A lo cual respondió Preciosa:
—Puesto que estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy tuya, y que por tuya te me han entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que es la más fuerte de todas, que no quiero serlo si no es con las condiciones que antes que aquí vinieses entre los dos concertamos. Dos años has de vivir en nuestra compañía primero que de la mía goces, porque tú no te arrepientas por ligero, ni yo quede engañada por presurosa. Condiciones rompen leyes; las que te he puesto sabes: si las quisieres guardar, podrá ser que sea tuya y tú seas mío, y donde no, aún no es muerta la mula, tus vestidos están enteros, y de tu dinero no te falta un ardite; la ausencia que has hecho no ha sido aún de un día; que de lo que dél falta te puedes servir y dar lugar que consideres lo que más te conviene. Estos señores bien pueden entregarte mi cuerpo; pero no mi alma, que es libre, y nació libre, y ha de ser libre en tanto que yo quisiere. Si te quedas, te estimaré en mucho; si te vuelves, no te tendré en menos; porque, a mi parecer, los ímpetus amorosos corren a rienda suelta, hasta que encuentran con la razón o con el desengaño; y no querría yo que fueses tú para conmigo como es el cazador, que en alcanzando la liebre que sigue, la coge, y la deja, para correr tras otra que le huye. Ojos hay engañados que a la primera vista también les parece el oropel como el oro, pero a poco rato bien conocen la diferencia que hay de lo fino a lo falso. Esta mi hermosura que tú dices que tengo, que la estimas sobre el sol y la encareces sobre el oro, ¿qué sé yo si de cerca te parecerá sombra, y tocada, caerás en que es de alquimia? Dos años te doy de tiempo para que tantees y ponderes lo que será bien que escojas o será justo que deseches; que la prenda que una vez comprada, nadie se puede deshacer de ella sino con la muerte, bien es que haya tiempo, y mucho, para miralla y miralla, ver en ella las faltas o las virtudes que tiene; que yo no me rijo por la bárbara e insolente licencia que estos mis parientes se han tomado de dejar las mujeres, o castigarlas, cuando se les antoja; y como yo no pienso hacer cosa que llame al castigo, no quiero tomar compañía que por su gusto me deseche.
—Tienes razón, ¡oh Preciosa! —dijo a este punto Andrés—; y así, si quieres que asegure tus temores y menoscabe tus sospechas jurándote que no saldré un punto de las órdenes que me pusieres, mira qué juramento quieres que haga, o qué otra seguridad puedo darte; que a todo me hallarás dispuesto.
—Los juramentos y promesas que hace el cautivo porque le den libertad pocas veces se cumplen con ella —dijo Preciosa—; y así son, según pienso, los del amante; que, por conseguir su deseo, prometerá las alas de Mercurio y los rayos de Júpiter, como me prometió a mí un cierto poeta, y juraba por la laguna Estigia. No quiero juramentos, señor Andrés, ni quiero promesas. Solo quiero remitirlo todo a la experiencia de este noviciado, y a mí se me quedará el cargo de guardarme, cuando vos le tuviéredes de ofenderme.
—Sea así —respondió Andrés—. Sola una cosa pido a estos señores y compañeros míos, y es que no me fuercen a que hurte ninguna cosa, por tiempo de un mes siquiera; porque me parece que no he de acertar a ser ladrón si antes no preceden muchas liciones.
—Calla, hijo —dijo el gitano viejo—, que aquí te industriaremos de manera que salgas un águila en el oficio. Y cuando le sepas, has de gustar dél de modo que te comas las manos tras él. ¿Ya es cosa de burla salir vacío por la mañana y volver cargado a la noche al rancho?
—De azotes he visto yo volver algunos desos vacíos —dijo Andrés.
—No se toman truchas, etc. —replicó el viejo—. Todas las cosas de esta vida están sujetas a diversos peligros, y las acciones del ladrón, al de las galeras, azotes y horca. Pero no porque corra un navío tormenta o se anegue han de dejar los otros de navegar. ¡Bueno sería que porque la guerra come los hombres y los caballos, dejase de haber soldados! Cuanto más, que el ser azotado por justicia entre nosotros, es tener un hábito en las espaldas, que le parece mejor que si le trajese en los pechos, y de los buenos. El toque está en no acabar acoceando el aire en la flor de nuestra juventud y a los primeros delitos; que el mosqueo de las espaldas, ni el apalear el agua en las galeras, no lo estimamos en un cacao. Hijo Andrés, reposad ahora en el nido debajo de nuestras alas; que a su tiempo os sacaremos a volar y en parte donde no volváis sin presa, y lo dicho: que os habéis de lamer los dedos tras cada hurto.
—Pues para recompensar —dijo Andrés— lo que yo podría hurtar en este tiempo que se me da de venia, quiero repartir doscientos escudos de oro entre todos los del rancho.
Apenas hubo dicho esto cuando arremetieron a él muchos gitanos, y levantándole en los brazos y sobre los hombros, le cantaban el «victor, victor» y «el grande Andrés», añadiendo: «¡Y viva, viva Preciosa, amada prenda suya!».
Las gitanas hicieron lo mismo con Preciosa, no sin envidia de Cristina y de otras gitanillas que se hallaron presentes. Que la envidia también se aloja en los aduares de los bárbaros y en las chozas de los pastores como en los palacios de príncipes, y esto de ver medrar al vecino, que me parece que no tiene más merecimientos que yo, fatiga.
Hecho esto, comieron lautamente. Repartiose el dinero prometido con equidad y justicia. Renováronse las alabanzas de Andrés y subieron al cielo la hermosura de Preciosa.
Llegó la noche, acocotaron la mula, y enterráronla de modo que quedó seguro Andrés de ser por ella descubierto; y también enterraron con ella sus alhajas, como fueron silla, freno y cinchas, a uso de los indios, que sepultan con ellos sus más ricas preseas.
De todo lo que había visto y oído, y de los ingenios de los gitanos, quedó admirado Andrés, y con propósito de seguir y conseguir su empresa sin entremeterse nada en sus costumbres o, a lo menos, excusarlo por todas las vías que pudiese, pensando exentarse de la jurisdicción de obedecerlos en las cosas injustas que le mandasen a costa de su dinero.
Otro día les rogó Andrés que mudasen de sitio y se alejasen de Madrid, porque temía ser conocido si allí estaba. Ellos dijeron que ya tenían determinado irse a los montes de Toledo, y desde allí correr y garramar toda la tierra circunvecina.
Levantaron, pues, el rancho y diéronle a Andrés una pollina en que fuese; pero él no la quiso, sino irse a pie, sirviendo de lacayo a Preciosa, que sobre otra iba; ella, contentísima de ver cómo triunfaba de su gallardo escudero, y él ni más ni menos, de ver junto a sí a la que había hecho señora de su albedrío.
¡Oh poderosa fuerza deste que llaman dulce dios de la amargura (título que le ha dado la ociosidad y el descuido nuestro), y con qué veras nos avasalla, y cuán sin respeto nos trata! Caballero es Andrés, y mozo de muy buen entendimiento, criado casi toda su vida en la Corte y con el regalo de sus ricos padres, y desde ayer acá ha hecho tal mudanza, que engañó a sus criados y amigos, defraudó las esperanzas que sus padres en él tenían, dejó el camino de Flandes, donde había de ejercitar el valor de su persona y acrecentar la honra de su linaje, y se vino a postrar a los pies de una muchacha, y a ser su lacayo, que, puesto que hermosísima, en fin era gitana: privilegio de la hermosura, que trae el redopelo y por la melena a sus pies a la voluntad más exenta.
De allí a cuatro días llegaron a una aldea, dos leguas de Toledo, donde asentaron su aduar, dando primero algunas prendas de plata al alcalde del pueblo en fianzas de que en él ni en todo su término no hurtarían ninguna cosa.
Hecho esto, todas las gitanas viejas y algunas mozas, y los gitanos, se esparcieron por todos los lugares o, a lo menos, apartados por cuatro o cinco leguas de aquel donde habían asentado su real. Fue con ellos Andrés a tomar la primera lición de ladrón; pero, aunque le dieron muchas en aquella salida, ninguna se le asentó; antes correspondiendo a su buena sangre, con cada hurto que sus maestros hacían se le arrancaba el alma, y tal vez hubo que pagó de su dinero los hurtos que sus compañeros habían hecho, conmovido de las lágrimas de sus dueños. De lo cual los gitanos se desesperaban, diciendo que era contravenir a sus estatutos y ordenanzas, que prohibían la entrada a la caridad en sus pechos, la cual, en teniéndola, habían de dejar de ser ladrones, cosa que no les estaba bien en ninguna manera.