El profesor más joven de teología, Matthias Hafenreffer, salió al paso del joven luchador en esa disciplina, como fiel consejero y amigo cordial. Solo era diez años mayor que Kepler. Al contrario que sus colegas, era de naturaleza apacible y conciliadora, y con ella conquistó a muchos de sus oyentes. El joven Kepler ocupaba un lugar muy especial dentro de su corazón por su carácter sincero y su talento destacado, y al mismo tiempo Kepler respondía al cariño de su maestro con un aprecio verdadero. La estima mutua perduró mucho más allá de la etapa universitaria, hasta la muerte de Hafenreffer. Sin embargo, la confianza entre ambos no fue tanta como para que Kepler pudiera confesar a aquel amigo mayor que él su angustia secreta y sus dudas de fe. A pesar de su actitud irénica, Hafenreffer asumía la convicción predominante en la facultad, así que Kepler podía imaginarse de antemano la respuesta que recibiría. De este modo, como veremos, Hafenreffer defendió más tarde la postura de la facultad durante el conflicto que mantuvo Kepler con las autoridades eclesiásticas y, como interlocutor de su antiguo alumno, se vio obligado a comunicarle, con doble sentimiento de dolor, el veredicto que habían pronunciado las autoridades eclesiásticas de Württemberg. También fue Hafenreffer quien disuadió a Kepler de la idea de defender en público la compatibilidad de la concepción copernicana con las Santas Escrituras [52], aunque él mismo, según Kepler sospechaba, apoyaba en secreto aquella teoría [53].
LA LLAMADA DESDE GRAZ
Los estudios teológicos de Kepler debían concluir durante el año 1594, pero antes de que así fuera, en los primeros meses de aquel mismo año, se produjo un cambio decisivo en su vida. La muerte retiró de su puesto al profesor de matemáticas, Georg Stadius, de la escuela evangélica de Graz. De modo que las autoridades estirias solicitaron [54] al claustro de la Universidad de Tubinga un sucesor. Podría extrañar que las autoridades de Graz recurrieran precisamente a la lejana Tubinga. El motivo radicaba en el peso que tenía la universidad de aquella ciudad como uno de los principales centros de la vida y la doctrina reformadora. Eran ya muchos los sacerdotes y profesores que se habían trasladado de Tubinga a tierras austriacas para predicar y difundir allí la nueva doctrina. De hecho, el propio Wilhelm Zimmermann, que a la sazón ejercía como superintendente en Graz y era uno de los inspectores de la escuela, procedía del Stift de Tubinga. La elección del claustro recayó sobre el aspirante Kepler. Este quedó muy sorprendido cuando lo llamaron [55]. ¿Debía aceptar? Diversos tipos de consideraciones lo animaron a meditarlo; no podía asentir tan pronto. Ya se había imaginado a sí mismo vestido de religioso sobre el púlpito y, tras los méritos académicos que había alcanzado hasta entonces, podía contar con una carrera sacerdotal brillante. Según él, los estudios de teología le habían resultado tan gratos y valiosos hasta entonces por la gracia de Dios, que jamás había concebido abandonarlos por mucho que pudiera ocurrirle, siempre que Dios siguiera concediéndole una mente sana y su libertad [56]. En cambio, ahora, tan cerca del final, ¿debía interrumpir sus estudios y aceptar un puesto de profesor en una escuela, algo que en su época se consideraba inferior a un ministerio eclesiástico (según comenta él mismo)? En el llamamiento se entrevé sin duda un reconocimiento a su rendimiento en matemáticas hasta aquel entonces. Pero él no se sentía lo bastante instruido para asumir tal puesto, si bien reconocía que tenía talento para esa disciplina. Había comprendido sin dificultad las materias sobre geometría y astronomía que estipulaba el reglamento escolar. Pero se trataba tan solo de estudios obligatorios, nada de lo que habría aprendido con una formación específica en astronomía. Por otra parte, aquello lo enfrentó a su disciplina moral, difícil de eludir para él. Con frecuencia había visto que los compañeros de estudios reclamados desde el extranjero, es decir desde más allá de los límites de Württemberg, empleaban todo tipo de evasivas para no tener que marcharse por apego a la patria. No obstante, hacía tiempo que, «duro como yo era» [57], había resuelto acudir con la mejor disposición a donde fuera menester en caso de que lo llamaran. Para decidirse pidió consejo a sus allegados, a los abuelos y a su madre. Estos, cómo no, habrían preferido ver pronto al nieto sobre el púlpito brillando con el fulgor que lo bañaría allí arriba. Sin embargo, prefirieron dejar la decisión en manos de la facultad de teología, la cual había mostrado hasta entonces muy buena voluntad hacia su retoño. ¿No tendría oportunidad en Graz de adquirir práctica en los oficios religiosos a través del pastor Zimmermann mientras desempeñara su labor docente? Y, ¿no podría continuar formándose con unos estudios teológicos privados que le permitieran incorporarse al clero al cabo de algún tiempo? Esta alternativa parecía la más recomendable porque, por su edad y por su aspecto, aún no encajaba del todo en el púlpito. De modo que aceptó, reservándose explícitamente el derecho a volver e ingresar en el oficio eclesiástico. ¡Qué determinante iba a resultar aquel sí, no solo para el futuro de su vida privada, sino para el de toda la historia de la astronomía! Más tarde, cuando el descubrimiento de sus leyes planetarias le reveló su capacidad, Kepler reconoció retrospectivamente la voz de Dios en aquella llamada. Era Dios el que guiaba en secreto a los hombres hacia las distintas artes y ciencias a través de disposiciones externas, y con ello les comunicaba la verdad de que, como parte de su obra creadora, estos asuntos también dependen de la providencia divina.
Se ha escrito hasta la saciedad que fueron los propios profesores de Kepler en Tubinga los que lo empujaron a Graz porque con tanta discrepancia teológica se había ganado sus recelos. Esta afirmación es falsa. Quienes lo sostienen se basan en que el mismo Kepler dijo en cierta ocasión que había sido alejado (extrusus) de Tubinga [58]. Pero con eso solo quería decir que fue necesaria cierta presión por parte de sus profesores para animarlo a aceptar un puesto que él no consideraba del todo conveniente. Sobre los motivos que guiaron a los teólogos de Tubinga no se menciona nada. A quienes fuerzan esa expresión (extrusus), se les podría responder que, en dos ocasiones muy alejadas en el tiempo, Kepler sostiene que fue una casualidad afortunada (commode accidit) [59] que lo llamaran a Graz. Como es natural, tampoco en esta declaración se comenta nada sobre las razones que movieron a los teólogos. Kepler solo señala que el cambio de situación le pareció una bondad, una suerte para su desarrollo intelectual ulterior. En cambio, esa interpretación queda desmentida en favor de Kepler a través de su aclaración expresa de que, dada su corta edad, se había guardado para sí sus ideas teológicas divergentes y no las había compartido con los siervos de la Iglesia. Es posible que los profesores de Tubinga sacudieran la cabeza al oír al diligente joven defender con tanto entusiasmo a Copérnico. Sí, seguramente también les llegaron rumores de sus dudas. Pero habría que considerar muy malos pedagogos a los profesores de Tubinga si se les atribuyera tan corto entendimiento ante los arrebatos de un temperamento joven, como para dejar marchar tan pronto a un aspirante tan destacado por su carácter y su rendimiento, por el simple hecho de que en el ardor de la juventud expresara opiniones que ellos consideraban peligrosas. No hay que dejarse llevar por el entusiasmo ante posturas imposibles de verificar de forma objetiva. No, Kepler fue enviado a Graz porque