De hecho, a pesar de que el Gobierno de Yrigoyen intentó avanzar por medio constantes enmiendas constitucionales, que en su mayoría desechaba el Congreso opositor, en su lenguaje se mezclaban los conceptos de reforma y revolución, tal y como sucedía en Martí y Madero. En su célebre discurso inaugural, Yrigoyen presentaba su proyecto de reforma social como una “insurrección” o una “contienda reparadora”, animada por el “genio de la revolución”.27 El caso de la “república verdadera” de Yrigoyen y Marcelo Torcuato de Alvear, como le llamara Tulio Halperín Donghi, ilustra los aciertos pero también los límites de aquel republicanismo, que tras un proyecto de integración de clases no vaciló en recurrir a la represión del movimiento obrero y no pudo impedir la recomposición de nuevas oligarquías que propiciaron la caída del régimen en 1930.
el quiebre del republicanismo decimonónico
La Revolución mexicana, entendida como un proceso de cambio social que va del maderismo al cardenismo o, en un sentido cronológico más preciso, entre 1910 y 1940, coincidió con un periodo de estancamiento, crisis y renovación del pacto republicano en América Latina. Mientras en México tenían lugar los grandes hitos de la revolución –los Planes de San Luis Potosí y Ayala, la campaña antirreelecionista y los movimientos zapatistas y villistas, la Constitución de Querétaro y la cruzada cultural vasconcelista, la guerra cristera y el anticlericalismo callista, la restitución y dotación de ejidos y la nacionalización petrolera cardenista–, América Latina ofrecía un panorama confuso de viejas repúblicas oligárquicas colapsadas, como las de Brasil y Argentina, anacrónicas dictaduras de orden y progreso como las de Manuel Estrada Cabrera en Guatemala, Juan Vicente Gómez en Venezuela, Augusto Leguía en Perú o Gerardo Machado en Cuba.28
En su clásica Historia contemporánea de América Latina (1969), Tulio Halperín Donghi definía el periodo de 1880 a 1930 como la “madurez del orden neocolonial”.29 Su elección de 1930 como punto de partida de la búsqueda de un “nuevo equilibrio” tenía que ver tanto con el colapso de las viejas repúblicas en Brasil, Argentina o Cuba, como con el crac financiero de 1929.30 La crisis capitalista produjo, como reacción, un rediseño del papel del Estado en la economía que apoyó las tendencias favorables a la expansión de los derechos sociales, generadas por la Revolución mexicana. En otro ensayo, menos conocido, el historiador argentino sugería la necesidad de incorporar el cardenismo dentro de la periodización básica de la Revolución mexicana, no solo porque a mediados de los treinta se lograron consolidar las políticas sociales básicas del nacionalismo revolucionario –restitución y dotación de ejidos, educación socialista, nacionalización del petróleo, defensa de la soberanía nacional…–, sino porque Cárdenas fue, entre todos los líderes latinoamericanos de entonces, quien alcanzó a dar respuestas concretas a los principales dilemas de la América Latina de entreguerras.31 Decía Halperín Donghi que si Haya de la Torre era el que había formulado aquellos dilemas con la mayor imaginación teórica, Cárdenas fue el que los enfrentó con la mayor audacia práctica.
En todo caso es partir de los años treinta cuando la gran impugnación del republicanismo y el liberalismo decimonónicos, adelantada por la Constitución de Querétaro en 1917, comienza a tomar cuerpo en la política latinoamericana. La lógica de la revolución, que Eric Hobsbawm y Josep Fontana vieron como marca de la historia europea y mundial, impacta toda la vida pública latinoamericana, desde el diseño de estrategias de desarrollo económico e inclusión social hasta el Gobierno representativo y el sistema de partidos, pasando por el lenguaje político mismo; con el discurso revolucionario se introducen nuevas formas de practicar y de hablar de política en América Latina.32
A grandes rasgos, la impugnación queretana del liberalismo y el republicanismo decimonónicos residía en un desplazamiento no total, aunque sí claramente pronunciado, del sujeto de derecho en una república moderna. Mientras que en las constituciones liberales del siglo xix –la argentina de 1853, la peruana de 1856, la mexicana de 1857, la venezolana de 1864…– se postulaba al individuo como sujeto primordial de los derechos naturales del hombre, en la México de 1917 se incorporarán al repertorio de garantías jurídicas actores colectivos como la nación, los pueblos, los campesinos y los obreros.33 Ese desplazamiento, que diversos autores relacionaron con teorías “funcionales” u “orgánicas” de la democracia, tenía como sustento de legitimación la idea del acontecimiento revolucionario como fuente de derecho, desarrollada por constitucionalistas mexicanos como Miguel Lanz Duret y Manuel Herrera y Lasso.34
El “constitucionalismo social como último eslabón de la historia constitucional mexicana”, personificado en los artículos 27 y 123 sobre la propiedad territorial y los derechos laborales, al decir de Catherine Andrews, informó toda una teleología historiográfica que se incorporó al aparato de legitimación simbólica del régimen posrevolucionario.35 Pero lo cierto es que no solo historiadores o constitucionalistas ideológicamente identificados con ese régimen, como Jesús Reyes Heroles o Alfonso Noriega Cantú, vieron en Querétaro una superación de la tradición liberal decimonónica. También críticos de la Constitución de 1917 y, específicamente, del artículo 27, que afirmaba la propiedad territorial originaria de la nación, como Emilio Rabasa Estebanell, como recuerda José Antonio Aguilar, vieron en Querétaro un ataque profundo a las bases doctrinales del liberalismo decimonónico, equiparable a una “imposición legal de la tiranía”.36
En América Latina el giro hacia el constitucionalismo social y hacia concepciones “orgánicas” o “funcionales” de la democracia fue perceptible entre los años veinte y treinta. No siempre, como advirtiera el historiador argentino Oscar Terán, ese giro estuvo ligado a una influencia directa de la Revolución mexicana, pero es evidente que el ejemplo mexicano alentaba a las nuevas izquierdas nacionalistas y socialistas de la región. José Ingenieros, recuerda Terán, formuló sus críticas al liberalismo y sus tesis sobre la “democracia funcional” más en contacto con fenómenos como la Revolución bolchevique, el fascismo mussoliniano y la lectura que de ambos hacían Henri Barbusse, Anatole France, Romain Rolland y otros intelectuales franceses vinculados a la revista Clarté.37
Sin embargo, como ha visto Javier Balsa, difícilmente podría hablarse de todos los proyectos de reforma agraria en Argentina, entre 1920 y 1955, incluyendo las diversas iniciativas que se impulsaron bajo los Gobiernos de Yrigoyen, Alvear y Perón, sin reparar en la impronta de la experiencia mexicana en ese país del Cono Sur.38 Lo mismo podría decirse del agrarismo peruano de los años veinte en adelante, como se observa la obra, ya no de Mariátegui, sino del reformista agrario Abelardo Solís, quien tomaba muy en cuenta los aciertos y límites de la estrategia antilatifundista del México posrevolucionario.39 Por no hablar de otros proyectos caribeños y centroamericanos como la Ley 200 de 1936 o ley de tierras del Gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo en Colombia, dentro de su programa de “Revolución en marcha” que, a pesar de sus claras deficiencias, no pudo no tener presente el agrarismo mexicano, especialmente en el periodo cardenista.40
Algunos teóricos del problema agrario en la región, como el chileno Pedro Aguirre Cerda, quien en los años treinta encabezaría el primer Gobierno del Frente Popular, no tomaba en cuenta,