Pasmóse el mozo a las razones de Preciosa, y púsose como embelesado, mirando al suelo, dando muestras que consideraba lo que responder debía.
Viendo lo cual Preciosa, tornó a decirle:
—No es este caso de tan poco momento, que en los que aquí nos ofrece el tiempo pueda ni deba resolverse. Volveos, señor, a la villa, y considerad despacio lo que viéredes que más os convenga, y en este mismo lugar me podéis hablar todas las fiestas que quisiéredes, al ir o venir de Madrid.
A lo cual respondió el gentilhombre:
—Cuando el cielo me dispuso para quererte, Preciosa mía, determiné hacer por ti cuanto tu voluntad acertase a pedirme, aunque nunca cupo en mi pensamiento que me habías de pedir lo que me pides; pero, pues es tu gusto que el mío al tuyo se ajuste y acomode, cuéntame por gitano, desde luego, y haz de mí todas las experiencias que más quisieres; que siempre me has de hallar el mismo que ahora te significo. Mira cuándo quieres que mude el traje, que yo querría que fuese luego; que en ocasión de ir a Flandes engañaré a mis padres y sacaré dinero para gastar algunos días, y serán hasta ocho los que podré tardar en acomodar mi partida. A los que fueren conmigo yo los sabré engañar de modo que salga con mi determinación. Lo que te pido es, si es que ya puedo tener atrevimiento de pedirte y suplicarte algo, que si no es hoy, donde te puedes informar de mi calidad y la de mis padres, que no vayas más a Madrid, porque no querría que alguna de las demasiadas ocasiones que allí pueden ofrecerse me salteasen la buena ventura que tanto me cuesta.
—Eso no, señor galán —respondió Preciosa—. Sepa que conmigo ha de andar siempre la libertad desenfadada, sin que la ahogue ni turbe la pesadumbre de los celos; y entienda que no la tomaré tan demasiada que no se eche de ver desde bien lejos, que llega mi honestidad a mi desenvoltura. Y en el primero cargo en que quiero enteraros es en el de la confianza que habéis de hacer de mí. Y mirad que los amantes que entran pidiendo celos, o son simples o confiados.
—Satanás tienes en tu pecho, muchacha —dijo a esta sazón la gitana vieja—. ¡Mira que dices cosas que no las diría un colegial de Salamanca! Tú sabes de amor, tú sabes de celos, tú, de confianzas: ¿cómo es esto?, que me tienes loca, y te estoy escuchando como a una persona espiritada, que habla latín sin saberlo.
—Calle, abuela —respondió Preciosa—, y sepa que todas las cosas que me oye son monadas y son de burlas, para las muchas que de más veras me quedan en el pecho.
Todo cuanto Preciosa decía, y toda la discreción que mostraba, era añadir leña al fuego que ardía en el pecho del enamorado caballero. Finalmente quedaron en que de allí a ocho días se verían en aquel mismo lugar, donde él vendría a dar cuenta del término en que sus negocios estaban, y ellas habrían tenido tiempo de informarse de la verdad que les había dicho.
Sacó el mozo una bolsilla de brocado, donde dijo que iban cien escudos de oro, y dióselos a la vieja; pero no quería Preciosa que los tomase en ninguna manera; a quien la gitana dijo:
—Calla, niña; que la mejor señal que este señor ha dado de estar rendido es haber entregado las armas en señal de rendimiento. Y el dar, en cualquiera ocasión que sea, siempre fue indicio de generoso pecho. Y acuérdate de aquel refrán que dice: «Al cielo rogando, y con el mazo dando». Y más, que no quiero yo que por mí pierdan las gitanas el nombre que por luengos siglos tienen adquirido de codiciosas y aprovechadas. ¿Cien escudos quieres tú que deseche, Preciosa, que pueden andar cosidos en la alforza de una saya que no valga dos reales, y tenerlos allí como quien tiene un juro sobre las hierbas de Extremadura? Si alguno de nuestros hijos, nietos o parientes cayere, por alguna desgracia, en manos de la justicia, ¿habrá favor tan bueno que llegue a la oreja del juez y del escribano, como estos escudos, si llegan a sus bolsas? Tres veces, por tres delitos diferentes, me he visto casi puesta en el asno para ser azotada, y de la una me libró un jarro de plata, y de la otra, una sarta de perlas, y de la otra, cuarenta reales de a ocho, que había trocado por cuartos, dando veinte reales más por el cambio. Mira, niña, que andamos en oficio muy peligroso y lleno de tropiezos y de ocasiones forzosas, y no hay defensas que más presto nos amparen y socorran como las armas invencibles del gran Filipo: no hay pasar adelante de su plus ultra. Por un doblón de dos caras se nos muestra alegre la triste del procurador y de todos los ministros de la muerte, que son arpías de nosotras las pobres gitanas, y más precian pelarnos y desollarnos a nosotras que a un salteador de caminos; jamás, por más rotas y desastradas que nos vean, nos tienen por pobres; que dicen que somos como los jubones de los gabachos de Belmonte: rotos y grasientos, y llenos de doblones.
—Por vida suya, abuela, que no diga más; que lleva término de alegar tantas leyes en favor de quedarse con el dinero, que agote las de los emperadores: quédese con ellos y buen provecho le hagan, y plega a Dios que los entierre en sepultura donde jamás tornen a ver la claridad del sol, ni haya necesidad que le vean. A estas nuestras compañeras será forzoso darles algo, que ha mucho que nos esperan y ya deben estar enfadadas.
—Así verán ellas —replicó la vieja— moneda destas como ven al turco agora. Ese buen señor verá si le ha quedado alguna moneda de plata, o cuartos, y los repartirá entre ellas, que con poco quedarán contentas.
—Sí traigo —dijo el galán.
Y sacó de la faldriquera tres reales de a ocho, que repartió entre las tres gitanillas, con que quedaron más alegres y más satisfechas que suele quedar un autor de comedias cuando, en competencia de otro, le suelen retular por las esquinas «victor, victor».
En resolución, concertaron, como se ha dicho, la venida de allí a ocho días, y que se había de llamar, cuando fuese gitano, Andrés Caballero, porque también había gitanos entre ellos deste apellido.
No tuvo atrevimiento Andrés (que así le llamaremos de aquí adelante) de abrazar a Preciosa; antes enviándole con la vista el alma, sin ella, si así decirse puede, las dejó y se entró en Madrid, y ellas, contentísimas, hicieron lo mismo. Preciosa, algo aficionada, más con benevolencia que con amor, de la gallarda disposición de Andrés, ya deseaba informarse si era el que había dicho. Entró en Madrid, y a pocas calles andadas encontró con el paje poeta de las coplas y el escudo.
Y cuando él la vio, se llegó a ella, diciendo:
—Vengas en buen hora, Preciosa. ¿Leíste por ventura las coplas que te di el otro día?
A lo que Preciosa respondió:
—Primero que le responda palabra, me ha de decir una verdad, por vida de lo que más quiere.
—Conjuro es ese —respondió el paje— que aunque el decirla me costase la vida, no la negaré en ninguna manera.
—Pues