca. Se desprenden, de hecho, del panorama previamente descrito: ¿De qué manera el contexto cultural y político