Habrían hablado de otra manera si hubiesen sabido cuán débil, suave y sumisa es la naturaleza de mi amigo el conde, y cuán fuerte y dura la mía. Y habrían añadido más si hubieran estado enterados de lo mucho que ese hombre endeble me quería y lo mucho que a mí me disgustaba. Fue él quien primero me ofreció su amistad y yo fui el primero en hablarle de “tú”, ¡pero con qué diferencia de tono! En un momento de embriaguez amistosa me había abrazado y pedido tímidamente que aceptara ser su amigo. Yo, saturado de desprecio y repugnancia, le respondí:
—¿No puedes dejar de decir estupideces?
Y aceptó ese tuteo como una expresión de amistad y a partir de ese momento nunca dejó de tratarme con el más honesto y fraternal afecto.
Sí, hubiera sido mejor y más decente volver grupas y retornar junto a Polikarp e lván Demianich.
Más tarde lo pensé a menudo. ¡Cuántas desventuras podrían haberse evitado, cuántas desdichas no cargaría yo sobre mis hombros, cuánto bien se habría podido hacer a los vecinos si esa tarde hubiera tenido el valor de regresar, si mi Zorka, espantada, enloquecida, me hubiera alejado del lago! ¡Cuántos recuerdos dolorosos no me asaltarían ahora, forzándome en este momento a dejar la pluma y a oprimirme la frente! Pero no quiero anticiparme a los hechos. Más adelante, ya tendré ocasión de detenerme en cosas desgraciadas. Por ahora hablemos de cosas alegres.
Mi Zorka me condujo hasta la puerta cochera de la propiedad. Al llegar tropezó y yo, perdiendo los estribos, estuve a punto de caer.
—¡Mal presagio, señor! —me gritó un mujik que estaba parado junto a la puerta de las caballerizas.
Yo creo que si un hombre se cae de un caballo puede desnucarse, pero no creo en supersticiones. Le di las riendas al mujik, sacudí con la fusta el polvo de mis botas y me dirigí rápidamente hacia la casa. Nadie salió a mi encuentro. Todas las puertas y ventanas de la casa estaban abiertas y, sin embargo, el aire era pesado en el interior y flotaba un olor extraño. Era una mezcla de olor a cuartos largamente cerrados y el aroma agradable, pero fuerte y narcotizador, de las plantas que habían sido transportadas recientemente del invernadero a los salones... En el salón principal, sobre uno de los divanes, cubierto de seda azul muy pálido, había dos almohadones arrugados y, sobre una mesa redonda, un vaso contenía unas cuantas gotas de un líquido que exhalaba un aroma semejante al del bálsamo de Riga. Todo ello denotaba que la casa estaba habitada, pero no encontré a un solo ser viviente en las once habitaciones que atravesé. La misma soledad que encontré a orillas del lago reinaba en el interior de la casa...
Una puerta de cristal conducía al jardín desde el llamado “salón de los mosaicos”. La abrí con ruido y bajé por las escaleras de mármol al jardín. Había dado unos cuantos pasos cuando encontré en uno de los senderos a Nastasia, una anciana de cerca de noventa años, que había sido nodriza del conde. Esta vieja criatura pequeña y arrugada, olvidada por la muerte, calva y de ojos penetrantes, me hizo recordar que en la aldea la conocían con el nombre de “lechuza”. Cuando me vio se echó a temblar y casi derramó el vaso de leche que llevaba en las manos.
—Buenos días, Lechuza —le dije.
Me lanzó una mirada de reojo, y sin decir palabra siguió su camino. La tomé por un brazo.
—¿De qué te asustas, tonta? Dime, ¿dónde está el conde?
La anciana señaló su oído con un dedo.
—¿Estás sorda? ¿Desde cuándo no oyes?
A pesar de su provecta edad, la anciana oye y ve a la perfección, pero le resulta útil calumniar a sus sentidos. La amenacé con el índice y dejé que se marchara.
Caminé unos pasos más y oí voces masculinas. En el lugar donde el sendero se ensanchaba en un terraplén rodeado de bancos de hierro, bajo la sombra de altas y blancas acacias, había una mesa en la que resplandecía el samovar. Un grupo estaba sentado alrededor de la mesa y mantenía una viva conversación. Me acerqué despacio y, escondido tras un macizo de lilas, busqué con la vista al conde.
Mi amigo el conde Karnieiev tomaba el té sentado en una silla de caña de bambú llena de almohadones. Vestía una robe de chambre de ricos colores, la misma que le había visto dos años atrás, y estaba tocado con un sombrero de paja de Italia. Su rostro tenía una expresión concentrada y pesarosa, de manera que quien no lo conociera de antemano podría pensar que estaba aquejado por serias preocupaciones. El conde no había cambiado en absoluto desde la última vez que nos vimos, dos años atrás. Tenía el mismo cuerpo frágil y amojamado, los mismos hombros estrechos de tísico de los que sobresalía su pequeña cabeza pelirroja. Tenía la nariz roja como antes y las mejillas flácidas como harapos. En esa cara no había nada que denotara fuerza, carácter o virilidad... Todo era débil, apático y blandengue. La única cosa importante allí era su gran bigote caído. Alguien le había dicho que ese bigote le sentaba muy bien, lo había creído y todas las mañanas observaba cuánto había crecido sobre sus pálidos labios. Ese bigote le daba el aspecto de un gato bigotudo demasiado raquítico.
Cerca del conde estaba sentado un obeso personaje desconocido para mí, de gran cabeza rapada y cejas espesas y negras. La cara era ancha y reluciente como un melón maduro. Llevaba un bigote más largo que el del conde, la frente era estrecha, los labios enjutos y apretados. Miraba al cielo con indolencia... Toda su apariencia era áspera, con la aspereza de la piel reseca. Su aspecto no era ruso. Sin chaqueta ni chaleco, aquel obeso individuo estaba en mangas de camisa, empapado en sudor. En lugar de té bebía agua de Seltz.
A una distancia respetuosa de la mesa se mantenía un hombre encorvado, de orejas muy separadas y nuca enrojecida. Era Urbenin, el administrador del conde. Para honrar la llegada del conde se había puesto una nueva chaqueta negra, que lo atormentaba. El sudor corría en torrentes por su rostro curtido. Cerca de él se hallaba el mujik que me había llevado la carta. Sólo entonces advertí que era tuerto. Parecía una estatua; tieso, como si se hubiera tragado una estaca, esperaba ser interrogado.
—¡Kuzma, merecerías ser azotado con tu propio látigo! —decía el mayordomo con su aterciopelada y grave voz de reproche, desgranando entre pausas cada una de sus palabras—. No es posible que las órdenes del amo se cumplan con tanto descuido. Debiste haberle pedido que viniera en seguida o al menos haberle preguntado cuándo lo haría.
—Sí, sí, sí —exclamó el conde nerviosamente—. Debiste haberte informado de todo. Te ha dicho que vendrá, pero eso no basta. Lo necesito en seguida. ¡En este mismo instante! Le pediste que viniera, pero él no te ha entendido.
—¿Por qué esa prisa? —preguntó el hombre obeso. —¡Necesito verlo!
—¡Sólo por eso! Por lo que a mí respecta, Alexei, preferiría que ese juez se quedara hoy en su casa. No me siento con ánimo de recibir visitas.
Quedé atónito. ¿Qué significaba ese tono autoritario y patronal?
—Pero si no se trata de un huésped —dijo mi amigo con tono suplicante—, no te impedirá descansar de tu viaje. Te ruego que no le trates con demasiada ceremonia... Te va a gustar tan pronto como lo veas. Sé que os vais a hacer amigos en seguida.
Salí de mi escondite tras el macizo de lilas y me dirigí hacia la mesa. El conde