En este nuevo clima de ideas, habían por fin hallado medio de entrar en nuestra sociedad las doctrinas positivistas. Basadas en la creación filosófica del pensador francés Augusto Comte (1798-1857), estas ideas habían alcanzado a impregnar la reflexión de científicos y filósofos de la época. Representaban el reconocimiento de la primacía del conocimiento científico sobre las demás formas del saber. Junto a ellas, llegaban también las teorías materialistas, en franca contradicción con el espiritualismo que había venido dominando en España, apoyado en las fuertes creencias religiosas que dominaban en la sociedad; y venían las nuevas ideas del evolucionismo o «transformismo», como entonces se llamó a las doctrinas de Charles Darwin, T. Huxley, E. Haeckel y tantos más. Los nuevos datos sobre la evolución de los organismos habían conmocionado muy recientemente no solo al mundo de la biología y de la antropología, sino también a los de la filosofía y la religión, al establecer una esencial continuidad entre el animal y el hombre, cuestionando la naturaleza espiritual de este último.
En definitiva, se había levantado la veda de ideas y creencias que antes aprisionaban las cabezas de muchos jóvenes curiosos y reflexivos. Lo divino y lo humano estaban al alcance de los espíritus discutidores e inquietos, y por primera vez las dudas y discusiones sobre todos esos temas encontraban un clima de libertad alrededor. Ello no se haría sin resistencia por parte de los partidarios de las antiguas creencias. Pero aquellos que venían de las barricadas revolucionarias difícilmente podían detenerse ante el gesto censor o la reprimenda del profesor de ideas anticuadas. Era un tiempo especialmente idóneo para ir adelante sin ceder a los obstáculos.
Este aire se refleja bien en unos recuerdos juveniles del químico José Rodríguez Carracido (1856-1928), contemporáneo estricto de Simarro y uno de los más relevantes científicos positivos de finales del siglo XIX. Al referirse a su experiencia de estudiante en la Universidad de Santiago, escribe:
La revolución del año 1868 fue un poderoso excitador de la mentalidad española. La violencia del golpe político rompió súbitamente muchas trabas, y los anhelos antes contenidos se lanzaron al examen y discusión de lo humano y lo divino, pasando por encima de todos los respetos tradicionales. En periódicos, folletos y libros se publicaban diariamente las mayores audacias de pensamiento, y en multitud de círculos se disertaba con la más absoluta libertad sobre materias filosóficas y religiosas: no sólo la política, sino también la conciencia se colocaron entonces en período constituyente (Rodríguez Carracido, 1917: 273).
También Santiago Ramón y Cajal experimentó, en los días que siguieron a la Revolución, un «peligroso recrudecimiento» de lo que él mismo llamó su «manía razonadora». En sus recuerdos cuenta cómo se dio a leer las obras metafísicas que había en la biblioteca de la Universidad de Zaragoza, para hacerse por entonces un «ferviente y exagerado espiritualista» (Ramon y Cajal, 1923: 121). Y por su lado, para no ser menos, Simarro se declaró a favor del positivismo en una conferencia que fue muy sonada en Valencia y que incluso logró ver publicada de inmediato.
LA CONFERENCIA SOBRE LA CIENCIA DE 1872
Uno de sus primeros trabajos, y de los pocos suyos publicados, es una conferencia sobre la ciencia que acabó viendo la luz en una interesante revista valenciana, el Boletín Revista del Ateneo de Valencia. Tempranamente, en 1872, a sus veintiún años, Simarro dejó plasmadas sus convicciones de científico positivista, a las que ya nunca renunciaría, aunque pudiera matizar en uno u otro punto algunas tesis.
Gracias a esas páginas sabemos algo de lo que ya por entonces pensaba, así como cuáles fueron sus convicciones básicas de partida. Se trata de unas reflexiones sobre «La ciencia», que se apresuró a subtitular como «ensayo de filosofía positiva» (Simarro, 1872).
Allí se queja de que no hay una «filosofía española» que pueda servir de remate a los logros culturales y artísticos que nuestro país ha producido. Frente al pensamiento moderno de empiristas y enciclopedistas, que en el mundo europeo ha hecho adelantar «las ciencias médicas, exactas y naturales», asegura que hubo en nuestro país una política que mantuvo a «España sumida en la más profunda ignorancia y en el más estúpido fanatismo», de modo que
no sólo permanecía estraña al movimiento científico iniciado en Europa; no sólo miraba impasible los titánicos esfuerzos que por la libertad de los hombres y la dignidad de la raza humana hacía un grupo de valerosos patriotas e inmortales pensadores; no sólo dejaba de tomar parte en el himno de admiración y agradecimiento que la humanidad entonaba en honor de los filósofos del siglo XVIII, sino que despreciando los más prácticos y elementales conocimientos, por entregarse a las fútiles y ridículas sutilezas teológicas, proscribía de las universidades las ciencias útiles tan completamente, que D. Diego de Torres descubrió por casualidad existiesen matemáticas, y Blanco White, que estudiaba en Sevilla, supo con admiración que había literatura… (íd.: 75-76).
Y añade: «Imposible es de todo punto hablar de esta era de la historia española sin sentir que la vergüenza sube al rostro y la misantropía se apodera del corazón» (íd.: 76).
En estas pocas palabras, encontramos recogido y sintetizado el espíritu renovador, reformista, que animaba a Simarro y que le llevaba a criticar de modo implacable la historia moderna de nuestro país y su alejamiento de la ciencia moderna y de la filosofía. En su discurso, se anticipaba a la gran polémica sobre «la ciencia española» que se desencadenó en 1876 entre los espíritus críticos sobre la aportación científica española en la Edad Moderna. Gumersindo de Azcárate, Manuel de la Revilla y otros veían frustrada esa posible ciencia por la presión de la Inquisición y la ortodoxia eclesiástica durante la modernidad, mientras surgía la defensa a ultranza de la labor de la Iglesia católica, hecha desde posiciones conservadoras por Gumersindo Laverde y Marcelino Menéndez Pelayo. Simarro, claramente alineado con las posiciones progresistas, echa de menos una ciencia moderna y una filosofía en nuestra historia, por culpa de un potente espíritu inquisitorial que ha impedido la reflexión en libertad. Su crítica, sin embargo, salva muchos nombres que no siempre fueron adecuadamente valorados.
En efecto, en este panorama que siente como desolador, Simarro encuentra algunos nombres españoles a los que rinde tributo de admiración; entre ellos se cuentan los del P. Feijoo, el conde de Aranda, Olavide, Azara, Campomanes, Jovellanos. No obstante, lamenta que todavía haya quien alabe aquella «ominosa época» (íd.: 76). También valora positivamente la Constitución de 1812 y el liberalismo que la hizo posible, pues trajeron libertad y cultura, gracias a figuras como los «Quintanas y Esproncedas (…) los Martínez de la Rosa y Torenos (…), los Argüelles y Galianos…» (íd.: 78). Gracias al liberalismo, dirá, se logró disipar el fanatismo y la ignorancia, y ha mejorado la cultura –como lo prueban los nombres de muchos contemporáneos, artistas y políticos del mundo isabelino: Hartzenbusch, el duque de Rivas, Modesto Lafuente, Campoamor, Pi i Margall, Cánovas, Castelar y muchos más (íd.: 79-80). Hallamos aquí una sorprendente valoración positiva del tiempo inmediatamente anterior, en labios de un joven que participaba de los ideales republicanos y había andado en las barricadas.
Pero sobre todo, se queja de que no haya una auténtica filosofía española. (Era una queja importante, hecha por un joven que creía que la filosofía había de ser la coronación de una cultura fuertemente apoyada en la ciencia y el saber natural). Se ha intentado, dice el conferenciante, traer pensamiento de fuera, recurrir a la importación –tal sería el caso de «Balmes, Sanz del Río, Nieto» (íd.: 105)–, pero ha sido sin éxito. De esta suerte, en el mundo de la filosofía española no hay sino «una confusa mezcla de reminiscencias escolásticas con teorías Yoístas, de eclecticismo francés con ultramontanismo católico