[9] Para profundizar en las funciones de los impuestos desde una perspectiva de la TMM, véase, por ejemplo, H. Bougrine y M. Seccareccia, «El papel de los impuestos en la economía nacional», en P. Piégay y L.-P. Rochon (eds.), Teorías monetarias poskeynesianas, Madrid, Akal, 2006.
V
El dinero del Estado no sirve en cualquier parte
En los capítulos anteriores hemos visto que, para la Teoría Monetaria Moderna, el dinero es un producto del Estado, cuyo uso generalizado se logra a través de mecanismos coercitivos como los impuestos. En este capítulo vamos a analizar los límites a los que se enfrenta un Estado a la hora de lograr dicho objetivo, así como los puntos de fricción que existen con la visión metalista del dinero.
Al ser entendido el dinero como un producto de una autoridad o Estado en particular, sólo sirve en el territorio sobre el que ese Estado ejerce su poder a la hora de exigir impuestos; no hay garantía de que sirva más allá de él. Imaginemos qué le hubiese pasado a un sumerio que fuese con su tablilla de arcilla de silas a Egipto, donde se usaban deben. Pues, evidentemente, nadie le hubiese aceptado esa tablilla como pago, porque en Egipto no servía para nada. Ni siquiera la arcilla de la que estaba hecha el objeto monetario era valiosa.
Esto mismo sigue ocurriendo en la actualidad, tú no puedes ir a una tienda de Reino Unido a comprar con euros. Primero tendrás que conseguir libras, que es la moneda que utilizan allí. Esto, que es algo sabido, viene muy claro en los billetes australianos, donde se puede leer: «Este billete australiano es de curso legal a lo largo de Australia y de sus territorios». A esa región en la que un tipo de dinero en particular es aceptado para pagos y transacciones la llamaremos espacio monetario del Estado que crea ese dinero; un término que nos será también de utilidad en capítulos posteriores.
Este espacio monetario no tiene por qué coincidir con el territorio legal de un Estado. A veces puede llegar más allá y a veces menos, y eso va a depender del poderío e influencia del Estado en cuestión. Si es muy poderoso e influyente, su dinero podrá ser utilizado en otros países; si es muy débil, su dinero puede que ni sea utilizado en su propio territorio. Este poderío del Estado no ha de entenderse sólo como la capacidad de imponer tributos, sino también como capacidad militar, económica, tecnológica y cultural.
Por eso las monedas de las potencias económicas y militares siempre han sido y son las más utilizadas a nivel mundial: los denarios romanos eran aceptados fácilmente por muchos pueblos bárbaros porque confiaban en el poder y la integridad del Imperio, cuyo emperador adornaba la moneda con su nombre e imagen; el oro comenzó a ser utilizado por los pueblos de la India en torno al año 100 d.C., simplemente porque comprobaron que los poderosos pueblos del Mediterráneo lo valoraban; el real de a ocho acuñado por el poderoso Imperio español de los siglos xvi y xvii fue la primera moneda de uso mundial, aceptada incluso en territorios no españoles; la libra esterlina fue la moneda de referencia a nivel internacional durante el dominio del hegemónico Imperio británico a lo largo del siglo xix y principios del xx y se utilizó más allá de sus territorios, y desde la Segunda Guerra Mundial el dólar estadounidense es la divisa de referencia y es utilizado de forma oficial por países distintos a Estados Unidos, como Ecuador, Panamá o Timor Oriental[1].
El dinero es una herramienta de poder que tienen los Estados. Por eso es comprensible que falsificar dinero se considere un acto de guerra contra la soberanía estatal y que sea uno de los delitos más perseguidos y penalizados. De hecho, la falsificación de dinero ha sido una estrategia utilizada recurrentemente a lo largo de la historia para mermar al enemigo: durante la Guerra de Independencia de Estados Unidos, las fuerzas británicas inundaron las colonias norteamericanas de billetes falsificados; durante la Primera Guerra Mundial, el Gobierno británico promocionó la falsificación de los marcos imperiales alemanes; durante el periodo de entreguerras, la Unión Soviética falsificó dólares estadounidenses; durante la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno nazi falsificó dinero británico utilizando el trabajo forzoso de los prisioneros de los campos de concentración[2]; durante la Guerra de Vietnam, el Gobierno de Estados Unidos falsificó la moneda vietnamita; en la fallida invasión de bahía de Cochinos, el Gobierno estadounidense falsificó la moneda cubana… en fin, los ejemplos son incontables.
La falsificación no es un fenómeno reciente en la historia. Estudios numismáticos revelan que incluso las primeras monedas, acuñadas en Lidia durante el séptimo siglo antes de nuestra era, eran imitadas o manipuladas a través de diferentes formas, y todas ellas estaban castigadas con la pena de muerte. La falsificación, a pesar de no haber recibido ninguna atención por parte de la teoría económica convencional, ha existido siempre, lo cual no hace sino apoyar la tesis chartalista. De todo esto nos habla la defensora de la TMM Pavlina Tcherneva en su brillante artículo «Dinero, poder y regímenes monetarios». En él, la economista resume esta idea de la siguiente forma: «la historia de la falsificación es la historia del dinero como criatura del Estado».
Pero, al igual que los Estados más poderosos logran que su dinero sea aceptado más allá de sus fronteras, los más débiles, los fallidos, los inmersos en guerras o los que están desmoronándose no logran ni siquiera que su dinero sea aceptado en su propio territorio. Esto ocurrió, por ejemplo, con la caída del Imperio romano, con la Segunda República Española durante la Guerra Civil o con la desintegración la Unión Soviética, por poner sólo tres ejemplos conocidos. Pero también pasa con Estados que viven constantemente crisis políticas, como Venezuela o Argentina, o guerras civiles, como muchos países centroafricanos, en los que buena parte de sus transacciones son realizadas en monedas extranjeras porque hay poca confianza en el potencial de la moneda de su Estado.
En la actualidad, cuando los habitantes de algún país no confían mucho en la moneda de su Estado, suelen acabar utilizando otra de uno más poderoso, pero… ¿qué pasaba antiguamente cuando la posibilidad de usar otra moneda era mucho más difícil? Pues acorde a la visión chartalista, que se apoya en los análisis de antropólogos como Caroline Humphrey y David Graeber, esas personas solían recurrir al trueque, pues era algo que no dependía del poderío político de ningún Estado. Si un habitante de Sumeria llegaba a Egipto y quería realizar pagos, no podía usar sus silas, sino que tenía que pagar con algún producto de valor. Por eso las transacciones entre distintos pueblos, especialmente si apenas había lazos culturales entre ellos, no se realizaban con dinero estatal, sino utilizando una mercancía que tuviese valor más allá de las fronteras. Esto es, quizá, lo que explique que los Estados acuñaran monedas con metales preciosos, pues dichos objetos monetarios sí podían ser aceptados por otros pueblos y civilizaciones, puesto que tenían un valor intrínseco por el material del que estaban hechos. De esta forma, aunque esas monedas valiesen en realidad lo que dictara el Estado emisor correspondiente utilizando sus unidades de cuenta, en el peor de los casos, suponiendo que ese Estado desapareciese por cualquier motivo (como una guerra), al menos le quedaría el valor que tuviese su material.
Este es un punto delicado en el debate académico sobre el dinero en la Antigüedad. Por un lado, la visión metalista, que es una versión de la de dinero-mercancía, considera que el valor de las monedas era el que tuviese su peso en metal. De ahí que una forma de depreciar la moneda fuera limando el metal o produciéndola con menos peso, y de ahí también la conocida como Ley de Gresham –llamada así porque la formuló el mercader Thomas Gresham en el siglo xvi–, que nos habla de que, frente a dos monedas que tienen el mismo valor nominal pero diferente peso metálico, la gente tratará de conservar la de mayor peso al considerar que tiene mayor valor (independientemente de que legalmente tengan el mismo).
Por otro lado, la visión chartalista o nominalista que adopta la TMM sostiene que el valor de las monedas era el que dictaban las autoridades que la habían emitido, y que podrían haberlas fabricado de cualquier otro material, pero que lo hicieron con metales preciosos por comodidad, estética, imitación o por cualquier otro motivo poco relevante de cara a la cuestión propia del dinero.
En un término medio