Pero todas estas ocupaciones y esfuerzos no anuncian aún la llamada que iba a sentir el aspirante a teólogo Johannes Kepler, la cual le brindó los mejores resultados en el campo de la astronomía. Él mismo desconoció esta llamada durante toda su etapa universitaria. Pero la vocación y el talento fueron perfilando la trayectoria que iba a seguir y, aun desconociendo la tarea que tenía asignada, Kepler asentó en la universidad las primeras bases para esa gran maestría que tan lejos lo condujo, por encima incluso de su propio tiempo. Un profesor veterano supo despertar sus facultades latentes, orientar sus primeros pasos y sembrar en la tierra preparada las simientes que, llegado el momento, brotarían y se desarrollarían con todo esplendor. Fue el maestro Michael Mästlin, profesor de matemáticas y astronomía [40]. Unos veinte años mayor que su gran alumno y nacido en Göppingen, había sido diácono en la ciudad suaba de Backnang y profesor de matemáticas en Heidelberg durante un par de años antes de obtener la cátedra en la universidad de su tierra natal en 1583. Su antecesor había sido el conocido astrónomo Philipp Appian, el cual fue destituido de su cargo por negarse a firmar la Fórmula de Concordia y aún residía en Tubinga cuando Kepler comenzó allí sus estudios. Mästlin era uno de los astrónomos más capaces de aquel tiempo y gozaba de gran reputación en el ámbito científico. Según la costumbre de entonces, los Elementos de Euclides servían de base a sus clases de geometría, a lo que seguramente se unía alguna mirada a Arquímedes y Apolonio. Además, introducía a sus oyentes en los principios de la trigonometría. Para el curso de astronomía publicó él mismo un manual, Epitome Astronomiae, que apareció por vez primera en 1582 y experimentó varias reediciones en las décadas siguientes. Mästlin reparó pronto en que algo especial se ocultaba detrás de su alumno, el cual mostraba gran predilección por las matemáticas y acreditaba sus facultades inventando a menudo proposiciones y enunciados que solo más tarde descubría formulados por autores anteriores [41]. A través de Mästlin, Kepler conoció también a Copérnico, el hombre del que luego sería profeta. Sin duda, en sus disertaciones públicas y en todas las ediciones del Epitome, el profesor de astronomía se ciñó por completo al sistema defendido en el Almagesto tolemaico porque la teoría copernicana estaba de todo punto vedada entre sus compañeros teólogos por su supuesta oposición a las Santas Escrituras. No quiso poner en juego su puesto seguro de docente, y era imposible sacar los pies del plato sin poner en riesgo la paz y el orden de un centro unido por numerosos vínculos familiares y matrimoniales en el que la facultad de teología llevaba la batuta. De ahí que solo con cauta discreción y en círculos de confianza expusiera las conclusiones de Copérnico sobre la estructura del mundo [42]. Y claro, en la mente joven y ardiente del alumno prendió la mecha. Como esas cautelas e inhibiciones eran ajenas a la naturaleza despreocupada de su edad, Kepler se adentró en discusiones públicas y temerarias en favor de la nueva teoría astronómica. Unos años después, Kepler narra el estímulo tan importante que supuso para su obra y las consecuencias del mismo: «Ya en la época en que, con atención, seguí las clases del muy ilustre maestro Michael Mästlin en Tubinga, caí en lo desacertada que es, desde muchos puntos de vista, la concepción hasta ahora válida de la estructura del mundo. A partir de ahí quedé tan cautivado por Copérnico, a quien mi maestro aludía a menudo en sus enseñanzas, que no solo defendí repetidas veces sus opiniones en las discusiones con otros aspirantes, sino que además elaboré una concienzuda disputa dialéctica sobre la tesis de que el primer movimiento (el giro del cielo de las estrellas fijas) resulta de la rotación de la Tierra. Ya entonces me propuse atribuir también a la Tierra los movimientos del Sol basándome en argumentos físicos o, si se prefiere, metafísicos, tal como hizo Copérnico a partir de argumentos matemáticos. Con ese objetivo fui recopilando poco a poco, en parte de las exposiciones de Mästlin, en parte de mí mismo, todas las ventajas matemáticas que ofrece Copérnico frente a Tolomeo» [43]. El joven impetuoso no podía vislumbrar por qué senda lo conduciría aquel primer intento a ciegas y qué terribles dificultades tendría que vencer hasta alcanzar su objetivo. En cualquier caso, Kepler no tuvo ocasión entonces de leer la obra original de Copérnico. En sus primeros estudios ni siquiera le era conocida la obra Narratio prima [44], el primer informe de Joachim Rheticus, donde este había participado al mundo la nueva teoría del canónigo de Frauenburg, un par de años antes de la aparición de las Revolutiones.7 8
Cuando Kepler salió de la universidad, inició un intenso intercambio epistolar con Mästlin que perduró a lo largo de muchos años. Ya veremos cómo el mayor fue un fiel colaborador y consejero del joven y cómo facilitó y favoreció su acceso al mundo científico. Pero este se moderó con el tiempo, y Kepler tuvo que emplear todo el arte de la persuasión para lograr que respondiera a sus cartas. Kepler guardó respeto y lealtad al antiguo maestro durante toda la vida, incluso cuando lo hubo sobrepasado con creces y alcanzó gran renombre. El agradecimiento, afecto y admiración hacia el maestro que Kepler siempre manifestó abiertamente contrasta con el carácter huraño en que se fue encerrando cada vez más el avejentado Mästlin hasta que, sobreviviendo a su afamado alumno, falleció a la edad de un patriarca.
La redacción de una disputa dialéctica sobre los fenómenos celestes y su aspecto desde la Luna corrobora también que Kepler, siendo aún estudiante, se dedicó gustoso y en profundidad a temas astronómicos [46]. El escrito contiene el embrión del libro que nosotros llegaríamos a conocer como la última obra que publicó.9 Christoph Besold, amigo suyo dos años menor y que se convirtió en prestigioso profesor de derecho en la Universidad de Tubinga, extrajo de aquel texto una serie de tesis que deseaba defender en una disputa presidida por Vitus Müller [47].
Aparte de la astronomía, Kepler también se dedicó al campo de la astrología. Esto no solo encajaba con la tendencia de la época, sino que además se correspondía por completo con su manera de pensar. Sus compañeros lo consideraban un maestro levantando horóscopos. La interpretación más profunda y pura que atribuyó (y luego desarrolló) a esta materia (la conoceremos con más detalle algo más adelante) había sido enunciada ya por Melanchthon en términos generales en el prólogo a las ediciones tardías de Theoricae planetarum de Georg Peuerbach. Es indudable que Kepler conocía aquella obra tan difundida.
En cambio, Kepler no acudió a Tubinga para ser filósofo, ni matemático, ni astrónomo. Todos los contenidos de la facultad de artes debían servir tan solo como preparación para los estudios de teología, que lo conducirían al ansiado ministerio eclesiástico. ¿Qué comenta él al respecto? ¿Cómo se orientó el hombre de Iglesia en ciernes, cuya sensibilidad y escrúpulo religiosos ya conocemos, cuando accedió al ambiente de los hombres poderosos que interpretaban las Escrituras siguiendo normas inquebrantables, o cuando se sentó a los pies de teólogos polémicos que rechazaban cada disposición calvinista con la misma ira que todo lo proveniente de la Iglesia romana? Kepler no menciona nada en absoluto sobre Jakob Heerbrand, sucesor en la cancillería de Jakob Andreä, el viejo y enérgico luchador que había llegado a conocer en persona a Lutero y Melanchthon y que actuó como pilar fundamental para sostener el edificio de los primeros reformadores. Tampoco sabemos nada de Georg Sigwart, quien arremetió contra los calvinistas con afilada pluma. En cambio, mantuvo una relación estrecha con Stephan Gerlach, el hombre que en cierta ocasión quiso ganarse a los dirigentes de la Iglesia griega en Constantinopla para favorecer su unión con la luterana. En sus clases, Kepler echó en falta trasparencia [48]. A su lado tampoco halló respuesta a los viejos pensamientos teológicos que lo angustiaban relacionados con las enseñanzas de la predestinación, la eucaristía y la ubicuidad del cuerpo de Cristo. El peso de sus objeciones a las doctrinas recién mencionadas fue en aumento y, según cuenta, lo angustió hasta el punto de tener que dejar a un lado todo el conjunto de sus dudas y borrarlo por completo de su corazón cuando asistía a la santa misa. Los comentarios bíblicos del profesor Aegidius Hunnius, de Wittenberg, que Kepler valoraba por su claridad [49], lo ayudaron a superar