—¡Qué maravillosa aparición! —exclamó el conde, apretándome la mano—. ¡Mira, qué encantadora! ¿Quién es? Ignoraba que mis bosques estuvieran poblados por tales náyades.
Miré a Urbenin para preguntarle quién era la muchacha y sólo entonces advertí que estaba totalmente ebrio. Rojo como un cangrejo, me tomó del brazo y me dijo al oído:
—Serguei Petrovich, se lo suplico —sentía yo cerca de mí el vaho de alcohol—, impida usted que el conde siga haciendo comentarios sobre esta muchacha. Él acostumbra a decir inconveniencias y ésta es una muchacha honorable.
La muchacha “honorable” era una chica de unos diecinueve años, con una deliciosa cabellera rubia peinada en rizos y unos ojos azules bondadosos. Llevaba un vestido color escarlata que no era ya el de una niña, pero tampoco el de una mujer. Sus piernas, espigadas como agujas, cubiertas con medias rojas, terminaban en unos pies calzados con zapatos casi infantiles. Miré sus hombros bien redondeados y ella los encogió con coquetería, como si tuviera frío o como si mi mirada se los mordiera.
—¡Tan joven de cara y tan desarrollada de curvas! —exclamó el conde, que había perdido desde joven la facultad de respetar a las mujeres y no podía verlas desde ningún otro punto de vista que no fuera el de una bestia sensual.
Recuerdo que un buen sentimiento se encendió en mi pecho. Yo era aún un poeta, y en medio de un bosque, en una tarde de primavera, bajo el tímido resplandor de las estrellas, no podía mirar a una mujer sino como un poeta. Miré a “la muchacha de rojo” con la misma veneración con que acostumbraba yo mirar las montañas, los bosques, el azul del cielo. Aún me quedaban vestigios del sentimentalismo que había heredado de mi madre alemana.
—¿Quién es? —preguntó el conde.
—Es la hija de nuestro guardabosques Skvorotsov, Excelencia —respondió Urbenin.
—¿Es la Olenka de quien hablaba el tuerto?
—Sí, la misma —respondió el administrador, mirándome con ojos implorantes.
La muchacha de rojo dejó que pasáramos a su lado sin concedernos la más mínima atención. Sus ojos miraban hacia otro lado, pero yo, que conozco a las mujeres, sentí que me observaba furtivamente.
—¿Cuál de ellos es el conde? —oí que murmuraba a nuestras espaldas.
—El del bigote largo —respondió el colegial.
Escuché una risa cantarina detrás de nosotros. Era una risa de desencanto. Sin duda la muchacha había creído que el conde, el propietario de esos inmensos bosques y del lago, era yo, y no el pigmeo de rasgos alcohólicos y bigote caído.
Un profundo suspiro salió del pecho de Urbenin. Aquel hombre de acero apenas podía moverse.
—Dile al administrador que se retire —aconsejé al conde—. Está enfermo o borracho.
—Piotr Iegorich, me parece que estás enfermo —le dijo el conde a Urbenin—. Puedes retirarte; no te necesito.
—Su Excelencia no necesita preocuparse por mí. Gracias por sus intenciones, pero no estoy enfermo.
Miré hacia atrás. La figura roja permanecía inmóvil, pero no nos quitaba la mirada de encima.
¡Pobre cabecita rubia! ¿Hubiera podido yo pensar esa tranquila noche de mayo que ella iba a ser la heroína de mi tempestuoso relato?
Escribo estas líneas mientras la lluvia de otoño golpea los cristales y el viento aúlla. Miro la negra ventana y, sobre un fondo de tinieblas, trato de evocar por medio de la imaginación la imagen encantadora de mi heroína. Veo su rostro ingenuo, infantil, bondadoso y sus ojos cuajados de amor, y siento entonces deseos de arrojar la pluma y quemar lo que hasta aquí llevo escrito.
Al lado del tintero tengo su fotografía. Veo su rostro menudo en toda la vana majestuosidad de una hermosa mujer que ha caído hasta lo más bajo. Sus ojos lánguidos, pero orgullosos de su corrupción, están inmóviles. Es la serpiente, a cuya ponzoña se había referido Urbenin en términos un tanto exagerados.
Ella provocó la tempestad y la tempestad la arrancó de cuajo. Mucho recibió, pero lo pagó a un precio muy alto. ¡Que el lector le perdone sus pecados!
El bosque
Caminamos un rato a través del bosque.
El silencio comenzó a resultarnos monótono. Los pinos crecen todos de la misma manera, cada uno es igual a los otros, y en cada estación del año conservan el mismo aspecto, sin conocer el sentimiento de la muerte ni la renovación de la primavera. Sin embargo, su parsimonia tiene cierto atractivo, su inmovilidad y su silencio parecen expresar pensamientos tristes.
—¿No sería mejor que regresáramos? —propuso el conde.
La pregunta quedó sin respuesta. Al polaco parecía serle indiferente estar allí o no. Urbenin pareció considerar que su opinión no tenía ninguna importancia y yo estaba demasiado embelesado con la frescura y perfumes del bosque como para desear volver. De alguna manera teníamos que matar el tiempo hasta que llegara la noche. La idea de la noche salvaje que nos esperaba me enervaba deliciosamente. Me avergüenza confesarlo, pero ya estaba disfrutando el placer por anticipado. El conde miraba con impaciencia el reloj, pues una urgencia igual a la mía atormentaba sus sentidos. Sentíamos que en esos momentos nos comprendíamos el uno al otro.
Cerca de la casa del guardabosque, que se levantaba en un pequeño claro cuadrado del bosque, nos recibieron los ladridos furiosos de dos mastines de color amarillo rojizo, de raza para mí desconocida. Su agilidad y el lustre de su pelo los hacían parecerse a anguilas. Al reconocer a Urbenin saltaron alegremente a su alrededor, por lo que uno podía deducir que el administrador visitaba con frecuencia aquella casa. Cerca de allí encontramos a un mocetón descalzo con cara de asombro y llena de pecas. Nos miró durante un momento en silencio, con aire de sorpresa; luego, seguramente al haber reconocido al conde, lanzó una exclamación y salió corriendo en dirección a la casa.
—Sé por qué ha huido —dijo el conde, riendo—. Me acuerdo muy bien de él: es Mitka.
El conde no se equivocaba. Un minuto después, el muchacho volvió a aparecer trayendo una bandeja con un vaso de vodka y otro de agua.
—A vuestra salud, Excelencia —dijo sonriendo con toda la cara.
El conde bebió el vodka de un sorbo y se enjuagó la boca con el agua. En esa ocasión reprimió su mueca habitual.
A cien pasos de la casa había un banco de hierro tan viejo como los pinos... Nos sentamos y contemplamos la delicada belleza de ese crepúsculo de mayo... Los gritos de las cornejas y el canto de los ruiseñores nos llegaban de todas partes; eran los únicos sonidos que rompían aquel silencio perfecto.
El conde no sabe permanecer en silencio ni siquiera en las tardes de primavera en el bosque, en las que la voz humana es el ruido menos agradable que existe.
—No sé si quedarás satisfecho —me dijo—; he ordenado para la cena una sopa con ravioles y liebre. Para acompañar el vodka habrá esturión frío y lechón con ruibarbo.
Los pinos, como ofendidos por ese lenguaje, se agitaron y un sordo murmullo corrió por todo el bosque. Un viento fresco se levantó y jugueteó con las ramas de los árboles.
—¡Largo de aquí! ¡Largo! —gritaba Urbenin a los perros, que con sus juegos le impedían encender un cigarrillo—.
Tengo la impresión de que va a llover. Será muy bueno para el trigo.
“¿Qué te importa a ti el trigo —pensé yo—, si el conde se lo va a gastar todo en bebida? La lluvia no necesita preocuparse por sus cosechas.”
Un aire más vivo corrió por el bosque.