Oblonsky se quitó el abrigo y, con el sombrero ladeado, pasó al comedor, dando órdenes a los camareros tártaros que, vestidos de frac y con las servilletas bajo el brazo, le rodearon, pegándose materialmente a sus faldones.
Saludando alegremente a derecha a izquierda a los conocidos, que aquí como en todas partes le acogían alegremente, Esteban Arkadievich se dirigió al mostrador y tomó un vasito de vodka acompañándolo con un pescado en conserva, y dijo a la cajera francesa, toda cintas y puntillas, algunas frases que la hicieron reír a carcajadas. En cuanto a Levin, la vista de aquella francesa, que parecía hecha toda ella de cabellos postizos y de poudre de riz y vinaigres de toilette, le producía náuseas. Se alejó de allí como pudiera hacerlo de un estercolero. Su alma estaba llena del recuerdo de Kitty y en sus ojos brillaba una sonrisa de triunfo y de felicidad.
–Por aquí, Excelencia, tenga la bondad. Aquí no importunará nadie a Su Excelencia –decía el camarero tártaro que con más ahínco seguía a Oblonsky y que era un hombre grueso, viejo ya, con los faldones del frac flotantes bajo la ancha cintura–. Haga el favor, Excelencia –decía asimismo a Levin, honrándolo también como invitado de Esteban Arkadievich.
Colocó rápidamente un mantel limpio sobre la mesa redonda, ya cubierta con otro y colocada bajo una lámpara de bronce. Luego acercó dos sillas tapizadas y se paró ante Oblonsky con la servilleta y la carta en la mano, aguardando órdenes.
–Si Su Excelencia desea el reservado, podrá disponer de él dentro de poco. Ahora lo ocupa el príncipe Galitzin con una dama… Hemos recibido ostras francesas.
–¡Caramba, ostras!
Esteban Arkadievich reflexionó.
–¿Cambiamos el plan, Levin? –preguntó, poniendo el dedo sobre la carta.
Y su rostro expresaba verdadera perplejidad.
–¿Sabes si son buenas las ostras? –interrogó.
–De Flensburg, Excelencia. De Ostende no tenemos hoy.
–Pasemos porque sean de Flensburg, pero ¿son frescas?
–Las hemos recibido ayer.
–¿Entonces empezamos por las ostras y cambiamos el plan?
–Me es indiferente. A mí lo que más me gustaría sería el schi y la kacha , pero aquí no deben de tener de eso.
–¿El señor desea kacha à la russe? –preguntó el tártaro, inclinándose hacia Levin como un aya hacia un niño.
–Bromas aparte, estoy conforme con lo que escojas –dijo Levin a Oblonsky–. He patinado mucho y tengo apetito. –Y añadió, observando una expresión de descontento en el rostro de Esteban Arkadievich–: No creas que no sepa apreciar tu elección. Estoy seguro de que comeré muy a gusto.
–¡No faltaba más! Digas lo que quieras, el comer bien es uno de los placeres de la vida –repuso Esteban Arkadievich–. Ea, amigo: tráenos primero las ostras. Dos –no, eso sería poco–, tres docenas… Luego, sopa juliana…
–Printanière, ¿no? –corrigió el tártaro.
Pero Oblonsky no quería darle la satisfacción de mencionar los platos en francés.
–Sopa juliana, juliana, ¿entiendes? Luego rodaballo, con la salsa muy espesa; luego… rosbif, pero que sea bueno, ¿eh? Después, pollo y algo de conservas.
El tártaro, recordando la costumbre de Oblonsky de no nombrar los manjares con los nombres de la cocina francesa, no quiso insistir, pero se tomó el desquite, repitiendo todo lo encargado tal como estaba escrito en la carta.
–Soupe printanière, turbot à la Beaumarchais, poularde à l'estragon, macedoine de fruits…
Y en seguida después, como movido por un resorte, cambió la carta que tenía en las manos por la de los vinos y la presentó a Oblonsky.
–¿Qué bebemos?
–Lo que quieras; acaso un poco de… champaña –indicó Levin.
–¿Champaña para empezar? Pero bueno, como tú quieras. ¿Cómo te gusta? ¿Carta blanca?
–Cachet blanc –dijo el tártaro.
–Sí: esto con las ostras. Luego, ya veremos.
–Bien, Excelencia. ¿De vinos de mesa?
–Tal vez Nuit… Pero no: vale más el clásico Chablis.
–Bien. ¿Tomará Su Excelencia su queso?
–Sí: de Parma. ¿O prefieres otro?
–A mí me da lo mismo –dijo Levin, sin poder reprimir una sonrisa.
El tártaro se alejó corriendo, con los faldones de su frac flotándole hacia atrás, y cinco minutos más tarde volvió con una bandeja llena de ostras ya abiertas en sus conchas de nácar y con una botella entre los dedos.
Esteban Arkadievich arrugó la servilleta almidonada, colocó la punta en la abertura del chaleco y, apoyando los brazos sobre la mesa, comenzó a comer las ostras.
–No están mal –dijo, mientras separaba las–ostras de las conchas con un tenedorcito de plata y las engullía una tras otra–. No están mal –repitió, mirando con sus brillantes ojos, ora a Levin, ora al tártaro.
Levin comió ostras también, aunque habría preferido queso y pan blanco, pero no podía menos de admirar a Oblonsky.
Hasta el mismo tártaro, después de haber descorchado la botella y escanciado el vino espumoso en las finas copas de cristal, contempló con visible placer a Esteban Arkadievich, mientras se arreglaba su corbata blanca.
–¿No te gustan las ostras? –preguntó éste a Levin–. ¿O es que estás preocupado por algo?
Deseaba que Levin se sintiese alegre. Levin no estaba triste, se sentía sólo a disgusto en el ambiente del restaurante, que contrastaba tanto con su estado de ánimo de aquel momento. No, no se encontraba bien en aquel establecimiento con sus reservados donde se llevaba a comer a las damas; con sus bronces, sus espejos y sus tártaros. Sentía la impresión de que aquello había de mancillar los delicados sentimientos que albergaba su corazón.
–¿Yo?–. Sí, estoy preocupado… Además, a un pueblerino como yo, no puedes figurarte la impresión que le causan estas cosas. Es, por ejemplo, como las uñas de aquel señor que me presentaste en tu oficina.
–Ya vi que las uñas del pobre Grinevich te impresionaron mucho –dijo Oblonsky, riendo.
–¡Son cosas insoportables para mí! –repuso Levin–. Ponte en mi lugar, en el de un hombre que vive en el campo. Allí procuramos tener las manos de modo que nos permitan trabajar más cómodamente; por eso nos cortamos las uñas y a veces nos remangamos el brazo… En cambio, aquí la gente se deja crecer las uñas todo lo que pueden dar de sí y se pone unos gemelos como platos para acabar de dejar las manos en estado de no poder servir para nada.
Esteban Arkadievich sonrió jovialmente.
–Señal de que no es preciso un trabajo rudo, que se labora con el cerebro… –alegó.
–Quizá. Pero de todos modos a mí eso me causa una extraña impresión; como me la causa el que nosotros los del pueblo procuremos comer deprisa para ponernos en seguida a trabajar otra vez, mientras que aquí procuráis no saciaros demasiado aprisa y por eso empezáis por comer ostras.
–Naturalmente –repuso su amigo–. El fin de la civilización consiste en convertir todas las cosas en un placer.
–Pues si ése es el fin de la civilización, prefiero ser un salvaje.
–Eres un salvaje sin necesidad de eso. Todos los Levin lo sois.
Levin suspiró. Recordó a su hermano Nicolás y se sintió